domingo, 18 de abril de 2010

De parte de padre y madre

Imagen gentileza de Taniaguper
http://taniaguper.blogspot.com/
Curiosa es la historia de mi padre. Y lo es desde el mismo día de su nacimiento, cuando el obstetra le cortó el cordón, el niño se resbaló de las manos de la enfermera y salió disparado hacia arriba para quedar pegado con el culito contra el techo, llorando desde allí, con ese llantito estridente que expresa los dolores de la migración del alma etérea al cuerpo humano.
Y el médico se habrá quedado tieso, con el maxilar inferior colgándole del cráneo, los ojitos apretados hacia arriba, mirando al neonato recostado en el techo, y murmurando algo del tipo “Houston, tenemos un problema”.

A mi abuela se lo dijeron bien.
—Es un varoncito hermoso, pesa tres kilos doscientos, mide cuarenta y siete centímetros y se cae para arriba.
— ¿Como dice doctor?
—Que pesa tres kilos doscientos y mide cuarenta y siete centímetros.
—Ah.
—Y se cae para arriba.
— ¿Eh?
Mi abuela lo habrá mirado confundida y el médico le habrá aclarado.
—Imagine —le dijo— que tenemos a un niñito en brazos y lo soltamos ¿Qué ocurre?
—Y, se nos cae al suelo —dijo mi abuela.
—Bueno, éste se nos cae al techo.

Es sorprendente el modo como una situación tan fácil de explicar se manifiesta, en cambio, en una serie innumerable de pequeños detalles fastidiosos, desde la mera estancia en la cunita hasta el procedimiento del cambio de pañal. Y así, la primera infancia de mi padre fue un discurrir de correas y ataduras y un pender como un globo de un cordel. Y conforme mis abuelos desataban ese nudo abigarrado y descubrían modos y maneras, la vida de mi padre niño se iba desatando también.
El primer hallazgo lo hizo la niñera, quien descubrió que era mejor cambiarle los pañales apoyándolo en la parte inferior de la tabla de la mesa, boca abajo, según nuestro sistema de coordenadas y boca arriba según el de él.
Al día siguiente le dieron vuelta la cunita y se la atornillaron al techo. Ya no habría que atarlo; bastaría con amarrar el colchón al elástico y abrochar luego al colchón una suerte de bolsita de dormir. La almohada se cosía a la sábana y el chupete se ataba a los barrotes.
Era común ver a mis abuelos sentados en la habitación, mirando al techo hasta que el chupete se desprendía de los labios adormecidos de mi padre, y quedaba colgando hacia abajo en movimiento pendular.
— ¡Ahí se durmió! —decía mi abuela señalando el chupete.
—Si, se durmió. Ya se durmió —confirmaba mi abuelo mientras se ponía de pié sin saber para qué.

Por alguna razón desconocida, mi padre tenía la gravidez invertida. Simplemente su arriba era nuestro abajo y su abajo, nuestro arriba. Pero, previsiblemente, ni su ropa ni sus secreciones biológicas conservaban tal propiedad. Tenía el cabello largo y chuzo, y era divertido ver cuando se lo cortaban. Los pelos pendían hacia el techo hasta el preciso instante en que le eran seccionados; entonces caían al piso, recorriendo el espacio de la habitación como una lluvia de alfileres.

El observador poco avezado, podría suponer que el hombre que acostumbra caerse hacia arriba, podría llevar una vida perfectamente normal simplemente montando su hábitat con el techo como piso, invirtiendo todos los objetos. No señor. No se puede. Si usted invierte el inodoro, por ejemplo, se vacía desagraciadamente, y da jaqueca imaginar su empleo. Un vaso invertido no puede contener agua, ni se pueden apoyar objetos sobre una mesa invertida.
La esencia de la cuestión era que solo mi padre padecía el problema; el resto de los objetos no. Así pues, mientras resultaba imprescindible invertir las sillas o la cama, que solo lo soportaban a él, no podía invertirse ni la mesa ni los vasos ni la cocina. Hay que imaginar la situación que viviría el pobre. Suponga usted que todas las cosas de pronto comienzan a caérsele hacia arriba, a excepción del fuego, que asciende hacia abajo. Así era la vida de mi padre, allá en el techo.

Afortunadamente, como padecía el mal desde la cuna, había aprendido desde chico a adaptar sus movimientos a esta situación tan particular, y era sorprendente ver la habilidad con que bebía un vaso de agua, por ejemplo, sujetándolo igual que como lo haría cualquiera, pero con la abertura hacia abajo, apoyándose el borde sobre el labio superior y bajándolo lentamente, quebrando la muñeca hacia delante, mientras el fluido le calaba el paladar sin tocar la lengua, hasta que el reborde opuesto le chocaba contra la pera. Para él, todos los objetos se apoyaban de abajo hacia arriba sobre lo que en su mundo eran mesas, repisas y mesadas invertidas, dado que había que cancelar la punción de las cosas por caer hacia su arriba, que era el piso.
Después de un tiempo descubrió que para almorzar era mejor utilizar mesa de vidrio y vajilla transparente. Se sentaba entonces a la mesa como lo haría un sujeto normal, pero allá en el techo, el plato debajo de la superficie vidriada, apoyado hacia su arriba, apuntando hacia su abajo, con su bife, su huevo frito y su puré. Entonces escabullía las manos por debajo de la mesa y allí cortaba el manjar presionando hacia arriba con cuchillo y tenedor, mientras miraba lo que hacía desde el otro lado del vidrio. Decía mi abuela que siempre era curioso verlo desde abajo mientras comía y bebía, desplegando esa batería de movimientos extraños con la misma soltura con que uno se viste y se desviste. Por cierto, vestirse y desvestirse tampoco era lo mismo para él. ¿Cómo se sentiría usted si debiera calzarse unos pantalones que insisten en caer hacia arriba? El se recostaba en la cama, levantaba las piernas y se los calzaba. Todos sus pantalones tenían elástico en las botamangas, naturalmente. