miércoles, 19 de enero de 2022

Buenos Aires bajo el río

 


(Ilustraciones de Gillermo Vidal)






1. Elvira


Pisar el agua no es, en sí, desagradable; pero sí lo es despertarse, desperezarse, sentarse en la cama y pisar el agua. Un agua que sube hasta los tobillos; un agua que no debiera estar allí; un agua marrón con basuritas en el lomo que hace olitas contra la pared y va dejando la marca, y sube y baja brevemente sobre la pierna y va ganando piel seca, carcomiéndola con ese frío de todas las aguas, y sobre todo de las que se acometen al despertar, al pie de la cama, inesperadamente. Un frío que de alguna manera profundiza y gana el hueso, subiendo por la tibia y el peroné hasta producirle a uno escalofríos en la espalda.

Así me encontró aquella mañana; temblando de frío en pleno verano, con una confusión absoluta, atascado entre el sueño y la vigilia, con los pies hundidos y unos vestigios oníricos que escapaban, dejando esa sensación que nunca alcanza para reconstruir el sueño.

Reagrupé las naves, piernas arriba, y me quedé en la cama mirando el inhóspito paisaje de la habitación, inundada con diez centímetros de un agua marrón en todas partes; porque el agua nunca inunda la mitad del piso, se lo come íntegro la desgraciada, y moja todo a su paso. Moja y ensucia. Su naturaleza invasiva ya había tomado la parte baja del placard, los zapatos, los bolsos, el cajón inferior de la mesa de luz y todas las cosas que moran debajo de la cama.

Hay que decir que las inundaciones son muy raras en un departamento del segundo piso, y siempre es difícil conjeturar acerca de las causas. ¿Un caño muy roto en el departamento nueve?, ¿una gotera tipo “chorrito”? Pero ¿por qué no se había escurrido el agua por la hendija de la puerta y, de allí, escaleras abajo? ¿Se habría obturado la puerta con algún trapo?

Sin salir de la cama, configuré una tesis acerca de la sarta de objetos estropeados en el resto de la casa. Cuando cerré los ojos para imaginar el desastre, el agua enloqueció. Súbitamente, el nivel subió medio metro más empapando la cama íntegra y toda mi humanidad, que abandonó la sosegada estimación de los daños para pegar un salto por puro instinto de supervivencia. El agua bajó hasta abandonar la habitación y volvió a subir en una suerte de oleaje que derribaba definitivamente la hipótesis del chorrito.

Salí de la habitación con ese paso teatral que se da evitando el agua cuando se ingresa al mar; atravesé el comedor y levanté la persiana principal. Embistiéndome de frente, un cuadro dantesco me dio en los ojos: el agua inundaba el barrio entero hasta donde llegaba la vista, seis o siete metros por sobre el nivel de la calle. Los edificios asomaban como juncos en medio de un pantano y las casas desaparecían debajo de la sopa, dejando su impronta en un afloramiento de tanques y antenas distribuidos sin diseño. La superficie del agua rebanaba por igual la copa de los árboles, los postes de luz y las marquesinas más altas. Los cables de electricidad besaban el agua en el vértice de su catenaria, se elevaban hacia los postes y se abrazaban a los bornes con desesperación. Sobre los techos de los edificios, bandadas de palomas despegaban de tanto en tanto, efectuaban un vuelo circular y volvían al mismo techo con los picos vacíos y los nidos gimientes. Salí al balcón y me asomé a ambos lados para contemplar el paisaje de la calle inundada hasta el horizonte, y por un momento sentí la belleza deldesastre como un estremecimiento en algún rincón del alma. El amanecer era una gelatina gris que lo empastaba todo. Algunas caras en el edificio de enfrente eran un espejo de la mía. No había luz ni gas ni teléfono. La ciudad estaba muerta y su cadáver conservaba, como pulgas en el cuero de un perro agonizante, a un puñado de personas aturdidas que se preguntaban qué había ocurrido; un puñado de individuos solitarios que acababan de quedarse sin la rutina de la mañana.

En medio del cuadro, un sujeto en una lancha dobló la esquina y avanzó despacio parando en todas las ventanas (que ahora eran puertas al abismo) preguntando a viva voz:

—¿Necesita algo, doña? ¿Todo bien, abuelo?

Desde uno de los edificios de enfrente, un hombre le hizo señas. La lancha se acercó, solícita, y luego de varios minutos de ajetreo, bamboleo y más oleaje, un joven y una señora mayor subieron a bordo y la lancha se marchó remontando la avenida hacia el oeste. Detrás de la lancha, el pequeño oleaje de la estela removió cosas de las profundidades y, para mi gran sobresalto, un cuerpo surgió desde abajo justo frente a mi balcón y quedó flotando allí, a escasos metros de donde me encontraba. Era el cuerpo de una mujer obesa y blanca, que se mecía boca abajo, con el cabello lacio y negro que enseguida formó un abanico entorno a su cabeza. Tenía las piernas surcadas por várices de varios colores, que el movimiento del agua vestía y desvestía conforme bailoteaba su pollera. El cuerpo giró lentamente siguiendo el curso de una correntada casi imperceptible, ganó el centro de la calle y continuó desplazándose en dirección al centro. Creo que recién entonces todos los que estábamos mirando comenzamos a tomar conciencia de las consecuencias del desastre.

La inundación había cubierto todas las casas y todos los departamentos de la planta baja y el primer piso. ¿Cuánta gente habitaba en ese estrato? ¿Dónde estaban todos ellos? ¿Cuán repentinamente había ocurrido aquello que ningún griterío de migración masiva me había despertado por la noche? ¿Qué habría sucedido con la parejita de abajo? ¿Y con la señora de los nenes chiquitos? Conforme preguntaba, la muerte se acercaba a las respuestas y las rondaba con ese permiso que otorga la ignorancia. Muchos no habrían podido salir a tiempo, muchos habrían quedado atrapados en la masacre del parque automotor. Muchos muertos, muchos cuerpos, y un agua de río que se iría pudriendo con los días.

Abandoné la ventana balcón. Inspeccioné la casa en una recorrida desgarbada y, por fin, me dirigí a la puerta. Salí al pasillo común del edificio, chapoteé hasta la escalera. Cierto escalofrío me sacudió la nuca al ver que el tramo de bajada había desaparecido por completo debajo del agua turbia. Enfilé hacia arriba. Sentí un alivio al pisar el suelo seco. Un aire de normalidad invadía el pasillo del tercer piso, con su cantero y su ventana angosta y alta de vidrios esmerilados, y su luz suave que traía ese brillo acogedor de las mañanas. Dudé un instante y llamé a la puerta del departamento nueve. Allí vivía Elvira, una señora mayor, muy amable, con la que realmente no tenía mucho trato. Confiaba en que ahora la desventura nos acercaría. Luego de unos minutos, se escuchó su voz cascada detrás de la puerta.

—¿Quién es?

—Soy yo, Elvira. Fernando, del cinco.

—Ah, Fernando —dijo la mujer sintonizando lentamente en la memoria—. Sí, Fernando, esperame un minutito que ya te abro, ¿eh? —y pasaron varios minutos más hasta que la llave comenzó a crujir al otro lado de la puerta.

Elvira tenía una bata de cama que le llegaba hasta los pies, el cabello muy blanco insuficientemente conjurado con un hormigueo de hebillas muy negras y el rostro más avejentado que de costumbre.

—Hola, Fernando. Qué temprano que te levantaste hoy. Parece que no tenemos luz.

Enseguida entendí que la anciana ignoraba por completo lo que estaba ocurriendo. Su vida estaba a punto de cambiar radicalmente, de dar un paso grande hacia el infierno, y yo era el emisario del demonio.

—Pasá, pasá, nene. No anda la luz. Sentate un minutito que voy a levantar las persianas —dijo. Y luego de semblantearme de cuerpo entero, agregó—¿Qué te pusiste? ¿Te viniste en calzoncillos?

Me quedé como un estúpido, parado en medio del comedor sin decidir si hablar o sentarme a esperar que la mujer levantara la persiana y el desastre se mostrara por sí solo; y todo eso mientras comprobaba que, efectivamente, con semejante mañanita me había olvidado ese detalle de vestirme antes de salir. Finalmente no hice nada. Al momento estaba Elvira petrificada frente a la ventana, muda, con los ojos muy abiertos y los labios en leve “o”, viendo como el Río de la Plata discurría mansamente frente a su departamento de Avenida Rivadavia, entre Floresta y Flores. A continuación, comenzó a invocar en voz baja a una legión de santos y vírgenes que iban cambiando de nombre conforme viraba la vista de aquí para allá.

Abajo, en el río, dos chicos muy pequeños flotaban dentro de una piletita inflable muy cerca de unos cuerpos dislocados que ya empezaban a nutrir la superficie. El más grande tenía unos siete u ocho años y trataba de impulsar la improvisada barcaza hacia delante, desde el centro hacia el oeste suburbano. El más chico estaba recostado, con su manito cacheteando el agua, dotado de una alegría patética. Alguien los señaló desde el edificio de enfrente. Se armó un pequeño alboroto y finalmente un hombre mayor, corpulento y al parecer bastante atlético se zambulló de cabeza y salió a nado a cazar a los pibes. Al rato, ya estaban los niños envueltos en sendos toallones, observando la calle desde una ventana.

La vieja, que estaba absorta mirando todo como si fuera la novela de las tres de la tarde, volvió en sí despacio y se metió adentro.

