Máximo Manducci atendió el teléfono
—Funeraria Manducci, buenos días.
Al otro lado de la línea, una voz quebrada se pronunció.
—Buenos días. Llamo para contratar un servicio fúnebre.
—Comprendo. Dígame ¿Cuándo falleció el difunto?
—María Elena falleció esta mañana, pero…
—En paz descanse —intercaló Manducci con oficio.
—Pero… yo quería saber además si ustedes realizan servicios para mascotas.
Tres segundos demoró el comerciante del cadáver en comprender que allí habría una buena tajada.
—Por supuesto, por supuesto —inventó—. Hemos realizado servicios para perros, gatos y hasta un lorito, pobrecito. La tarifa es un poco más alta por los gastos de ambientación ¿comprende? Pero el servicio se puede realizar perfectamente. ¿De qué raza era el animalito?
—Aberdeen angus.
— ¿Perdón?
—Aberdeen angus. María Elena era nuestra vaca.
Después de la última frase, al deudo se le hizo un nudo en la garganta y a Manducci, uno en el cerebro. Pero el hombre era rápido para desenredar nudos y al momento estaba sumergido en una larga y convincente perorata comercial, siempre con el cuidado de intercalar una buena dosis de pésames entre los números y las tarifas.
Teodoro Linares y Elisa Barrientos formaban un matrimonio ya maduro. Tenían dos hijas, un hijo y trece nietos. Hacía unos años, su cuarto hijo, Emmanuel, el único aún soltero, había fallecido en un accidente automovilístico, clavando una daga mortal en el matrimonio progenitor.
Pero hete aquí que Emmanuel tenía una vaca.
El resto de la historia es evidente: Los padres homenajearon a su hijo desaparecido haciéndose cargo del cuidado del bovino. Con el tiempo, el animal fue llenando los espacios afectivos que Emmanuel había dejado vacíos. Enseguida las anécdotas de María Elena se empezaron a contar por toda la familia. La vaca era muy inteligente, pedía más heno con un revoleo de orejas, mugía cuando llegaban visitantes a la casa, había aprendido en qué exacto sitio del parque debía defecar y se decía que dando pataditas en el suelo, era capaz de contar hasta seis, y aún hasta siete.
María Elena era el juguete mimado de los trece nietos, quienes la montaban como a un caballo y le jalaban la cola sin que el pobre animal los agrediera jamás. Agustín era el más apegado a ella y luego de mucho batallar, había logrado que su padre le comprara un ternerito al que bautizó Jorgito. Pero Jorgito no era como María Elena. No aprendía siquiera lo más simple. Los días de lluvia era común que apareciera sentado en el comedor, debajo de la mesa, y si allí llamaba la naturaleza, allí le respondía con contundente respuesta. El parque era un desastre porque Jorgito solía ramonear cuanta hoja verde se atreviera a nacer en el jardín, incluyendo alguna vez, una camiseta de Ferrocarril Oeste que el viento había desprendido del tendedero.
María Elena era la razón de vivir de Teodoro y Elisa, y todos sus diálogos domésticos desembocaban invariablemente en el relato de las cosas que hacía María Elena.
Tanto la numerosa familia del matrimonio como sus amigos y vecinos estaban al tanto de la situación y saludaban con alegría el modo como la vaca había ayudado a esa gente a sobrellevar la muerte de su hijo. De manera que María Elena no solo era una vaca de su casa, también era vaca popular. Y a nadie que conociera la historia podía sorprenderle que la quisieran velar.
Como a las tres de la tarde, una camioneta trajo el cuerpo hasta la cochería. Ya esfumados los deudos, la descargaron con un autoelevador y la dejaron tirada en el piso.
Manducci dio instrucciones a su gente
—Este es el cajón más grande que tenemos y aquí mismo la pondremos —dijo.
