—Mira Roberto, qué lindo pantalón.
Liliana y yo paseábamos por el coqueto Shopping recientemente inaugurado. Siempre detesté salir de compras. El centro comercial es para mí el cine y el patio de comidas. Y todo lo demás, solo una espera por el cine y la comida; y las escapadas a fumar en los patios descubiertos.
Pero para la mujer, esos trapos que medran detrás de los vidrios tienen un sentido diferente, un significado misterioso. La ropa es para ellas como la comida: una vez que se come, no se puede volver a comer otra vez y hay que comprar más. Como máximo admiten una sola repitencia, análoga a las sobras de la noche. Luego las digiere el guardarropa, inmerso en ese estado perpetuo de estallido inminente, conjurado por la acumulación de vieja ropa nueva, apelotonada en su intestino grueso.
—Tú necesitas pantalones —insistió Liliana—. El sábado es la reunión en casa de tus tíos y no quiero que vayas hecho un pordiosero.
Y peor que recorrer las vidrieras detrás del trapo ajeno, es ir pos del trapo propio. Una vez finalizado el trámite incordioso de elegir la prenda candidato —consistente en dar al menos una vuelta entera al Shopping—, prosigue el denigrante y molesto procedimiento de prueba.
—Hoy no —aventuré sin muchas esperanzas—. Ignoraba que debía comprarme ropa y no me he duchado.
Ella se dio vuelta y me miró sorprendida, como diciendo “¿cómo no pensaste lo que yo pensé?”
— ¿Y si no es hoy, cuándo? —inquirió.
No había forma racional de sostener el anhelado “nunca”. No obstante insistí
—No se bien qué medias me he puesto. Creo que están agujereadas.
Débil, muy débil.
—Yo te veo limpio y perfumado, y dentro del probador nadie te verá las medias.
A la hora y media avanzaba derrotado hacia la línea de probadores de una inmensa tienda, detrás de un vendedor algo afeminado que se meneaba dentro de unos jeans ajustados con su cabello corto, artificiosamente blanco y su arito de fosa nasal.
—Te lo pruebas y me dices como te queda ¿sí? —Dijo alcanzándome el pantalón—. Yo me quedo por aquí cerquita y tú me llamas.
Entré al probador con la prenda colgando del antebrazo. Era un cubículo agradable con una banqueta, un gran espejo al fondo y varios percheros en la pared. Una cortina muy alta y pesada lo aislaba de exterior. La altura del cortinado le daba mayor amplitud, pero en rigor, no tendría más de un metro por un metro.
El primer problema se me presentó cuando intenté cerrar la cortina. El barral estaba a unos tres metros y medio de altura y por más que jalaba de la cortina para cerrarla, no lograba que las argollas se desplazaran allá arriba. Finalmente me subí al banquito para poder mover el cortinado más cerca de las argollas y así logré cerrarlo un poco. No obstante, no pude resolver una enorme hendija de más de quince centímetros que me dejaba expuesto al mundo, con mis olores y mis medias agujereadas. Después de cierto sentimiento de impotencia ante el problema, logré enganchar la cortina en una rajadura que se abría en el enchapado del panel divisor.
Rápidamente me quité los zapatos y los pantalones. Efectivamente, la media izquierda tenía un agujero sobre el pulgar. Me paré frente al espejo. Los espejos de los probadores tienen la virtud de mostrarlo a uno tal cual es, en toda su humanidad; pero con el tiempo, esa virtud se va transformando en un defecto. Me vi viejo y gordo. El elástico del calzoncillo desaparecía tras el pliegue que formaba el rollo principal de mi estómago y unas arrugas profusas se amontonaban al final del trigémino, justo arriba de la rodilla. Pude ver también que toda la uña del pulgar salía por el condenado agujero de la media. Y pude ver, para mi horror y vergüenza, que un niñito muy pequeño se filtraba gateando por debajo de la cortina.
El diablillo avanzó hasta la mitad del breve recinto y alzó la vista. Nada más grotesco para un niño muy pequeño que hallarse a solas con las piernas velludas de un sesentón desconocido que lo mira en calzoncillos con cara de terror. El niño hizo un gesto de asombro absoluto e irrumpió en llanto. Y en un instante deduje con espanto la siguiente escena: detrás del llanto de un niño pequeño siempre hay una mujer joven que lo buscará por cielo y tierra y a la que no detendrá la mera cortina de un probador.
—¡Nahuel! ¿Dónde te has metido hijo? —dijo la madre como llorando. Y entró al probador.
Sé que miró el agujero en la media y se que desde abajo espió mi bulto achicharrado, escondido debajo de la camisa. Se puso de pié y olió al niño.