—¿Qué pasó, nene? —preguntó.

—Parece que se inundó la ciudad, Elvira —respondí.

—Ah… ¡Qué barbaridad!

—Terrible.

Elvira se quedó un rato más mirando por la ventana mientras yo me preguntaba por qué razón las personas dialogamos aún cuando no tenemos nada que decirnos, y reflexionaba sobre el modo en que esta práctica irreprimible suele pauperizar la calidad del discurso resultante hasta los límites de la estupidez.

—Y parece que va a seguir lloviendo —agregó, ahora mirando el cielo con las manos en la cintura.

Evidentemente, Elvira había abrazado una teoría equivocada respecto a la causa del desastre. Resultaba claro que la subida de nivel del río debía continuarse en el mar porque de lo contrario no había forma de explicar unas aguas tan mansas, casi sin corrientes definidas. Esta inundación debía ser algún tipo de catástrofe mayúscula. Pero no me pareció pertinente corregir a la anciana cuando me hallaba en su casa, con la vida hecha añicos y la osamenta en calzoncillos, mojados, además, y obstinadamente adheridos a las cosas que hay debajo.

Tomé de la mano a Elvira y la conduje hacia una poltrona vieja que estaba justo frente al televisor.

—Venga, siéntese un minuto —le dije, mientras giraba el sillón hacia la mesa ratona. Me senté frente a ella y me incliné hacia delante para hablar.

—Lo que ha ocurrido es una terrible desgracia, Elvira. A juzgar por lo que veo, Buenos Aires íntegra se ha inundado. Tal vez millones de personas hayan resultado afectadas. Tiene que haber muchos muertos. Ya ha visto usted algunos cadáveres flotando en el río. Esto es un desastre sin parangón. No sé qué harán las autoridades al respecto, pero es seguro que sin ayuda no vamos a poder salir de aquí. Y es muy posible que la ayuda tarde en llegar porque los afectados son muchos.

—¿Y el gastroenterólogo? —interrumpió—. Yo esta tarde tenía turno con el gastroenterólogo. ¿Cómo voy a hacer ahora para ir hasta allá? Con tanta agua no debe haber colectivos. ¿Sabés? —dijo, bajando la voz—. Hace varios días que no voy de cuerpo. Él me da unas pastillitas para el tránsito intestinal que son muy buenas. Son unas pastillitas amarillas que tengo que tomar después de las comidas. Ahora no sé qué voy a hacer, porque las pastillas se me acabaron hace tres días y necesito la receta del doctor. Sin receta no te las venden. Al menos el de la farmacia de acá no te las vende —negó con el índice—. Anoche me tuve que tomar algo porque no daba más. Me sentía hinchada como un sapo y no me podía mover. Además, si pasa mucho tiempo, después se te hace un bolo fecal y tenés que ir a que te lo saquen. Una vez me pasó.

Elvira hablaba lento y con ese acento de película de Enrique Muiño de la década del ’50. Siseaba un poco debido a las ausencias dentales. Debía tener ya más de ochenta años y su edad se hacía evidente en su discurso, en los colgajos de su antebrazo, en la crispación de sus falanges, en las manchas de las manos y en los innumerables pliegues de su rostro.

Me rasqué la cabeza mientras progresaba su parsimoniosa descripción del procedimiento de extracción del bolo fecal, al tiempo que detrás de ella, el ventanal mostraba el tránsito de una curiosa embarcación improvisada con una caja de camioneta o algo así. Estaba repleta de enseres embalados en bolsas de nylon, algunos muebles, un colchón enroscado y cuatro o cinco muchachos que trataban de hacerla progresar en medio de un griterío de indicaciones cruzadas, imperativas, monosilábicas, y plagadas de insultos utilizados como muletilla.

—Escúcheme un poco, Elvira —resolví interrumpirla—. El gastroenterólogo debe estar tanto o más inundado que nosotros, si es que no se ahogó —la vieja se persignó y musitó una plegaria breve—. La farmacia está bajo el agua y debe ser muy difícil conseguir medicamentos en medio de este desastre. Yo le aconsejo que no se preocupe ahora por su constipación porque no sabemos qué vamos a comer cuandose nos acabe lo que tenemos, ni qué agua vamos a tomar cuando se vacíen los tanques del edificio. Yo, personalmente, no tengo siquiera dónde dormir, porque cada vez que pasa un bote, el oleaje hace subir el agua hasta acá —indiqué unos ochenta centímetros con la mano—. Justamente por eso la vengo a molestar. Quería pedirle refugio por unos días hasta que vea qué hago.

Largos segundos después Elvira dio señales de entendimiento.

—¿Vos decís, quedarte acá?

—No tengo dónde dormir. Es por unos días, nada más. Toda mi familia está en Misiones, mis compañeros de la carpintería no sé cómo estarán, supongo que tan desesperados como yo. El taller se inundó, seguro que se inundó. En fin, Elvira, mi única salida es encontrar ayuda aquí en el edificio; y como usted vive sola, pensé que no tendría inconvenientes. Además, puedo ayudarla con todo lo que habrá que hacer dada la situación.

La anciana se quedó muda, imaginando, tal vez, las instancias de su convivencia conmigo. Cuando rompió el silencio dijo:

—¿Y vas a andar así, en calzoncillos?

Bajé la cabeza y me miré la prenda.

—No, no. Esto es una eventualidad. Tuve que saltar de la cama porque el agua la tapó íntegra. Imagínese, cuando vi lo que había pasado, salí al pasillo sin darme cuenta de nada.

—Yo vivo sola desde hace veintidós años, cuando falleció Francisco. Veintidós años y cuatro meses ya. Él tuvo un tumor en la garganta que lo fulminó en dos semanas. Fumaba mucho. Yo le decía: “Francisco, no fumes más que el cigarrillo te va a matar” pero él siempre contestaba: “Morir, nos vamos a morir todos; pero es mejor morir después de haber vivido”. Y seguía fumando. Hasta que se murió, nomás. Porque no me hizo caso… Veintidós años hace ya… Veintidós años y cuatro meses.

Elvira recordaba con la mirada incrustada en medio del aire como si una pantalla invisible proyectara ante sus ojos imágenes lejanas de su vida pasada. Finalmente, me miró.

—Y ahora vos me decís de venirte acá. No sé. Creo que no me acostumbraría.

—Mire, usted no tiene que acostumbrarse a nada porque van a ser unos días nada más —mentí—. Pero, además, para usted va a ser imprescindible que alguien la ayude. Piense en esto: se le acaba la comida en la heladera ¿qué hace? La feria no va a estar más, porque la armaban en la calle; el supermercadito está inundado y con toda la mercadería arruinada; lo mismo la carnicería. ¿Entiende? Usted sola no podría siquiera conseguir algo para poner en la heladera.

—Ah… ¿Y vos cómo vas a hacer?

Y yo no tenía la menor idea, maldita sea. Mi único objetivo era convencer a la vieja para que me tirara un colchón; recalar en algún sitio decente hasta ordenar las ideas. Y más allá de los problemas de abastecimiento, el departamento de Elvira estaba intacto, sequito, precioso.

—Voy a tener que conseguir algo que flote y remontar Rivadavia para el lado de Liniers. En algún momento tienen que aparecer zonas secas, con negocios y todo —yo estaba pensando mientras hablaba—. Con tal de que podamos conseguir un poco de carne y verdura…

—Fijate que esté linda.

—…y agua también. Se pueden traer bidones para el consumo y tratar de usar el agua del río para todo lo demás…

—Yo tomo la de “Manantiales de Mendoza” porque las otras me secan de vientre.

—Además, vamos a tener que ver qué hacemos con el sanitario, porque es seguro que el sistema de cloacas ya no funciona. Seguramente el inodoro no se va a poder usar…

—Bah. Yo ya casi no lo uso.

Hice un silencio largo para ir cerrando la idea.

—Son muchas cosas, Elvira, y usted no va a poder sola con todo. Pero no se preocupe porque aquí estaré yo para ayudarla y a usted no le va a faltar nada.

—Gracias, Fernando. Es una suerte que estés vos; yo no sé cómo haría.

—Lo único que necesito es un lugarcito para tirar un colchón. ¿Qué hay en esa habitación?

El departamento tenía un ambiente principal y dos habitaciones más. En una de ellas dormía la anciana. Yo preguntaba por la otra. Abrí la puerta con cuidado hasta que la sentí chocar contra algo, al otro lado. La habitación estaba repleta de muebles viejos cubiertos de polvo. Dos mesas grandes y una selva de sillas y sillones invertidos apoyados sobre ellas, todo en roble lustrado. Atrás asomaba un aparador en el mismo estilo y varios muebles más, amontonados aquí y allá de un modo tan abigarrado que resultaba difícil ingresar al recinto

—Son los muebles de la casa de mamá —dijo Elvira—. Cuando falleció tuvimos que vender la casa y ¿qué íbamos a hacer con estos muebles tan finos? Los trajimos para acá. Me acuerdo lo que nos costó subirlos. Cómo protestaba Francisco… Pero no los íbamos a tirar, si son carísimos.

Yo me di la vuelta y comencé a buscar un sitio en el comedor.

—Si corremos un poco este sillón, aquí cabe un colchón perfectamente, Elvira. Durante el día lo sacamos y lo escondemos en la habitación de los muebles. ¿Qué le parece?

La vieja hizo silencio y miró con cara de asco el sitio de la idea.