Argañaraz, el más antiguo de los empleados de la casa, y encargado además de preparar los cuerpos para su exposición, se rascó la cabeza en ademán dubitativo y expreso sus reparos con simpleza.
—No va a entrar, don Manducci. Este cajón es para un hombre gordo, y esta es una vaca. Y no es lo mismo: en vez de salir para abajo, las patas salen para el costado.
—Vamos Argaña —contestó el empresario del ataúd—, usted ya sabe como es este trabajo. Los deudos solo querrán verle la cara, y un bulto parecido a un cuerpo debajo de las mantas. Quiébrela hasta que quepa.
Dicho lo cual se marchó.
A eso de las cuatro de la tarde se abrieron las puertas de la sala. La cartelera decía simplemente “María Elena, Sala 1”. Inmediatamente comenzaron a llegar los convocados. Elisa y Teodoro, los primeros.
Teodoro marchó hacia la oficina porque había que resolver dónde se enterraría el cuerpo.
—El problema, señor Linares, es que los cementerios son solo para humanos.
—María Elena era más que una persona —interpuso Teodoro como si el argumento fuera a servir para algo.
—Por supuesto que lo era, pero el cementerio tiene un reglamento respecto al cuerpo donde la persona estaba metida. Ellos no entierran personas, entierran cuerpos ¿Me comprende? Y ahora que María Elena ya no está con nosotros, lo que queda es el cuerpo de una vaca.
Teodoro insistió y machacó hasta que en medio del intercambio, Manducci dejo una puerta abierta.
—Tal vez podamos hablar con alguien para que facilite las cosas a cambio de alguna “atención monetaria” ¿Comprende? Yo podría hacer el intento si usted me autoriza a manejar esa variable.
—Por supuesto que lo autorizo. Haga lo que tenga que hacer. María Elena se entierra en un cementerio —sentenció.
Mientras tanto, Elisa, primera pobladora del salón, se fue derechito a la sala mortuoria para ver a María Elena en su morada definitiva.
Argañaráz había hecho un buen trabajo. El ataúd era ancho y profundo, pero bien proporcionado. Tenía un perfil abovedado y una veta de arrayanes más brillante que el cristal. En su periferia estaban dispuestas doce manijas de bronce labrado y lustrado hasta encandilar, cinco a cada lado, una delante y otra detrás. Dentro del féretro estaba la vaca. Todo su cuerpo permanecía oculto debajo de una manta muy blanca con bordados en dorado, rematado el borde superior con un detalle de gasas y tules vaporosos. Emergiendo entre los tules, como sumida en un dulce sueño celestial, afloraba la cabeza de María Elena recostada hacia la derecha, con la paz de un niñito dormido congelada en su rostro, y a continuación, un tramo de pata delantera asomaba a la altura del hocico, con su pezuña impoluta y refulgente, dispuesta casi en posición fetal. Sobre la manta, recorriendo el cuerpo longitudinalmente, remataba una rosa roja empapada en rocío. Manducci no se había atrevido a colgarle un rosario. De las otras patas nada se sabía, pero era seguro que nadie preguntaría por ellas.
—Parece un angelito —masculló Elisa en tono de oración; y rompió en llanto. Y llorando a la vaca, en lo más profundo de su alma, estaba llorándolo a Emmanuel.
El salón era bastante amplio y una acogedora hilera de sillones y sillas se disponía contra las paredes. Al fondo había una pared con una arcada a la izquierda que daba paso a la sala mortuoria. La pared estaba decorada con lajas volcánicas y una cascada de agua la recorría permanentemente, despeñándose sobre un enorme cantero atestado de helechos y begonias. Desde arriba colgaban las guías de un cordatum verde oliva, cruzando el espacio humedecido hasta reposar sobre la mata de helechos.
Uno a uno fueron llegando los Linares, los Barrientos y una legión de vecinos y conocidos. Cada grupo que llegaba daba su pésame a Elisa y a Teodoro y hacía algún comentario del tipo “cuando ya están así es mejor que se vayan rápido, pobrecitos” o bien el remanido “es la ley de la vida”, u otros aún peores. Luego de saludar a los conocidos y a los medianamente conocidos, comenzaban los cruces intergenealógicos entre parientes casi desconocidos, canalizados siempre por un tercero, familiar y conocido de ambos.
—Te acuerdas del tío Eduardo, el primo de tu padre. Bueno, él es el nieto, Pablo, tu primo segundo, o tercero —decía el pariente canalizador.
—Ah sí. Tu eras un niñito que siempre tenía una gorrita con visera, recuerdo haberte visto algunas veces en la casa del tío Eduardo —decía el primer pariente.
—Sí, ahora me he sacado la gorra, pero los pelos se me han ido solos, mira —respondía el segundo pariente mientras mostraba como el tiempo despiadado se había hecho calvicie sobre su cabeza.
El problema se presentaba cuando llegaba alguien muy desconocido y nadie se acercaba a saludarlo. Entre ellos, como a las tres horas de pésames y sándwiches de miga entró una mujer octogenaria sujeta de un muchacho corpulento y algo lelo.
—La cartelera decía “María Elena” —dijo la anciana—. Yo no me acuerdo bien, pero creo que la hermana de Pedro se llamaba María Elena.
— ¿Está segura que es aquí Abuela? Yo no veo a nadie conocido.
—Tiene que ser aquí, pero no veo a Pedro por ningún lado.
Después de unos minutos de vacilación, la mujer resolvió preguntar.
—Perdón muchacho ¿Este es el velorio de María Elena?
—Sí abuela, es aquí.
—Viste Rubén, es aquí —le dijo al grandote en tono de reproche mientras el muchacho trataba de entender para qué habría servido la pregunta.
— Vayamos a la sala mortuoria que allí debe estar Pedro.
Mientras marchaba, con suma lentitud, la vieja hablaba para no sentirse tan sola entre tantas caras desconocidas
—Mira que lindas coronas —decía—. Nosotros no trajimos ni una flor.
Y leía en voz alta los nombres de las bandas que cruzaban los amasijos florales
—“Los Linares”, “Los Barrientos” ¿Quiénes serán?—pensaba—. “Tus vecinos”, “Tus Amos”, ¡Ay!, que mal gusto.
Finalmente la vieja se hizo estatua de piedra frente a la vaca en el cajón. La mirada le quedó congelada como un vidrio, en gesto de mirar al Diablo. Se puso una mano en el pecho y se persignó con la otra. Con una incredulidad absoluta espió el rostro compungido de los otros y volvió a mirar a la vaca. Luego bajó la vista al piso sin cambiar la expresión.
—Vamos Rubén. Acá no es —dijo sin dejar de mirar escrupulosamente el piso.
Se dio vuelta y se largó rapidito, arrastrando los pies, ya sin mirar a nadie. Salió a la vereda y dobló a la izquierda. Promediando la cuadra reflexionó.
—Cómo ha cambiado todo.
Un buen rato después, todos los presentes se dieron vuelta para ver entrar a Agustín con su ternero Jorgito.
—Insistió en traerlo —dijo el padre—. Y a mi me pareció que al fin de cuentas, en el velorio de una vaca, un ternero no tendría por qué desentonar.
Jorgito impresionó a los presentes durante los primeros cinco minutos, luego se perdió entre la multitud que ya hacinaba la sala.
Los hijos de Teodoro y Elisa aprovecharon la ocasión para ponerse al día de sus mutuas vidas porque el devenir urbano los mantenía alejados, cada uno en lo suyo, y no se reunían desde la Navidad. Entre charla y charla, fueron arreglando una cena para luego del entierro, aprovechando además para distraer un poco a sus padres y alejarlos de la pena.
Entretanto, Jorgito se las había ingeniado para abrirse paso hasta el cantero y estaba devorando parsimoniosamente los helechos, las begonias y el cordatum. De la nada apareció Manducci para interrumpir el estropicio.