—¡Otra vez, Nahuel! —dijo. Y para mi sorpresa, se asomó al pasillo y gritó
—Madre, alcánzame el bolso que debo cambiarlo de nuevo.
Seguidamente, como quien entra a la panadería, ingresó una mujer que apenas pasaba los cincuenta con un bolso floreado verde. Me miró a los ojos de soslayo y fue bajando la vista hasta recorrerme entero, deteniéndose en el agujero de la media. Sentí como si un rayo estremecedor me recorriera el cuerpo. Luego frunció la nariz y se dio vuelta.
Madre e hija se apropiaron del banquito y comenzaron a cambiar al niño sobre pantalón flamante.
A continuación, el vendedor me habló desde el pasillo
— ¿Cómo te ha quedado?
—Tengo un problema aquí —respondí en obvia alusión a los intrusos.
El muchacho abrió el cortinado alegremente, con un ademán amplio que dejó mi paño menor miserablemente expuesto al gentío que transitaba el pasillo. Miró al niño y exclamó
—¡Ay! ¡Que lindo el goldito! ¿Te hito caquita el goldito?
Intercambió sonrisas con la madre y la abuela e ignorándome por completo se marchó dejando el cortinado mal cerrado.
—Señora, podría ir a otro lado a cambiar al nene ¿no? —protesté.
—Todos los probadores están ocupados. Y además, Nahuel eligió este. Sostenga —dijo ella.
Sostuve el objeto húmedo y mullido hasta advertir que era el mismísimo pañal servido, embebido en “caquita del goldito”. Lo tiré inmediatamente debajo del banquito.
— ¡Aj! ¡Que asquerosa, señora!
La abuela mi miró la entrepierna y comentó
—El muerto se ríe del degollado.
Inmediatamente después, una muchacha muy agitada ingresó al probador y sin siquiera mirarnos se aplastó contra el panel divisor y se puso a espiar hacia fuera por la hendija de la cortina. No contaría más de diecisiete años. Tenía el cabello lacio, grasiento, corto, negro y despeinado, rouge y rimel negros de negritud absoluta, dos piercings plateados en una ceja y uno en el labio inferior. Llevaba un chaleco de cuero negro, una minifalda negra, borceguíes militares negros y una pulsera plateada en la pierna, de eslabones anchos, ajustada en la mitad del gemelo. Dos cablecitos salían de sus oídos y se perdían en un bolsillo del chaleco escupiendo un barullito siseante, estilo AC/DC. Súbitamente abandonó la vigilancia, me empujó y se puso detrás de mí, pegada al espejo, con una mezcla de temor y emoción en el rostro, mientras seguía jadeando.
Acto seguido, ingresó su compañero. Era una suerte de híbrido de humano con gorila. No superaba el metro setenta, pero otro tanto habría de medir su espalda. Todo su cuerpo exudaba horas y horas de tiempo libre en el gimnasio. Tenía la cabeza rapada y dos arrugas en la nuca que aparecían y desaparecían conforme movía la cabeza. Su rostro era anguloso y primitivo: pómulos salientes, ojos achinados, cejas finas. Un mono. Musculosa ajustada y bermudas anchas.
Me desplazó con el antebrazo como si yo también fuera una cortina y se coló detrás de mí, aplastando a la chica dark contra el espejo. Comenzaron a insultarse con palabras muy soeces.
—Por favor, que hay criaturas —dijo la abuela de “goldito que hito caquita”.
Fue ignorada.
Llegados a ese punto, ya quedaba claro que no me probaría el pantalón, de modo que atiné a rescatar mi viejo jean pinzado de entre la multitud con disposición a calzármelo y huir.
Pero no fue posible, porque al momento hizo su ingreso al probador un hombre muy gordo de traje perfecto, rostro adusto y calvicie central que venía mirando el piso, con un teléfono celular en el oído.
— A ver ahora… Ahora te escucho. ¿Tu me oyes? Bien. Aquí sí. Aquí hay buena señal.
Y se apostó delante de la madre y la hija, aplastándolas un poco contra el fondo.
— Le decía —dijo el gordo—, si la estrella es suficientemente masiva, hasta diez masas solares, entonces su gravedad la estruja apiñando los protones, haciendo posible la combustión del hidrógeno en helio, como es el caso de nuestro Sol.
Se interrumpió para acomodar mejor su cuerpo pastoso, que quedó incrustado en el estómago de la abuela.
—Disculpe señora —le dijo con respeto.
—No hay problema —respondió ella con una sonrisita y un rubor que evidenciaban su preferencia a perecer aplastada por un gordo culto, antes que morir de vieja.