—Entonces vos decís quedarte acá —preguntó afirmando.

—Es lo mejor para los dos.

Elvira se dio vuelta y se marchó a la cocina.

—No desayunamos nada. ¿Querés unos mates?

—Me encantaría.

Dejé a Elvira preparando el mate y me fui al departamento a vestirme, y a traer algunas cosas, incluyendo ropa, un colchón enrollado que guardaba en la parte superior del placard y todos mis ahorros.

Cuando regresé, me encontré a Elvira realmente preocupada, los ojos grandes y las cejas hasta el cielo.

—¿Cómo voy a calentar el agua, nene, si no hay gas?

Conforme comenzaba a ejecutar su rutina, Elvira descubría la real magnitud del problema.

—¡Tiene razón! Pero no se preocupe, podemos improvisar una parrilla en el balcón. Algo así como una cocina a leña.

Elvira dudó.

—¿Y de dónde vamos a sacar la leña?

En su mente aturdida, las carencias comenzaban a aflorar de una en una, como cachetadas de una realidad que empezaba a pegarle en la cara, y esto era suficiente para saturar su capacidad de adaptación. Por un momento imaginé que el imperativo de armar una vida nueva a los ochenta años debía ser como si a uno lo abandonaran en la Luna.

Yo miré de soslayo la habitación de los muebles viejos.

—No se preocupe, Elvira —le dije—. Leña conseguimos.

Hacia media mañana, algunas embarcaciones comenzaron a recorrer las aguas de la avenida Rivadavia. Era un espectáculo curioso verlas allí. Pequeños botes y veleros, seguramente desbaratados en los puertos luego de la crecida, habían sido capturados y rápidamente domesticados por individuos de la más diversa calaña, ignorantes hasta entonces de sus habilidades para la piratería de pequeña escala.

Desde la mañana del primer día hasta dos semanas después de la inundación, helicópteros y aviones recorrieron los cielos de la ciudad emitiendo por altoparlantes diversos comunicados a la población. La recomendación, en resumidas cuentas, era no autoevacuarse y esperar a las cuadrillas de socorro. Durante ese mismo lapso, embarcaciones de la Prefectura y otras tantas menos oficiales transitaron la avenida instando a la gente a abandonar sus hogares y a marchar hacia tierra firme. En este punto, debo decir que no me fue posible sacar a Elvira de allí. La vieja no quería irse y al segundo día de discusiones se metió en la cama aduciendo todo tipo de dolencias improbables que sus mismas actividades contradecían a poco de haber sido esgrimidas.

La mayoría de la gente quiso huir y se marchó con las cuadrillas de salvataje. Pero muchos permanecieron en sus casas y, con el correr de los días, una lenta y progresiva actividad comenzó a enhebrarse entre los despojos de la Buenos Aires sumergida.

Hacia la tercera semana las cuadrillas cejaron, los helicópteros y aviones abandonaron sus esfuerzos y nada más fue visto en el aire hasta tiempo después, cuando otros objetos más extraños comenzaron a surcar los cielos con frecuencia creciente.


2. El Astillero



Mi primera excursión hacia el oeste fue una verdadera decepción. El agua no bajaba, el suelo no subía. Llegué hasta la avenida General Paz pagando el viaje en una lancha de alquiler. Liniers estaba tan sumergida como Floresta. Solo la avenida había quedado seca. Y, para colmo de males, no era posible atravesarla sin dar un gran rodeo porque el agua había anegado todo el espacio debajo del puente. De manera que la avenida funcionaba como un puerto improvisado al que se hallaba amarrado un enjambre variopinto de pequeñas embarcaciones. Sobre una de las manos de la General Paz funcionaba la Feria de Liniers, una toldería de puestos a ambos lados de un carril central por el que fluía un verdadero gentío. La inmensa mayoría de los puesteros eran inmigrantes bolivianos que simplemente habían mudado su actividad de las veredas de Liniers a la avenida. Solo que ahora no encontraban más competencia que ellos mismos.

Nunca supe de dónde y en qué modo esta gente se las arreglaba para mantener sus puestos atiborrados de mercadería, pero lo cierto es que allí era posible hallar de todo casi desde el primer día. Carne, frutas, verduras, huevos, bidones de agua, prendas de vestir; y también cuadernos, libros, lapiceras, calculadoras, relojes, anteojos de sol, clavos, tornillos y latas de pintura. Todo.

Durante los cinco años que duró mi estancia con Elvira, la Feria de Liniers fue el sitio de compras obligado. Y un verdadero bálsamo entre tanta carencia. Aunados por la desgracia, todos éramos locuaces, y la feria era el lugar de intercambio de información en ese estado de ignorancia que nos imponía la falta de electricidad y la ausencia de periódicos.

—Parece que un meteorito impactó en la Antártida y desplazó hacia el océano un tercio de los hielos continentales —decía alguno. Pero “un tercio” era a veces “dos tercios” y otras veces, “la mitad”. Y el meteorito era a veces “una mega erupción” y otras veces “un atentado terrorista con armas nucleares en la base de apoyo de una gran placa de hielo continental”. Nadie sabía lo que había pasado y la ausencia de certezas engendraba una sarta de fabulaciones donde cualquier hijo de vecino hablaba del permafrost y las placas tectónicas con la soltura de un experto. Y cuanto más disparatada era la teoría, mayor era la seguridad del orador. En el extremo de este espectro estaban los predicadores. Ya desde la primera semana era común verlos pasar en sus pequeños botes. Hombres y mujeres amuchados, con sus camisas abrochadas hasta el cuello o sus polleras hasta los tobillos, gritando a viva voz:

—¡Arrepiéntanse! ¡El día del Señor está cerca!

El verdadero problema de la feria era el costo de la lancha. Al tercer día, el viaje ya costaba el triple. Si uno era mecánico, dentista o profesor de semiótica, no tenía más remedio que pagar. Pero un carpintero de oficio comenzaba a pensar en fabricarse un bote.

Al Tano Caprioli me lo encontré dos semanas después, en Rivadavia y Murguiondo, remando montado sobre un tablón de algarrobo.

—¡Tano! —le grité desde la lancha— ¡Tanito! ¡Acá! ¡Yo!

Recuerdo que me tiré de la lancha y nadé a su encuentro. El Tano y yo habíamos montado la carpintería hacía unos años y, junto con el Negro Ledesma, la habíamos sacado adelante fabricando muebles de cocina, a puro pulmón.

El Tano era un hombre franco y muy instruido y, además de trabajar a la par nuestra, diseñaba todo lo que hacíamos. Era muy curioso y se pasaba las noches conectado a la red buscando innovaciones y diseños.

—¡Qué alegría verte, Fernando! —vociferó, con una emoción inusual en él—. Ya estamos los tres. Al Negro lo tengo ubicado en el departamento de la madre. ¡Ya estamos los tres! Qué alegría, che. Pensé cualquier cosa. Yo casi me ahogo.

En ese momento acordamos una reunión cumbre en casa de Elvira para decidir entre los tres el destino de la empresa.

Y fue allí, abrazados al tablón de algarrobo, mecidos por el oleaje suave del río, o tal vez del mar; cuando un retumbar creciente surgió del cielo despejado. Callamos y miramos hacia arriba, buscando la fuente del sonido. Desde el norte, volando bajo, avanzaba una extraña estructura. Era una suerte de estrella de tres rayos unidos en el centro, a 120º uno de otro. Toda la formación giraba lentamente en sentido horario. Cuando el objeto se acercó, notamos claramente que cada rayo era en realidad un objeto independiente. Ya sobre nuestras cabezas, los tres se separaron y se hizo evidente su naturaleza. Eran aviones a reacción de forma triangular, indudablemente muy sofisticados. De hecho, nunca habíamos visto esos diseños ni siquiera por televisión. Una vez separados, sobrevolaron la ciudad realizando movimientos imposibles. Por un momento pensé que no eran de origen humano. Durante treinta segundos se movieron a baja altura desplazándose como moscas, hacia delante, hacia los costados o aún hacia atrás, deteniéndose brevemente aquí y allá para tomar rápidamente nuevas posiciones. Finalizado su espectáculo acrobático, se volvieron a formar como al principio y se marcharon raudamente hacia el sur, girando ahora en sentido antihorario desde nuestra posición.

—¿Qué fue eso, Tano?

El Tano siguió mirando el cielo donde ya casi nada se veía.

—No tengo la más puta idea.

Ese sábado: reunión en casa de Elvira. Fue una verdadera alegría reencontrarnos los tres después de tantas peripecias. Cada uno contó su historia, tomamos cerveza y comimos carne, asada sobre las brasas de roble.

Elvira estaba contenta. Iba y venía trayendo cosas a la mesa y ya casi había dejado de lamentar la tercera silla de su madre, inmolada en mor de la comida.

—Bueno, muchachos —arrancó el Tano, finalmente—. Creo que la elección es clara: nadie va a comprar un juego de cocina por mucho tiempo en cincuenta kilómetros a la redonda. La gente necesita cosas que floten; botes, barcazas, balsas, pequeños veleros. Y nosotros somos carpinteros.

Bebió un trago y remató.

—Tenemos que abrir un astillero.

El Negro me miró buscando aliados e interpuso sus objeciones.

—Pero, ¿quién sabe cómo se fabrica un barco? Yo no sé. No debe ser tan fácil. Deben existir técnicas que no conocemos, pequeños detalles de construcción, un… know how… —agregó, aproximando el inglés como un ladrido lento.