—Contamos con un servicio de pasturas para ganado en el patio trasero del local —le dijo al padre de Agustín—. Si me permite, podría conducir hasta allí al animal, donde sin duda estará más a gusto. Y dicho esto, se llevó a Jorgito hacia los fondos y lo tiró en un patiecito de diez por cinco atestado de ataúdes desvencijados, sillas rotas y yuyos altos.
En la sala, un grupo de viejas le hacía gracias a Melina, la más pequeña de las nietas de los Linares.
—Que linda, tan seriecita —decía una.
—Y que bien que se porta, no ha llorado en toda la tarde —decía otra.
—Si —acotó la madre—, es una beba rara. Cuando se expresa es para manifestar algo que de ninguna manera podría saber. Un día, mientras paseábamos por el centro, se estiró con las dos manitos hacia la vidriera de una agencia de juegos. Nos acercamos y la nena empezó a reír a carcajadas mientras señalaba un billete de la Lotería Nacional. Nosotros nunca jugamos, pero igual anotamos el número. ¿Quiere creer que salió al día siguiente? Acertó los cinco dígitos la desgraciada.
—Ah, mi querida amiga —dijo Manducci, que estaba escuchando de soslayo—. Usted debería saber que si un niño señala un número, hay que comprarlo de inmediato.
—Si —respondió la madre— pero no es solo con los números. Escuche esto: Teníamos una niñera muy buena, jovencita, estudiaba para maestra jardinera y la trataba como a un muñequito de peluche. Pero cada vez que se acercaba a Melina, la nena la rechazaba con pataditas y manotazos. Finalmente descubrimos que nos estaba robando la ropita de salir de la beba. Y como esa historia muchas otras. A veces Melina me da miedo.
—Pero es una beba hermosa —acotó Manducci—. Permítame alzarla un poco.
El empresario alzó a la niña, ésta lo miro seria y empezó a hacer fuerza. Dio unas cuantas pataditas al aire acompañando unos movimientos abdominales espasmódicos y luego comenzó a expeler un olor nauseabundo.
—Creo que necesita un cambio de pañales —dijo el hombre con una sonrisita deformada por el asco. Se la devolvió a la madre y se largó de allí.
Hacia las ocho de la noche se apersonaron dos empleados de la casa en la sala mortuoria, ataviados con estricto smoking negro. Uno de ellos solicitó a los familiares y allegados que abandonen la sala, pues era hora de ir preparando el féretro para iniciar el cortejo.
Ante el llanto desconsolado de Teodoro y de todas las mujeres, la tapa del ataúd fue colocada en su sitio, llevándose para siempre la imagen terrenal de María Elena.
Apenas se hubo desocupado el lugar, cerraron la puerta de la arcada y trasladaron el cajón hasta un garaje donde un transporte frigorífico esperaba estacionado de culata. Manducci cruzó unas palabras con el chofer y dio indicaciones a su personal. Los hombres removieron la manta bordada y pudo verse que la pata delantera que asomaba junto al hocico estaba realmente suelta, completamente desprendida del cuerpo, al cual, en suma, le habían mutilado las cuatro patas y el rabo. Sacaron a la vaca del cajón y la subieron trabajosamente al camión frigorífico, dentro del cual ya colgaban diez o doce medias reses. Otro empleado agregó una bolsa con las partes faltantes. El vehículo cerró las puertas y se marchó.
Luego rellenaron el cajón con arena y atornillaron la tapa firmemente. Volvieron a llevar el cajón a la sala mortuoria y abrieron la puerta de la arcada que daba a la sala.