Mientras esto ocurría, unos movimientos bruscos se produjeron a mi espalda. Miré al piso y observé que las bermudas y el boxer del hombre mono estaban hechos un acordeón, arrugados a la altura de sus tobillos. Giré la cabeza como pude y me quedé pasmado. La chica dark lo había montado abrazándole la espalda con las piernas y él la estaba abordando contra el espejo. El le decía groserías y la chica dark jadeaba y gimoteaba.
—¡Lléname! ¡Lléname! —decía. Y agregaba, para ser más específica— ¡Cómo me llenas toda!
Mientras tanto, desde el pasillo comenzó a llegar en una media lengua castellana el pregón de un vendedor ambulante de golosinas y sándwiches de jamón y queso.
—Me ha dado hambre —dijo la madre de “goldito”—. Y seguramente Nahuel también debe estar hambriento. A ver si ese muchacho tiene alguna galletita rica que el niño pueda comer.
Y dirigiéndose a mí, me dijo.
— ¿No me llama al muchacho, usted que está cerca del pasillo?
Debí haberle dicho que estaba loca. Debí haber dicho que todos estaban locos.
—Por favor —agregó. Y me tomó del antebrazo con su manito suave, casi haciéndome una caricia, mientras me miraba con una ternura irresistible, sentada en el banquito, con el niño en brazos, como si fuera la estatua de una diosa de la fecundidad, provocando al hombre con el producto de su lujuria hecho dulzor sobre su regazo, una diosa que ahora me miraba, me imploraba y era toda mía en esa súplica.
Debí decir que estaban todos locos, pero entreabrí la cortina y llamé al muchacho. Malditas sean las mujeres.
El muchacho era un moreno, indudablemente africano, que apenas hablaba el español. Colgado del cuello con una gruesa correa, portaba una especie de exhibidor escalonado de madera que comenzaba a la altura del pecho y terminaba debajo de la pelvis, emplazándose hacia delante, hacia diestra y siniestra, usurpando el espacio obscenamente.
El ingreso del vendedor de golosinas tornó crítica la situación dentro del probador. No solo sentí la nalga de la abuela apretujarse contra la mía; sentí además su carne fláccida calarme la hendidura. Tenía la pierna derecha de la chica dark debajo de mi axila y todo lo demás era el físico del físico, asfixiándome con su abdomen inmensurable, que ya iba tomando la forma de los huecos vacíos. Conforme se desplazaba el vendedor de golosinas, el hombre mono profundizaba su desempeño, la abuela se abrazaba al físico y éste apretujaba el teléfono contra su oreja como si con ello evitara molestar.
La madre ya había comprado dos sándwiches y ahora estaba buscando una galletita para que “goldito” fabricara más caquita. En su relax postrero, pero sin abandonar la montura, la chica dark preguntó por alguna bebida fresca.
—Sí. Tener beber —dijo el moreno y se asomó al pasillo.
— ¡Germán! —llamó—. Ven. Aquí clientes para beber fresca.
Germán era un joven alto, rubio, de tez bronceada y muy apuesto. Se acercó al probador seguido de un séquito de chicas adolescentes vestidas con uniforme de colegio que esgrimían la excusa de una bebida para acercarse al Adonis.
Y entró el rubio con su heladerita de telgopor repleta de bebidas. El físico tuvo que agacharse un poco para que el muchacho avanzara poco menos que caminando sobre su abdomen. Yo sentí la presión en todo el cuerpo, manifestándose con picos de intensidad aquí y allá. En busca del espacio vital, me había agazapado y mi oreja izquierda estaba pegada al hombro del hombre mono, mientras el resto de mi cuerpo permanecía aplastado contra su espalda, enroscado caóticamente con las piernas de la chica dark. Agazapado el gordo, la porción más prominente de su estómago me apretaba la pelvis con una presión homogénea y compresiva, contra las piernas del mono, trabadas y agarrotadas en su postura de cópula. En un momento pensé que mis testículos aún permanecían en dos piezas solo debido al principio de exclusión de Pauli.
— ¿Tienes cerveza? —Preguntó la chica sin bajarse jamás del hombre mono.
El Adonis revolvió la heladerita y espetó una marca de cerveza rubia.
— Está bien —dijo la chica dark.
Sentí el chasquido de apertura de la lata y que algo de la cerveza helada chorreaba sobre mi espalda.
Detrás del Adonis, comenzaron a entrar al probador las chiquillas colegialas. Eran seis o siete. No las pude ver, pero sentí sus risitas desparramarse por los huecos y alguna patita flaca entrecruzarse entre las mías. Alguna dijo
—Señor, tiene un agujero en la media.
—Sí —apuntó la abuela— y un olor a chivo salvaje que ya no se soporta.