El Tano bufó.

—Pero dejate de joder, Negro. No puede haber tanto misterio. Si la madera flota sola. Hay que saber cortarla, lijarla, encastrarla, encolarla y masillarla. Y nosotros sabemos todo eso. Es cuestión de conocer la formita a la que tenemos que llegar. No puede haber tanto misterio, che.

Traté de moderar la disputa dándole un poco de razón a cada uno.

—Coincido en que tenemos que aprender cosas, pero yo tampoco veo otra salida. Podemos hacer una prueba piloto, un primer botecito para ver cómo nos sale. Y que todos los problemas aparezcan allí.

Acordamos ocupar alguno de los innumerables pisos abandonados durante la evacuación, preferentemente a nivel del agua, para instalar el taller allí y realizar las primeras pruebas. Era conveniente buscar un sitio en alguna avenida principal porque por allí pasaban las diez o quince líneas eléctricas que las autoridades habían improvisado en la emergencia fijando los cables en los techos de los edificios.

Al mes estábamos botando la primera embarcación. La deslizamos hacia el río conteniendo el aliento y el primer problema no tardó en presentarse. La barcaza no se hundía, pero tenía filtraciones en las uniones y se formaba un charquito de agua permanente en su interior. Al rato ya se estaban desprendiendo las primeras cascaritas de masilla.

Nos quedamos los tres observando el desperfecto, tratando de identificar la naturaleza del problema.

—No tuvimos en cuenta la presión —dije yo—. ¿Cuántos kilos por centímetro cuadrado tiene que soportar la superficie? Debe haber una presión tremenda, si el bote pesa como mil kilos.

—No pesa mil kilos.

—Bueno, ochocientos. Ochocientos kilos, en ¿cuántos centímetros cuadrados de superficie? El Tano hizo sus cuentas.

—Debe tener…tres por siete… veintiún metros cuadrados.

—Son veintiún mil centímetros —dije yo—. Mil kilos en veintiún mil centímetros nos da… —Cincuenta gramos por centímetro cuadrado —dijo el Tano.

Mi teoría se derrumbaba.

—No puede ser, si ahí hay una presión tremenda. Debe estar mal la cuenta. —insistí.

—Paren —intervino el Negro—. Cada metro cuadrado tiene diez mil centímetros. Veintiún metros no son veintiún mil centímetros sino doscientos diez mil.

—Ahí tenés. ¿No te dije? Estaba mal la cuenta. Entonces, mil kilos en doscientos diez mil centímetros son…

—Cinco gramos cagados —dijo el Tano.

Repasé la cuenta tres veces y aprobé en un susurro.

—Cinco gramos… ¿Cómo puede ser?

—La presión no es.

Nos quedamos mudos mirando el charquito dentro de la “prueba piloto”.

Con tono de haberlo sabido siempre, el Negro apuntó al bote con la palma hacia arriba. —El agua filtra por capilaridad —arriesgó.

Lo miramos como si hubiera invocado la Relatividad General y volvimos la vista al bote sin decir palabra. El Tano se sacó el lápiz de la oreja, se la rascó y volvió el lápiz a su sitio. Finalmente, dio su veredicto.

—Me parece que lo masillamos para la mierda.

Unos días después, un paraguayo de la feria nos daba la receta.

—Tenés que ponerle recubrimiento impermeabilizante —dijo—; ese que se usa para que los techos no se lluevan. Varias manos, dale. De adentro y de afuera, dale.

Yo ignoro cuánto sabría el paraguayo, pero la cosa funcionó. Entusiasmados, hicimos los preparativos para un paseo inaugural hacia lo que fuera el centro de la ciudad. Desde la inundación, nunca nos habíamos dirigido al centro. Sabíamos que había quedado una pequeña isla en Caballito, y otra en Barracas, más chiquita. Eran las únicas zonas secas hacia el este. Al norte había sobrevivido casi todo el barrio de Devoto, pero era una complicación llegar allí porque los botes encallaban varias cuadras antes de la zona seca. Hacia el sur había quedado una franja alta sobre avenida Alberdi, pero igualmente inundada. Llevamos mate y una fuente repleta de tortas fritas que nos había preparado Elvira; y allí salimos, mateando y remando hacia el este.

—Dos pesos me costó la lata de impermeabilizante —dijo el Negro.

—¿La conseguiste en la feria?

—Si. Me la vendió un boliviano de los puestitos. Si me la cobraba el triple se la pagaba igual. Yo no sé, estos tipos no se avivan. En una ciudad inundada, una pintura impermeabilizante tiene que valer oro. Dos pesos me la cobró. Una bagatela. Por eso nunca salen adelante —hizo un silencio—. Son “bolitas”, ¿qué querés?

—Callate, racista —lo reprendió el Tano.

—¿Yo qué dije?

—Tiene razón el Tano. Sos un racista de mierda —dije yo—. Negro y racista.

—…Si yo no dije nada.

—Vos cuidate, que en cualquier momento nos invaden los guatoé —el Tano hablaba sin dejar de mirar el río.

—Ah, sí. Algo escuché… —dijo el Negro, y chupó el mate.

Yo no tenía la menor idea de lo que estaban hablando.

—¿Qué son los guatoé?

El Tano me miró de reojo.

—Pero ¿vos vivís adentro de una lamparita?

—Quemada —dijo el Negro, y volvió a chupar.

Durante un largo rato, aquellos amigos me instruyeron sobre la extraña historia de unas tribus que habitaban el Gran Pantanal, en el sur del Brasil. Con el incremento de las cotas oceánicas, toda la geografía del continente estaba cambiando y estos pueblos, perfectamente adaptados a la vida semi acuática, comenzaron a extenderse hacia otras regiones. Según los informes, algunos grupos estaban migrando hacia el sur por el río Paraguay y ya habían sido vistos en el Paraná a la altura de Resistencia, flotando río abajo sobre enormes camalotes.

—Nadan como delfines, comen el pescado crudo, recién sacado del río y beben ese agua sin que les haga nada —el Tano hablaba siempre observando el río como si los estuviera viendo allí—. Parece que son peces esos tipos.

Por un momento, recordé mi niñez en Misiones, y las historias que mi abuela me contaba cuando era pequeño. Uno de mis relatos preferidos narraba la historia de un pueblo de hombres-pez que habitaba en los vastos esteros del río Paraguay, bien al norte. Tenían patas de pato, escamas y aletas de pescado, pero eran hombres como nosotros, que hablaban reían y lloraban. De chico, yo los dibujaba. Los tengo en mi memoria junto a los “Cuentos de la Selva”. Ahora me preguntaba si no habría algo de cierto en aquellas historias legendarias.

—Se calcula que en unos meses más los tendremos por aquí, desembocando en el estuario sobre sus islas flotantes —dijo el Tano. Luego guardó silencio porque el paisaje comenzaba a ser sagrado.

El atardecer de Buenos Aires inundada era una exaltación a la melancolía. La barcaza se mecía lentamente, abriéndose paso sobre una lámina de oro. Conforme avanzaba hacia el oriente, la ciudad se iba despoblando y el chasquido de los remos se iba quedando solo. Hacia las siete de la tarde desembocamos en un ancho espejo. La Plaza de Mayo era un abismo varios metros debajo de nosotros. La Casa de Gobierno había desaparecido casi por completo y Puerto Madero era una planicie de agua raleada de pináculos agonizantes. Más allá, la inundación ya era el mar.

Dimos la vuelta despacio, absortos en un silencio de templo y volvimos por Corrientes, la tumba de los teatros. Más adelante, amarrados a la afloración de un Obelisco absurdo, se había emplazado un revoltijo de casillas sobre balsas. La estructura daba toda la vuelta al monumento y se cerraba sobre sí misma. Allí medraban unos individuos torvos y sufrientes, afortunados supervivientes de los conventillos.

La noticia de los guatoé no solo hablaba de unos pueblos exóticos al otro lado del trópico; contaba también una historia diferente. Eran los primeros indicios de un mundo que estaba cambiando de forma; de una Tierra que mutaba con su ritmo lento, donde cosas terribles estaban ocurriendo también tierra adentro. Terribles y desconocidas. Tuve ese vislumbre aquella tarde, y todos los sucesos que siguieron serían la confirmación de mi sospecha.


3. La masacre de las barcazas



El astillero tuvo un éxito rotundo y al cabo de tres meses ya no dábamos abasto para cumplir con todos los pedidos. A los seis meses, ya tenía mi propia embarcación. Era un velerito de ocho metros con todas las comodidades que se pudieran instalar en ese espacio reducido. Monté una rampa para que Elvira pudiera subir a bordo desde el balcón. De vez en cuando la llevaba a la Feria de Liniers para que caminara un poco mientras hacía las compras. No podíamos quejarnos. Cierta retorcida forma de normalidad imperó en nuestras vidas durante los dos primeros años después de la inundación.

Por el techo del edificio pasaban los cables del tendido de emergencia y, con un poco de ayuda especializada, llegamos a los fusibles de la casa con 220 hermosos voltios de corriente alterna.

Unos meses después nos abandonó el Negro Ledesma. Se marchó con unos tíos que vinieron a buscarlo desde Tucumán. Se fue con toda la familia y su parte de la empresa. En ese tiempo, mucha gente estaba migrando hacia las zonas secas.

La televisión estuvo un mes emitiendo ruido eléctrico. No era el aparato ni la antena. Sencillamente, no había nadie transmitiendo. Después apareció un canal de Olavarría que transmitía desde las once de la mañana hasta las doce de la noche.