El empleado que oficiaba de maestro de ceremonias solicitó doce familiares masculinos para trasladar el féretro hasta la carroza, que ya esperaba en la vereda. Enseguida doce caballeros se apersonaron para la tarea. Qué desgraciada desventura. Manducci no había calculado bien la carga de arena y el cajón tenía un peso exagerado. Los voluntarios tuvieron que sujetar las manijas con ambas manos para poder mover el féretro. De un modo desprolijo y apurado los doce del patíbulo arrastraron la carga hacia fuera, atropellando viejas y niñitos, y la depositaron pesadamente en la carroza fúnebre con gran sonido de colisión.
Finalmente arrancó la procesión. Iba adelante el vehículo portacoronas rebosante de flores, seguido del coche fúnebre. Más atrás, tres autos de acompañantes de color negro: el primero transportando al matrimonio Linares y los otros dos con las familias de las hijas. Más atrás progresaba la camioneta del padre de Agustín, con toda la familia amontonada en la cabina y Jorgito aterrorizado en la caja. Detrás, siguiendo al ternero, marchaban todos los demás.
El séquito de unos veinte autos en total, avanzó lentamente rindiendo honores al cajón de arena, recorriendo calles y avenidas provocando un caos vehicular. Se dirigió primero a la residencia de los Linares, donde la vaca había vivido sus días más felices. Se detuvo allí unos segundos, que Jorgito aprovechó para mugir y defecar sobre la caja de la camioneta, y prosiguió su marcha al cementerio.
Ingresaron por una puerta secundaria cerca de las diez de la noche. No era horario acostumbrado para entierros, pero era el turno de guardia del funcionario que había sido sobornado. Avanzaron entre la penumbra de las tumbas y el fantasmal resplandor de las almas en pena y estacionaron frente a un edificio grande y cúbico.
Ya anoticiados del inusitado peso del ataúd, dispusieron una mesa con rueditas y así lo movilizaron hasta el nicho.
La tumba era un hueco rectangular dispuesto en una pared plagada de lápidas de mármol distribuidas formando una cuadrícula inmensa, que se perdía en la hondura del pasillo. De tanto en tanto, alguna flor chamuscada designaba el olvido con más eficacia que su ausencia; mostrando más que la inexistencia del culto a los muertos, su implacable inconstancia.
Todas las personas descendieron de los vehículos y se amontonaron en el pasillo, a la vera del cajón.
Al rato llegó un sacerdote con Biblia y rosario. Se situó a un costado de la tumba y comenzó su discurso final. Habló pausadamente con una voz metálica y monótona que invitaba más a la siesta que al llanto. Habló del alma inmortal, del paraíso, de la resurrección de las almas y de un sujeto en una silla, a la derecha de Dios. Parte de su audiencia lloraba sin escucharlo ante la inminencia del momento cúlmine; otra parte bostezaba con disimulo y unos pocos seguían el hilo con rostros extrañados. Cuando el sermón ya promediaba el cuarto de hora, un allegado se acercó al sacerdote y le dijo algo al oído. El religioso lo miró contrariado y protestó en voz baja.
— ¿Una vaca? ¡¿Cómo una vaca?!
Improvisó una última frase, santiguó al cajón de arena, se persignó, dijo amén, dio dos pasos hacia atrás, se tomó ambas manos por delante, giró la cabeza hacia el allegado aquel y con un desconcierto absoluto dibujado en el ceño, murmuró inquiriendo nuevamente.
— ¿Una vaca?
El personal del cementerio empujó el cajón hasta el fondo de la oquedad rectangular y tapó la tumba con un mármol que atornilló ceremoniosamente a la pared.
Los asistentes comenzaron a evacuar el pasillo con innumerables gestos de consuelo a los deudos más cercanos, que lloraban desconsoladamente. Antes de subirse a los autos, los Linares, padres e hijos hicieron ronda en la callejuela que circunvalaba las tumbas y ultimaron detalles para ir a cenar. Alguien propuso una cantina en las afueras, frente a la colectora de la Autopista del Oeste. Volvieron a la funeraria a retirar los autos y marcharon hacia la cantina.