—Hay que ducharse más seguido, Tío —acotó el hombre mono, sin dejar de ir y venir.
Las colegialas estallaron en risitas tontas mientras alguna de ellas escarbaba el agujero en mi media con su dedito flaco. Yo sentí una gran vergüenza. Al fin de cuentas hoy no quería comprarme pantalones. ¿Por qué condenada razón había accedido? Yo no era culpable de la situación. Lo había dejado claro desde el primer momento: “no me he duchado”, “tengo un agujero en la media”. Pero no, que te tienes que comprar el pantalón hoy, que si no es hoy no será nunca, que no puedes ir a la reunión de tu familia hecho un pordiosero, que si vas hecho un pordiosero ¿Qué pensaran de mi?. Y uno accedía y se desnudaba en un probador público, conocedor de sus olores y sus agujeros. Y ahora, cuando ese público reclamaba, no estaba ella para defender la posición.
—Una vez que todo el hidrógeno se ha consumido —seguía el físico con voz ahogada— la reacción se detiene y la presión interna se debilita permitiendo que la gravedad vuelva a ganar la batalla y comprima aún más a la estrella. Cuando la presión gravitatoria alcanza su valor crítico, inicia la combustión del helio.
Al probador seguía entrando gente. Entraban y entraban. Entraban esgrimiendo una parte finita del infinito conjunto de razones que podría tener un individuo para entrar a un probador que está ocupado. Razones variopintas, algunas atendibles; ridículas, la mayoría. Y muchos entraban sin razón alguna. Perdí la cuenta a los doscientos diecisiete, cuando ya comenzábamos a transformarnos en una masa entreverada de carne y huesos deformados por la pugna del espacio, retorcidos como un aquelarre de arañas abrazadas en un bollo ininteligible. Estirados. Entrelazados. Estaba el físico, relatando el nacimiento de la estrella de neutrones, con el teléfono móvil hecho una película delgada, copiando los vericuetos de su oreja. Y allí estaba la chica dark devorando ya íntegramente al hombre mono, que se había quebrado hacia atrás mientras su pelvis completa desaparecía dentro de la chica, y allí estaban las colegialas, entrecruzadas como palillos en el suelo. Y la heladerita del Adonis se había pulverizado y una a una, habían implotado todas las botellas. Y éramos ya las vetas de una masa confusa, como las trazas multicolores de un bizcochuelo marmolado, retorciéndose en variaciones psicodélicas, ajustado siempre a la estricta geometría del paralelepípedo.
Y junto con la fusión de los cuerpos, empecé a sentir las otras almas. Eran como chispazos de sensaciones foráneas invadiendo mi cabeza: Percibí la sensación de penetrar a la chica dark, pero también la de ser penetrado por el hombre mono; me hallé calculando el calendario de mis días femeninos; me pregunté si el espín de los testículos sería semientero; me preocupé por el horario de la leche de Nahuel; me sentí orinar como una chiquilina frente al Adonis desnudo, y sentí ser el Adonis rodeado de lujuria innumerable. Entonces me di cuenta que se estaban fusionando las conciencias, que las mentes de los otros ya estaban dentro de la mía y que pronto yo estaría en otras mentes. Y los otros sabrían mis mentiras, conocerían mis engaños, todas mis bajezas, mis hábitos ocultos, mis instintos primitivos, mis temores y mi estupidez. Y que además del agujero en la media, estaba aquella indecorosa mancha en el interior de mi slip.
Sentí terror.
—Te probaste el pantalón, Roberto —dijo Liliana desde el pasillo.
No contesté. Estaba aterrado por la idea de trascender hasta la mente de los otros, así, absolutamente abierto, indefenso, expuesto inerme a la consideración de cualquiera. Sentí que me moría de vergüenza. ¿Sería posible? Pensé que no. Deseé que no. Supliqué que no.
Liliana entró al probador. Rápidamente fue absorbida por la masa densa que ya éramos, formando una película ovalada que nos tapizó a todos y empezó a deformarse hacia adentro en un millón de espinillas, mientras ganaba los poros que aún quedaban.
La oí decir
—Tenías razón Roberto, tienes un poquito de olor a transpiración.
Entonces, confirmando lo peor de mis temores, escuché la voz de alguien desde el fondo responder:
— ¡Y me cago, Liliana, que te lo he dicho!
Yo, que como mujer me encanta ir de compras,he tenido el mismo problema con la cortina y con los espejos que siempre te engordan y envejecen.
ResponderEliminarAlguna que otra vez, irrumpió una señora eso si,sin goldito. Pero jamás he sido invadida por una fauna tan variopinta y tan desahogada...
Me ha encantado el relato, como siempre.