En contra de lo que cabría suponer, la vuelta de la televisión no mejoró mucho nuestro conocimiento acerca de lo que había ocurrido. El canal transmitía series y películas. Había un solo informativo a las veinte que parecía estar tan carente de datos como nosotros. Supe, sí, que después de un altruismo inicial, comenzaron a producirse escaramuzas en distintos sitios entre los innumerables refugiados y los habitantes locales. Supe, además, que el clima estaba cambiando drásticamente y que las ciudades mediterráneas debían soportar graves sequías, tormentas extremas, granizo y vientos huracanados. La región andina vivía una oleada de grandes sismos que, al parecer, era global. Los expertos mostraban las placas continentales como balsas flotando sobre el manto, y explicaban que la drástica redistribución del peso del agua sobre las mismas estaba provocando el ligero ascenso de unas y el hundimiento de otras, incrementando la cantidad e intensidad de los sismos en todos los puntos de contacto.

Pero nada se sabía de todo lo demás. Nunca se mostraban imágenes de sitios lejanos, ni se hablaba de economía ni de política. Solo escaramuzas locales y asuntos policiales. Y nadie mencionaba las irrupciones de los aviones triangulares que cada vez se hacían más frecuentes.

Un año duraron las transmisiones. Luego regresó el ruido eléctrico, y estuvimos varios días con el aparato encendido, mirando la niebla, esperando el retorno de la imagen.

Hacia el año segundo después de la crecida, las líneas eléctricas de emergencia se murieron. La noche volvió a ser la noche y nada más ocurrió hasta el día de la gran tormenta.

Suelo vanagloriarme a menudo por haber presagiado el desastre. La tarde se había oscurecido demasiado. Las nubes eran más negras y el aire más pesado. Un viento fuerte comenzó a soplar desde el mar. Me di cuenta de que, finalmente, nuestra “Venecia” era un archipiélago en medio del océano, y que la tormenta podía ser un maremoto. Convencí a Elvira y nos mudamos velozmente al departamento de arriba. Para ese entonces, todo el edificio estaba despoblado. Llevamos lo que pudimos, colchones, mantas y dinero, y allí nos quedamos a esperar que amainara. Amarré el velero un piso más arriba y até el mástil principal a la baranda del balcón para impedir que se ladeara. Hacia las diez de la noche comenzó a crecer el tamaño de las olas. Salí al balcón y me colgué de la baranda para espiar hacia abajo. Las olas ya cubrían todo mi departamento y besaban la losa del balcón de Elvira. Un rato después, la primera ola rebasó el nivel y la siguiente llegó hasta la mitad de la ventana. El desastre se había consumado. No quise ver más. Me metí adentro y cerré todo.

—¿Llueve mucho, nene?

—Bastante, Elvira.

—No me acuerdo si cerré la ventana de la cocina.

—No se preocupe por la ventana de la cocina, Elvira.

—Espero que no nos entre el agua…

—…

—Mañana voy a tener que secar todo…

—…

—¿Habrá entrado mucha agua?

La vieja estaba asustada y ya había adivinado que mi parquedad era un mal presagio.

—Quédese tranquila, Elvira. Dejemos que pase la tormenta. Ahora durmamos y mañana vamos a mirar.

Acostar a la anciana en el piso fue un desafío. Y hacerla dormir allí, una odisea.

—Acá hay bichos, nene.

—No hay bichos, Elvira. Duerma.

—Yo siento que me caminan por la cara.

—…

—¿Habrá baño acá?

—Ahora aguántese un poquito, Elvira.

—Tengo que ir de cuerpo.

—¡¿Justo ahora tiene que ir de cuerpo?! ¡Hace dos semanas que no caga!

—¡Bueno, che!

A la mañana siguiente, bajé solo a sopesar el estropicio. El vidrio del ventanal estaba roto y la persiana de madera se había descalzado. La marca del agua llegaba casi al techo. Sobre el suelo se hallaban, absolutamente enlodados, todos los objetos de la casa. Traté de evitar que Elvira viera eso, pero iba a ser difícil convencerla de que, a partir de entonces, debíamos quedarnos en el piso de arriba. La preparé previamente con una descripción cruda y detallada del desastre. Luego bajamos y abrimos la puerta. La vieja dio tres pasitos y se detuvo. Sé que realizó un esfuerzo para no mostrar preocupación.

—¿Se habrá mojado mucho el sillón doble de mamá? —dijo.

En ese momento comencé a escuchar un rugido grave. Salí al balcón y miré al cielo. Desde el norte avanzaba una verdadera escuadra de aviones triangulares. Era una línea horizontal de cinco estrellas formadas por cinco aviones cada una, y cada estrella pentagonal giraba en sentido horario. Al llegar, rompieron la formación y comenzaron sus movimientos quebrados a no más de cincuenta metros sobre nuestras cabezas. Uno de ellos se posicionó justo encima de nosotros. Su fuselaje era un triángulo equilátero perfecto y hacia el centro llevaba una insignia desconocida, consistente en un triángulo equilátero verde inscripto en un círculo azul. En ese momento se deslizó una portezuela en el piso del avión y comenzaron a caer unos bultos cúbicos sobre el agua. Apenas los paquetes chocaban con la superficie, se disparaban cuatro airbags esféricos que los mantenían a flote. Durante cinco minutos los “triángulos” permanecieron distribuyendo su carga entre los canales. Luego se agruparon en un punto del cielo, se formaron como al principio y regresaron por donde habían venido.

Me quedé inmóvil sujeto a la baranda observando cómo uno de esos bultos flotaba a escasos metros de mi posición. Hacia ambos lados de la avenida se veían muchos más. Eran cubos plateados de casi un metro de lado recubiertos con un grueso film de nylon. Pasaron varios minutos y ninguno de los que estábamos mirando se atrevió a acercarse a los paquetes. Yo pensé: “Si es una bomba, ya estamos todos muertos”, de manera que salir a inspeccionar no podía implicar un mayor riesgo.

El enigma se develó rápidamente: los bultos eran simple ayuda humanitaria. Contenían dos colchonetas inflables, varias mantas, alimento no perecedero, agua potable, un bidón con combustible, un pequeño botiquín y varios artículos más. Ninguno de los objetos contenía más identificación que la descripción de su contenido escrita en varios idiomas y la misma insignia del triángulo dentro del círculo.

El evento fue, además, un indicio acerca de la naturaleza de los “triángulos”, que hasta ahora solo se habían limitado a observarnos de tanto en tanto. Tal vez se trataba de alguna organización internacional de ayuda humanitaria, pero era extraña la tecnología que tenían, más cercana al secreto militar.

Después de la tormenta, Elvira comenzó a desmejorar. Se pasaba el día en la cama aquejada de dolores en el vientre y las articulaciones. Tenía serios inconvenientes para evacuar y mi vida se fue transformando en la de una enfermera de hospital. Me pasaba los días luchando para que fuera de cuerpo y conjurando de tanto en tanto los escatológicos triunfos. A veces se levantaba y hacía algunas cosas. Entonces pensábamos que ya se había curado, pero a los pocos días volvía a meterse en la cama y, otra vez, varios días constipada. Recuerdo haber hecho de todo para vaciar sus intestinos, incluyendo darle de beber el agua del canal.

Para ese entonces la feria de Liniers había entrado en crisis. Las cosas empezaron a escasear y muchas veces debíamos comer lo que encontrábamos, lo que también colaboraba con la constipación de Elvira. Con la declinación de la feria, se derrumbó también la actividad del astillero, porque nuestros principales clientes eran los puesteros.

Tuvimos una crisis económica local. Los pocos insumos que se conseguían costaban un dineral y nadie tenía un peso. Finalmente la comida desapareció y la feria cerró sus puertas.

Hacia el año cuarto después de la inundación, la gente ya vivía de la pesca, el agua de lluvia y las pequeñas huertas emplazadas en las terrazas y los balcones más altos. Para ese entonces, algunos sujetos comenzaron a llegar a la ciudad desde el continente.

El regreso del Negro Ledesma me sorprendió lavando mierda en la orilla del canal. Lo tuve que mirar tres veces. Su estado era lamentable. Había adelgazado como treinta kilos, él, que ya era flaco. Tenía la piel del rostro adherida a los pómulos y un estado general desesperante. Vestía casi harapos y apenas podía mover su bote de chapa oxidada. Parecía un cadáver, el Negro.

Lo ayudé a bajar del bote. Me sonrió de un modo aterrador. Le faltaban casi todos los dientes. —¿Qué te pasó, Negrito?

El hombre me abrazó y se puso a llorar desconsoladamente.

—¡Qué suerte que pude llegar!

Miraba todo y me volvía a abrazar.

—¡Ya estoy acá! ¡Ya estoy acá! —y lloraba—. Te quiero, Fernando —y lloraba.

Lloraba y me abrazaba emocionado como si yo fuera Dios en medio del Paraíso. Yo, que estaba lavando mierda en la orilla del canal.

Al rato tomábamos mate sentados en el velero. Allí, el Negro me contó las cosas terribles que estaban sucediendo tierra adentro.

—Nos estábamos muriendo todos, Fernando. Nos estábamos muriendo. No hay comida que comer, ni agua para tomar. La tierra se secó como una piedra. La gente comenzó a enloquecer y todo el mundo está en guerra contra todos. Es una guerra por el agua y la comida. ¿Entendés?