Estacionaron a 45 grados frente al restaurante y descendieron avanzando junto a una vidriera que mostraba unos costillares excelentes asándose sobre un hierro en cruz.
—Cuánto hace que no como carne asada —dijo Elisa.
Rápidamente el personal dispuso las mesas una junto a otra conformando un largo banquete en torno al cual se sentaron los cuatro matrimonios con todos los niños. Por unanimidad decidieron ordenar distintos cortes de carne asada: Costillares, vacío y matambre, luego chorizos, morcillas, intestinos, riñón con limón y molleja. Para acompañar ordenaron guarniciones de distintas ensaladas, timbales de arroz y papas fritas. Los grandes tomarían vino tinto de la casa y los niños gaseosas y agua.
Unos minutos después se acercó el propietario de la cantina y les ofreció soltar a Jorgito para que paste en los jardines que circundaban el local, no tanto por generosidad como por conveniencia. No podía haber mejor publicidad para la frescura de su carne asada que un ternero vivo paciendo en el parque.
Al rato les trajeron lo ordenado, dispuesto en tres parrillas de mesa, con su carbón encendido y sus manjares calientes. Enseguida se animó la reunión. Los mayores sirvieron a los niños y todos comieron carne vacuna hasta reventar.
—La carne de vaca se tiene que acompañar con vino tinto —enseñó Teodoro— porque el alcohol desgrasa y limpia las arterias.
Después de un rato de comer, los chicos se aburrieron y comenzaron a tirarse con los huesitos de costilla, ante la mirada fulminante de sus padres que temían más a los ojos ajenos que a los desmanes de sus hijos. Por su parte, el hijo mayor de Teodoro había bebido demasiado, hablaba groserías a los gritos y se mataba de risa. Elisa, a quien el alcohol le aflojaba el risorio, acompañaba a su hijo en las risotadas y ambos contagiaban al resto.
En un momento, Teodoro se puso de pié en la cabecera de la larga mesa y gesticulando con el tenedor trincado en un trozo de matambre, dijo.
—Propongo un minuto de silencio en honor a nuestra querida y recientemente desaparecida María Elena.
Se hizo el silencio en la larga mesa, y bajo un fondo de tintineos de vajilla y algún murmullo irreverente, todos procesaron la muerte de ambas vacas, la una con el alma, la otra con el vientre. Y nadie sospechó siquiera que en virtud de la trampa de Manducci, hasta pudiera ser la misma vaca, separada en sus mentes como “la comida” por un lado y María Elena por el otro, que en paz descanse. Claro que la probabilidad era muy baja y que si ese fuera el caso, finalmente nadie lo sabría. O tal vez sí, porque allí, ignorada sobre la falda de su madre, promediando el minuto de silencio, Melina tiró las manitos hacia delante, atrapó un pedacito de carne, se lo llevó a la boca, luego lo sacó, lo miró, observó con asombro los rostros de todos los presentes, infló sus pulmones hasta la saturación, cerró los ojos, hizo una mueca de dolor y estalló en un llanto estrepitoso, desconsolado, perturbador.
¡Muy bueno!
ResponderEliminarO sea, que era Maria Elena, porque Melina no puede fallar.
ResponderEliminarTengo la sonrisa puesta desde que comencé la lectura.Es lo mas surrealista e ingenioso que he leído en mucho tiempo.
Eres un genio con toque Cortázar.
Un abrazo.
Gracias Felix por leerme siempre
ResponderEliminarY Gracias María José por tus alagos. Me alegra haberte provocado una sonrisa larga.
Saludos
Bien, me hiciste reir, es entonces un buen cuento... tú eres un buen fabulador. Te felicito. Sigue que te estoy leyendo y me encanta tu estilo narrativo. te voy a recomendar en el perfil de mi Facebock. Saludos
ResponderEliminar¡Gracias Alí! Será un honor estar en tu perfil de Facebook.
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