lunes, 4 de mayo de 2020

La vieja de los bichos

Era un chalecito viejo y despintado con un breve jardín en el frente y no mucho más que una puerta y un timbre. Allí vivía la Negra: una mujer madura, sola, sin familia ni amigos a la vista, encerrada en esa casa, con hábitos, en apariencia, poco higiénicos.
Pero buena parte de su fama mugrosa se debía a las exageraciones de Tita y Angelito, sus vecinos de la vereda de enfrente. Y está bien decir “de la vereda” porque allí es donde pasaban la vida esos viejos chismosos, desde el albor hasta bien pasada la puesta.
Por suerte, la Negra no se enteraba de nada y, los saludaba cada vez que salía de su casa.

—Buen día, Tita.

—Buen día, Negra. Cómo le anda yendo.

Y enseguida le tiraban la lengua.

—Cada vez hay más cucarachas en el barrio ¿Vio? Vamos a tener que fumigar nosotros, los vecinos, porque el Municipio no hace nada.

—A mi no me molestan los bichos —decía la Negra, ignorando que les daba letra—. A las cucarachas las tengo amaestradas. Yo encero antes de acostarme y les dejo el piso lleno de bolitas de algodón. Ellas van y vienen toda la noche y a la mañana me levanto con el parquet encerado.

—¿Ah sí?

—Si, a los bichitos hay que entretenerlos con algo. A las hormigas las pongo a podar las espinas del rosal. No sabe como me lo dejan. Una seda.

Pero las historias que Tita y Angelito relataban en el vecindario resultaban mucho menos favorables, y la Negra era una mujer sucia que vivía sola en una casa inmunda plagada de insectos y ratas a la que mejor era no acercarse. Impregnados de la cultura local, otros vecinos le rociaban la puerta con un insecticida blanco y los chicos de la cuadra cruzaban la calle para no pasar por el frente infecto.

Un buen día la casa amaneció con un cartel de venta.

—¿Pero a quién le van a vender esa casa? ¡Por favor! —apuntaba Tita—. Si no hay comprador que resista más de dos minutos de visita.

Las charadas acerca de los visitantes de la inmobiliaria rápidamente ganaron la calle y la gente nutría sus conversaciones casuales con escenas imaginarias sobre huidas despavoridas de compradores incautos.

Pero risa que va y carcajada que viene, lo cierto es que la casa se vendió.

La Negra se mudó de madrugada pero los ruidos despertaron a Tita que rápidamente se atrincheró para espiar.

El camión de mudanza era un vehículo andrajoso que ya estaba cargado hasta la coronilla. No había nadie más que la Negra en el operativo. La vió salir de la casa acarreando las últimas bolsas. Después, la Negra se paró en el umbral con la puerta de calle siempre abierta, señaló la camioneta con brazo e índice enhiestos y susurró en tono imperativo:

—¡Bueno vamos, ché! ¡Vam!

Acto seguido, una horda indescriptible de cucarachas, hormigas, arañas, garrapatas, lauchas y vaya uno a saber qué más, salió de la casa y marchó derechito hacia la chata, cruzando la calle como una alfombra efervescente y demencial hasta escalar el vehículo desde las cuatro ruedas y perderse en el interior del carrozado.

Detrás de la ventana, Tita se tapó la boca con la palma y abrió los ojos con pánico absoluto.
La Negra cerró la casa, se subió a la chata en el asiento del acompañante y volvió a ordenar, en un susurro:

—¡Vamos, ché! ¡Vam!

El vehículo arrancó y Tita estiró el cuello para tratar de ver al conductor, pero el habitáculo se hallaba hundido en la negrura. Llegando a la esquina, recortada contra la luz de un farol pudo ver en la decrépita cuerina del volante, una caravana infernal de alimañas de toda altura y longitud, apretadas en un ajetreo indescriptible como un desfile de sombras aberrantes, encaramadas al volante, marchado parejitas en el sentido del reloj, mientras la chata doblaba hacia la izquierda.