El Negro hablaba lento, pensando cada frase y mirando el río. A veces hablaba en pasado y a veces en presente.

—Después llegaron las epidemias. Fue terrible. Ahora mismo una gripe de mierda nos está matando a todos. Pueblos enteros arrasados por la gripe. La gente se muere en tres días. Y nadie los ayuda. No hay nadie que pueda ayudar.

—Pero ¿todo esto que me contás fue en Tucumán, ahí, en San Miguel?

—San Miguel no existe más. La quemaron los “triángulos” cuando se extendió la epidemia. La incendiaron con todos adentro. Yo me fui el día anterior. Vi el incendio desde los cerros. Un espectáculo monstruoso. Por esos días quemaron muchos pueblos. Cuando se extendía la epidemia, los quemaban. La mitad de las ciudades ya no existe.

—¿Y las autoridades…?

El Negro sonrió tristemente.

—Claro, ustedes acá no saben nada. —Hizo un silencio para buscar las palabras. —No hay autoridades, no hay nación. Los países ya no existen. Los únicos que se ven haciendo algo son los “triángulos”. Y no sabemos quiénes son ni qué pretenden. A veces nos ayudan y a veces nos matan.

Hizo un silencio y jugueteó con la bombilla entre los labios.

—…Al final, la lucha es por la comida. Cundieron prácticas caníbales. No había otra cosa que se pudiera hacer. Es eso o morir… Era eso o morir. Fue horroroso, Fernando. La gente mata a otras personas para comerlas.

Se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Entre llantos, dijo lo peor: —…Y yo también maté… Y yo también comí…

No pudo seguir.

El Negro se había venido caminando desde Tucumán. Siempre huyendo de un pueblito para afincarse en el otro. Al final, los pies lo trajeron hasta nuestro edificio, como si fuera un caballo de alquiler que vuelve solo al mismo establo.

De común acuerdo con Elvira, resolvimos que se quedara con nosotros. La vieja no estaba para negarse, pero creo que su decisión fue sincera. No podía creer que estuviera tan flaco. Por si acaso le di al Negro un blíster completo de amoxicilina que me había llegado en el paquete de los “triángulos”. A los dos meses había engordado como diez kilos y ya se le empezaba a ver la cara. Le conté que al Tano no lo veía desde que habíamos cerrado el astillero. Le conté del maremoto y del cierre de la feria de Liniers. Todas las tardes salíamos a tomar mate en el velero. Elvira ya no venía; después de la mudanza al piso cuarto, el velero había quedado muy abajo y no se animaba a descender la escalerita.

Después del regreso del Negro, la inmigración se intensificó. Todos los días llegaban individuos solos y flacos, flotando en botes o tablones. El Negro los miraba con recelo.

—Espero que no nos traigan la peste —decía—. Estos son los que te matan y te comen. 

Para mí, solo era gente desesperada luchando por sobrevivir.

Una tarde llegaron tres barcazas repletas de inmigrantes provenientes de las zonas secas. Habría cien personas en cada barcaza; mujeres y niños, la mayoría. Su estado era desesperante. Avanzaban desde el oeste a fuerza de remo por el canal de la avenida. Salí al balcón a mirar el espectáculo. Aún restaban cosas que no había visto.

Desde el fondo del canal, un bulto enorme y oscuro emergió suavemente. Era claro que no se trataba de un animal porque en el lomo tenía una escotilla. La portezuela se abrió y del vientre de la máquina comenzaron a salir sujetos ataviados de un modo que causaba espanto. Calzaban un traje blanco y suelto que no dejaba piel expuesta. Llevaban sobre la cabeza una escafandra cuadrada con un visor al frente. Desde la parte trasera de la escafandra salían dos mangueras que se conectaban a sendos tubos montados en la espalda. Todos estaban armados. Ninguno hablaba.

Saltaron del objeto y fueron tomando posición en los balcones de los edificios, a nivel del agua, hacia uno y otro lado del canal, formando un cordón a ambos lados de las barcazas. Uno de ellos se apostó justo debajo de nosotros, en el viejo departamento de Elvira. Instantes después, seis “triángulos” aparecieron en el horizonte. Se acercaron raudamente en formación y luego se dispusieron a ambos lados de la flota de barcazas.

Un minuto antes del caos intuí lo que iba a ocurrir. Bajé corriendo las escaleras y salí al balcón donde estaba apostado el centinela. El sujeto se sobresaltó, pero nunca me apuntó con el arma.

—¡No lo hagan! —le grité—. Por favor, no lo hagan.

Demasiado tarde. Giré la cabeza para ver el espanto. Los seis “triángulos” comenzaron a disparar llamaradas de fuego contra las barcazas. Toda la gente ardió en el acto, retorciéndose y gritando de terror. Varios individuos se tiraron al agua pero fueron rápidamente acribillados por los centinelas desde los balcones; e inmediatamente, otros uniformados se ocuparon de devolver los cadáveres al fuego.

Enloquecido por lo que estaba viendo, volví el rostro hacia el centinela que estaba junto a mí, lo tomé de los hombros y comencé a increparlo espasmódicamente.

—¿Por qué hacen esto? ¡Hijos de puta! —le grité.

El centinela no reaccionó. Solo se dejó zarandear. Me sorprendió su falta de respuesta. Me detuve y traté de espiar su rostro detrás del vidrio. No era el rostro de un soldado invasor. Era un hombre moreno y canoso. No aparentaba menos de cincuenta años. Tenía la mirada triste de la desesperanza. Sus ojos me explicaban todo. Me decían que el mundo se moría, que todo se estaba yendo por la esclusa. Eran los ojos de aquel que conoce los detalles del Apocalipsis. Eran los ojos de un hombre que lloraba.

Por cinco segundos nos miramos. Luego se apartó y se zambulló en el agua. Cuando todos los inmigrantes estuvieron muertos, los “triángulos” apagaron el fuego y se marcharon. Uno a uno los centinelas saltaron por la escotilla, el submarino se hundió y ya no volvimos a verlo.

La masacre de las barcazas ha quedado por siempre grabada en mi memoria. Pero mucho más profunda fue la marca que me dejaron esos ojos del hombre del submarino, llorando detrás de la escafandra.



4. La Villa de las Balsas



Era sorprendente que, después de tantas idas y venidas, Elvira conservara su costurero. Tenía agujas de todos los tamaños, cantidades industriales de hilo de coser, una tijerita y un dedal. Cuando estaba bien, la vieja quería hacer cosas y nosotros preferíamos que se quedara sentadita allí, sin molestar. Finalmente tuvimos la idea de darle las velas del velero para remendar. Las velas estaban siempre rotas porque después de tantas batallas, se habían convertido en una colección de parches sobre parches, confeccionados con telas de cualquier tipo. Elvira no solo reparó las velas viejas sino que se fue fabricando un juego nuevo. Eso sí, no dejaba de quejarse de la vista.

—¿Me enhebrás la aguja, nene, que con estos anteojos no veo nada? —decía. Y yo no sé si veía o no veía, pero hacía unas costuritas hermosas. Cosía y hablaba. Nunca paraba de hablar.

—En el colegio teníamos “Corte y Confección”. Cuando era joven, yo me hacía toda la ropa… 

Pese a no haberlo explicitado nunca, el Negro y yo nos habíamos dividido las tareas del único modo posible. Yo me quedaba en casa porque Elvira ya no se podía quedar sola. Y aprovechando mi sedentarismo obligado, mantenía una huerta en la terraza del edificio. Allí cultivaba yerba mate y algunas otras cosas. Cada vecino cultivaba lo suyo y después intercambiábamos productos. La yerba no era de lo mejor, pero el mate se podía tomar. Además, monté una batería de recipientes diversos colgando de todos los balcones para la recolección del agua de lluvia. El agua era vital y si vivíamos era porque llovía.

El Negro, por su parte, salía a la mañana a pescar con el velero, mar adentro. La pesca siempre era buena. Había mucha pesca y pocos pescadores. Siempre llegaba con una buena captura de merluza, mariscos, cazón y algunos otros bichos que no sabíamos qué eran. Pero no tenía sentido pescar mucho porque no había cómo conservarlo. La mayoría de lo que se pescaba estaba destinado al trueque. En el camino de vuelta, el Negro intercambiaba todo y llegaba al departamento con unos pocos peces y una buena dotación de tomates, lechuga, papas y cebollas. La verdad es que comíamos como reyes, con el pescado recién sacado del agua y las frutas y verduras recién cortadas. Y cruzando el canal de Rivadavia, había un alemán que cultivaba especias…

A su manera, esos días eran felices. Solo empañaban la calma la incertidumbre de la lluvia, y el progresivo desmejoramiento de Elvira, que ya tenía ochenta y cuatro años. Con el Negro teníamos toda la tarde libre y solíamos sentarnos a tomar mate en la terraza, en medio del yerbatal, mirando el horizonte desde arriba. El Negro me contaba que alrededor del Obelisco ya se había montado una villa sobre balsas. Era una plataforma de cuarenta o cincuenta metros de diámetro de balsas entretejidas unas a las otras. En el centro afloraba el Obelisco como un mástil. Allí se había instalado un barrio de casillas precarias donde vivía una verdadera multitud. Más allá, mar adentro, estaban los camalotes de los guatoé.

—No sé cuántos hay. Yo tengo contados cuatro o cinco camalotes, pero creo que toda la desembocadura está plagada. Para donde vayas, ves alguno a lo lejos, y nunca sabés si es otro o si es el mismo que ya viste.

