Empezó a sonreírme media cuadra antes de cruzarnos. Era joven y morocha. Llevaba una credencial plastificada prendida al bolsillo de la camisa con su nombre y apellido: Melisa Estévez.
Ya a escasos metros amplió la sonrisa.
—Vos me estás siguiendo ¿No? —dijo—. Ahora yo te pregunto la hora y vos me decís que son las dos y cinco ¿No?
—¿Cómo?
Pronunció una carcajadita y siguió caminando, alejándose de mí, saludando de espalda con la manito.
Jamás la había visto en mi vida. En efecto, eran las dos y cinco.
Ya a escasos metros amplió la sonrisa.
—Vos me estás siguiendo ¿No? —dijo—. Ahora yo te pregunto la hora y vos me decís que son las dos y cinco ¿No?
—¿Cómo?
Pronunció una carcajadita y siguió caminando, alejándose de mí, saludando de espalda con la manito.
Jamás la había visto en mi vida. En efecto, eran las dos y cinco.
Tres o cuatro cuadras más adelante la veo venir de nuevo, de frente, igual que antes, caminando hacia mí. La miré dos veces para asegurarme. Era la misma: Melisa Estévez.
—¿Siguen siendo las dos y cinco? —preguntó con tono burlón.
Miré la hora.
—Sí, dos y cinco —respondí con voz de estúpido. Y me quedé pensando que no podían ser otra vez las dos y cinco. Verifiqué el reloj analógico en mi muñeca y el segundero giraba mansamente a una revolución por minuto.
—¿Siguen siendo las dos y cinco? —preguntó con tono burlón.
Miré la hora.
—Sí, dos y cinco —respondí con voz de estúpido. Y me quedé pensando que no podían ser otra vez las dos y cinco. Verifiqué el reloj analógico en mi muñeca y el segundero giraba mansamente a una revolución por minuto.
Pero unas cuadras más adelante… ¡Me la vuelvo a cruzar!
—¿Señor, tiene hora?
Luego me miró perpleja y preguntó:
—¿A usted no lo crucé hace un rato?
—¡Sí, ya nos cruzamos tres veces!
—Yo recién cuento la segunda —dijo pensativa. ¿Qué hora es?
—Son las… ¿dos y cinco? ¡Qué raro!
—¿Otra vez las dos y cinco. No le anda el reloj —dijo mientras se marchaba.
Pero el reloj funcionaba perfecto. Acababa de verificarlo.
Caminé las siguientes cuadras con una confusión absoluta. Uno no se encuentra de frente tres veces con la misma persona viniendo siempre de allá para acá. Y que primero te tutea y después te trata de usted. Y que primero te saluda como a un viejo conocido y después te pregunta si no te ha visto hace un rato. Y todo a la misma puta hora de reloj.
Levanté la cabeza para cruzar la calle y me quedé petrificado. Otra vez ella: La joven morocha con el “Melisa Estévez” en el bolsillo de la camisa.
Avanzó sin mirarme hasta estar frente a mí. Entonces levantó la vista y preguntó:
—¿Señor, tiene hora?
Miré el reloj.
—Las dos y cinco… ¿Cómo puede ser? —murmuré.
—Gracias —dijo. Y siguió caminando.
—¿Señor, tiene hora?
Luego me miró perpleja y preguntó:
—¿A usted no lo crucé hace un rato?
—¡Sí, ya nos cruzamos tres veces!
—Yo recién cuento la segunda —dijo pensativa. ¿Qué hora es?
—Son las… ¿dos y cinco? ¡Qué raro!
—¿Otra vez las dos y cinco. No le anda el reloj —dijo mientras se marchaba.
Pero el reloj funcionaba perfecto. Acababa de verificarlo.
Caminé las siguientes cuadras con una confusión absoluta. Uno no se encuentra de frente tres veces con la misma persona viniendo siempre de allá para acá. Y que primero te tutea y después te trata de usted. Y que primero te saluda como a un viejo conocido y después te pregunta si no te ha visto hace un rato. Y todo a la misma puta hora de reloj.
Levanté la cabeza para cruzar la calle y me quedé petrificado. Otra vez ella: La joven morocha con el “Melisa Estévez” en el bolsillo de la camisa.
Avanzó sin mirarme hasta estar frente a mí. Entonces levantó la vista y preguntó:
—¿Señor, tiene hora?
Miré el reloj.
—Las dos y cinco… ¿Cómo puede ser? —murmuré.
—Gracias —dijo. Y siguió caminando.
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