En torno a los guatoé se había tejido una suerte de leyenda urbana. Se hablaba de hombres que se comportaban como peces, vivían en el agua y contaban con algunos rasgos anatómicos curiosos.

—Dicen que tienen una piel entre los dedos que les llega hasta el primer nudillo —decía alguno—. Por eso nadan como nadan.

—Yo vi uno, una vez, flotando cerca de los primeros edificios —decía otro—. Tienen la espalda anchísima y una membrana que les une los dedos, como si fueran patos.

Lo cierto es que los guatoé vivían su vida lejos de nosotros y nunca se contactaban.

Fue una de esas tardes de mate en la terraza cuando el agua empezó a subir de nuevo. No eran olas que subían y bajaban sino una crecida suave, continua y veloz. Me di cuenta porque empecé a escuchar el griterío.

—¡Che, Negro, está subiendo el agua!

El Negro se puso de pie y se asomó por la baranda de la terraza. El agua subía rápidamente, varios centímetros por segundo.

—¡Tengo el velero amarrado con la rienda corta! —dijo—. ¡Si sigue subiendo el agua se nos va a volcar!

—¡Tengo que sacar a la vieja! —respondí.

Salimos corriendo escaleras abajo. Cuando llegamos al departamento el agua ya estaba adentro, y seguía subiendo. La situación del velero era crítica. Se había ladeado mucho y en cualquier momento se volcaba. El Negro salió a la carrera con un cuchillo para cortar el amarre y liberarlo. Yo entré a la habitación de la vieja con más de un metro de agua. Elvira estaba desmayada flotando boca abajo.

—¡Elvira!

La saqué como pude y salí nadando por la ventana. La tiré en el velero, que ya flotaba libre, y atrás la seguí yo. Nos quedamos mudos observando el desastre. El mar había enloquecido y el agua no paraba de subir. Sobre la superficie, flotaban innumerables objetos que salían disparados hacia arriba desde todas las ventanas. Entre ellos vi pasar nuestra mesa, nuestras sillas y todos los muebles viejos que Elvira atesoraba en su antiguo departamento del piso tres.

La vieja se encontraba en un estado desesperante, desmayada sobre el charco del piso. La llevamos adentro de la cabina y la recostamos en una cucheta. Después, el Negro salió a cubierta para tratar de conducir la nave y yo me quedé allí, inclinado sobre el cuerpo de la anciana.

Al rato, Elvira abrió los ojos.

—¡Elvira! Descanse, Elvira, ya pasó.

La vieja inclinó la cabeza hacia un costado y se quedó mirando la superficie del agua. —Miraaá, neeeene… el sillón doble de mamá…

Chistó. Luego, se lamentó en un susurro.

—Este fin del mundo de mierda… que no se termina más…

Exhaló el poco aire que le quedaba y ya no volvió a respirar.

Me largué a llorar sobre el cuerpo muerto de la vieja. Lloré como nunca pensé que lloraría. Varias imágenes de mi vida con ella fueron desfilando por mi mente, alimentando el llanto: “Qué temprano que te levantaste Fernando” … “¿Vas a andar así, en calzoncillos?” … Me di cuenta entonces de que en ese mundo de agua y de carencias, velar por el bienestar de Elvira había sido mi único objetivo, y que ahora me encontraba desnudo, sin saber qué hacer ni para qué.

La mano del Negro en mi hombro me trajo de vuelta.

Envolvimos el cuerpo con unas mantas viejas y lo arrojamos por la borda.

Segundos después, un detalle curioso me hizo sonreír sobre las lágrimas.

—Mirá si será testaruda la vieja, Negro —dije—. Muerta y todo como está, se va flotando para el lado del sillón.

Nos quedamos inmóviles en medio del agua sin decidir qué hacer. El paisaje me recordaba la primera crecida, cinco años atrás, pero ya no había gente asomada en los balcones de los edificios. Solo algunos cadáveres flotando en el agua y un cementerio de penachos deshabitados. Sin gente con quien intercambiar nuestra captura, nos íbamos a pasar la vida comiendo pescado. El Negro enfiló para el lado del mar. Navegamos en silencio sobre el lomo de la ciudad sumergida. Ya no se distinguían las calles y costaba adivinar la antigua geografía. Solo quedaba un páramo de témpanos vidriados, alguna embarcación a la deriva y un silencio sepulcral.

Adelante, hacia la izquierda, divisamos la Villa de las Balsas abrazando el Obelisco, diez o quince metros más arriba. El viejo monumento se hallaba inclinado unos veinte grados hacia el norte respecto a la vertical. Nos acercamos despacio para otear el panorama.

La Villa era un infierno de gente. Algunos chicos, en la orilla, nos hicieron señas para que nos acercáramos. Ya al atardecer, atracamos lentamente contra el maderamen.

Tiramos los amarres y un hombre muy gordo nos ató a unos postes.

—Buen día, amigos. Bah, “bueno” es un decir. Bajen, bajen, que aquí siempre hay lugar para más gente.

La Villa era un hacinamiento absoluto. No había calles sino senderos absurdos entre los espacios que dejaban las casillas. El gordo y tres personas más nos condujeron hacia el centro del barrio. Una comitiva de chicos y gallinas nos acompañó en séquito.

—Me llamo Nacho, y soy un poco… el “puntero”, acá —dijo el gordo—. No es que yo mande ni nada, pero cuando se arma lío hay que intervenir para parar la cosa, ¿vio?

El gordo era un villero de vieja data. Se había pasado la vida de villa en villa, desde su llegada a Buenos Aires. Se jactaba de haber sido el jefe de la barra brava de Dock Sud. Tenía cincuenta y tres años, y en el fondo era un buen tipo. A su manera, había tenido que lidiar con el desastre arrastrando un ejército de gente pobre colgada de sus pantalones.

En la Villa, cada uno hacía algo. Y todos tenían que trabajar. El interés por nosotros se debía al velero.

—Con ese velerito se debe pescar lindo, ¿no?

La población estaba compuesta por una mayoría de mujeres y chicos. Había gallineros por todos lados.

—Son todas ponedoras, pero cuando se nos hacen viejas, las comemos.

La organización económica era entre caótica y socialista. Algunos salían a pescar, otros se paseaban por los edificios cercanos manteniendo los cultivos de las azoteas. Y otros se ocupaban de múltiples tareas dentro del barrio, desde juntar agua de lluvia, hasta desagotar las cloacas. Y a los que no eran amigos del trabajo, los amigaban enseguida con una buena golpiza.

El gordo Nacho nos ubicó en una casilla con una mujer sola y tres chicos.

—Acá hay lugar —nos dijo—. El Pablo y su hijo se nos fueron recién, con la crecida. Estaban cosechando tomates en una terraza que fue arrasada por el agua. Cuando los fuimos a buscar, encontramos los cuerpos. Recién venimos de allá, mire. Es así, unos se van y otros vienen.

La mujer y los chicos nos miraron como si fuéramos los asesinos.

Al lado de la casilla había un cuartucho medio derruido que parecía deshabitado. —¿Qué hay acá? —pregunté, con la esperanza de escapar de la casilla de los muertos frescos. —Ese es el banco —dijo el gordo—. Venga, mire.

Entramos al cuartucho tras apartar unas chapas corroídas que cerraban el paso. Había poca luz, solo una abertura cubierta por un nylon. En el centro de la pocilga se hallaba dispuesta una bañera vieja y oxidada repleta de billetes hasta el borde. Un poco más allá, había unas latas de dulce de batata con monedas de todos tamaños.

—Pusimos todos los billetitos acá por si acaso vuelven a servir alguna vez. Nunca se sabe. Lo miramos sorprendidos.

—No tiene sentido andar con los billetes de aquí para allá porque al final se terminan mojando, ¿vio? Acá ya no los usamos para nada.

Con lentitud metí la mano en el bolsillo y saqué unos pocos billetes todavía húmedos. Lo miré al Negro. El Negro me miró, sacó los suyos, dudamos un momento y tiramos los billetes a la bañera. El gordo nos palmeó la espalda y salimos los tres. De alguna manera, dejar allí nuestro dinero había sido un ritual de iniciación.

Nos quedamos a vivir en la Villa de las Balsas.

Cerca de quinientas personas vivían en la Villa. Siempre había olor a excrementos y siempre había gente lavando cosas en la misma orilla donde los tiraban. Las cloacas eran un laberinto de canaletas abiertas que se entrecruzaban por los senderos de tránsito. El sistema no era nada estanco y la inmundicia se filtraba y formaba charcos sobre el piso de las balsas. Algunas personas se encargaban de empujar el maloliente contenido hacia las descargas, en la periferia del barrio, porque las pendientes del improvisado sistema variaban conforme se mecían las balsas sobre el agua. Había muchas mujeres embarazadas, lo cual era una verdadera condena ya que los partos nunca tenían un final feliz. O se moría el chico, o se moría la madre.

Nuestra nueva familia estaba formada por mamá Zulema, sus hijos Nahuel, de once años, Odín, de nueve, y su hija Ximena, de seis. Pero para todos eran “la Zule”, “el Nagu”, “el Odito” y “la Gime”.

De una manera imperceptible, nos fuimos integrando a ese mundo aportando las salidas de pesca para alimentar al proletariado. Salíamos a la mañana con el Negro y los dos chicos. Regresábamos antes del mediodía y volvíamos a salir a la tarde para traer comida para la cena. En un borde del enorme entretejido flotante había una especie de puerto donde la gente iba a buscar los pescados que traíamos. Curiosamente, nunca había escaramuzas y la pesca alcanzaba para todos, a tal punto que al final del reparto, varios botes tiraban el sobrante al mar.

Con el gordo Nacho hablábamos mucho y él me confesaba sus temores.

—El Obelisco se inclina cada día un poquito más y tengo miedo que se nos venga de golpe y arrastre todo el barrio para el fondo.

El problema era serio. El Obelisco asomaba unos treinta metros hacia arriba y tenía otro tanto hacia abajo. Se había inclinado hacia el norte con la última crecida. Cuando soplaba el viento del sudeste, el tejido de balsas lo empujaba y el Obelisco se torcía un poco más.

—Tenemos que “descoser” la Villa, liberando la dirección de la caída —decía yo. El gordo asentía, pero nunca hacíamos nada.

Al mes y medio de nuestra llegada, el Negro ya se había enamorado de “la Zule” y el romance era la nueva comidilla del barrio. Pero, para mí, era un verdadero problema porque dentro de la casilla no había lugar para nada.

—Dejate de joder, Negro, que están los chicos.

De algún modo acordamos para que yo sacara a los chicos de tanto en tanto y ellos pudieran tener su intimidad.

El hacinamiento nos pegaba a todos. Y el olor perpetuo de las cloacas, las gallinas y la gente. La vida no era fácil, pero se vivía. Hasta el día de la sudestada, la Villa de las Balsas fue nuestro refugio en ese desierto de agua y ruinas sumergidas.

Aquel día, el viento había estado soplando toda la tarde desde el sudeste, produciendo un oleaje alto, que sacudía la Villa como si fuera una maraña de hojas secas. Resolvimos que a la mañana siguiente los barcos no saldrían.

Al amanecer, la Villa tembló. La barriada enmudeció de terror y el Obelisco se empezó a desmoronar con un crujido acuoso y lento que fue hundiendo buena parte del barrio en su caída. Finalmente quedó a 45º, apoyado sobre el entramado de balsas. En medio del desastre, el asentamiento reverberó como un hormiguero desbaratado. Por todas partes se podía ver gente corriendo sin rumbo entre las casillas derrumbadas, gritando palabras deformadas por la desesperación. Las madres buscaban a los hijos y los chicos lloraban solos en medio de las cloacas dislocadas.

El Obelisco había quedado someramente apoyado sobre la barriada flotante y en cualquier momento nos íbamos al diablo.

—Hay que descoser la Villa, abajo del Obelisco —insistí—. ¡Y hay que hacerlo ya o nos vamos todos a la mierda!

Pero ahora no era tan sencillo. La zona de contacto más intensa entre el monumento y las balsas había quedado sumergida varios metros debajo el agua. Y allí no era posible trabajar sin un equipo adecuado.

—Tenemos que pedirle ayuda a los guatoé —dijo el gordo, oteando el mar.

Lo miré.

—Esos tipos pueden aguantar abajo toda una partida de ajedrez —agregó.

El gordo tenía razón. O lográbamos ayuda de los guatoé, o nos íbamos al fondo. No había alternativa.

Organizamos una comitiva de cinco personas para salir en el velero. Zarpamos rápido, con el oleaje alto de la sudestada todavía rompiendo con fuerza sobre las balsas.

Remamos hacia el este a contraviento y fuimos dejando atrás el enjambre de edificios muertos. Navegamos unos veinte kilómetros mar adentro hasta divisar los primeros camalotes. Nos acercamos despacio y con suma precaución. Los camalotes eran realmente un enredo de plantas flotantes. Era sorprendente el modo en que estas plantas de río se habían adaptado a la salinidad del mar. Ciertamente, crecían con vigor. Entremedio del ramaje, los guatoé habían intercalado un pastiche de algas y conchillas marinas que permitían formar un suelo firme y bastante liso sobre el que crecían distintas especies de plantas. El borde del camalote parecía una playa de arena.

Cuando estuvimos suficientemente cerca, vimos niños desnudos parados en la orilla, observándonos con curiosidad. También había mujeres con niños en brazos, vestidas con túnicas de algún material vegetal. Ya a cincuenta metros, la cabeza de un hombre emergió al costado del velero. El gordo habló.

—Necesitamos su ayuda, amigo. Es muy urgente.

El nativo escuchó, hundió la cabeza y desapareció. A los tres minutos, seis guatoé emergieron a un metro de nosotros. El más viejo tomó la palabra.

—¿Qué anda haciendo, amigo, por el camalotal?

—Necesitamos su ayuda —dijo el gordo—. Estamos en una situación desesperante.

Trabajosamente el gordo Nacho trató de describir la situación y el tipo de ayuda que necesitábamos. Luego se hizo un silencio y nadie contestó.

—¡Amigos! —dije yo—. Si no nos ayudan ustedes, toda nuestra gente va a morir. Pidan lo que quieran a cambio ¿Quieren el velero? Se lo damos ¿Quieren otra cosa? Pídanla. Lo que quieran se lo damos, pero por favor, ayúdennos.

Los seis guatoé se sumergieron y emergieron veinte metros más allá. Hablaron entre ellos y volvieron a acercarse. El mayor tomó la palabra.

—Ustedes no tienen nada que nosotros necesitemos —dijo.

Se hizo un silencio y el gordo me miró con desesperación.

—Pero los vamos a ayudar igual —prosiguió el guatoé—, porque los hombres que no están peleados son amigos; y los amigos se tienen que ayudar.

En su mundo primitivo de agua y camalotes, estos hombres lo tenían todo. No había inundación ni tragedia en sus comunidades. Si el agua subía, el camalote flotaba más arriba. Y en la paz perpetua de la bonanza, habían desarrollado una filosofía simple para convivir, ayudándose los unos a los otros.

Nos costó un poco convencerlos de que subieran al velero. Cinco de ellos finalmente lo hicieron. Pero el más joven se negaba a subir. Era casi un chico y tenía una sonrisa permanente de boca muy abierta. El viejo lo conminó a que subiera, pero el chico negó con la cabeza, sin dejar nunca su sonrisa. Finalmente el líder hizo un ademán, como diciendo “Bueno, dejémoslo, no importa”, y tomamos rumbo hacia la Villa.

Los guatoé se sentaron en la cubierta con los brazos rodeando las rodillas. En efecto, tenían una membrana entre los dedos de las manos y los pies. Pero fuera de eso, eran hombres normales.

Desde la borda, me quedé observando al chico que no había querido subir y que acompañaba al velero nadando como un delfín. Tenía una malformación en los omóplatos que los hacía sobresalir hacia fuera de un modo muy prominente, pero de alguna manera, esa característica le permitía dar brazadas perfectas, haciendo todo el giro en un mismo plano. Cada tanto se detenía, me miraba y no dejaba de sonreír.

—Es deforme y medio tonto —dijo el guatoé que hablaba, sonriéndome desde el piso—. Pero es bien de agüita, ¿eh?, bien de agüita.

Adelante, confundiéndose en la bruma, me pareció ver el revoloteo de los “triángulos” entre la difusa silueta de los edificios.

—No veo el Obelisco —dijo el gordo.

Me agazapé para mirar mejor. El Obelisco no se veía.

—Debe ser la bruma —respondí.

El gordo negó con la cabeza.

—Al edificio de atrás lo veo, pero al Obelisco no lo veo.

Nos quedamos unos segundos en silencio, observando a lo lejos el neblinoso cementerio de edificios.

—Esperemos a llegar más adelante, gordo. Debe ser la bruma.

Yo insistí sabiendo que la hipótesis ya había sido refutada, que el Obelisco no estaba allí; que había colapsado como el rey de una partida de ajedrez, arrastrando a toda la Villa de las Balsas tras de sí; que solo había muerte y desolación bajo el revoloteo nervioso de los “triángulos”; que nuestro viaje ya no tenía sentido. Insistí sin razón, tratando de demorar mi propio duelo, sabiendo que ya éramos los náufragos de un mundo muerto, flotando a la deriva en medio del océano.

Uno de los “triángulos” vino hacia nosotros, pasó sobre nuestras cabezas y siguió a toda velocidad en dirección al este. El guatoé mutante dio un salto hacia atrás y salió nadando de espalda detrás del avión, como un perrito persiguiendo una mariposa. Nadaba como los dioses, con su sonrisa abierta, ignorante de todo. Bajo su espalda aletada, los restos de la Buenos Aires sumergida dormían en un abismo acuoso su último sueño. Era un sueño sin retorno, mecido por la caricia de las algas y el palmoteo de los peces que ya habrían hecho de la tumba su arrecife. Era un sueño de tangos y de goles y de tantas puebladas y de tanta vida, tanta sangre y tanta historia.

Miré los ojos del gordo Nacho y sentí que había visto los míos. Traían la desolación del pájaro que vuela entre la humareda, sobre el bosque incendiado, comprobando que ha perdido el nido con todos sus pichones, que ya no tiene dónde ir, que su mundo está muerto.

Hacia el oriente, el mutante y el avión se fueron achicando contra el horizonte, uno bajo el otro, atados por un hilo misterioso, por un destino inescrutable. Siempre uno bajo el otro; marchando en pos de un porvenir desconocido; hacia el oriente, donde se extiende el océano infinito; donde convergen las cosas que se alejan; donde nace el sol de la mañana.


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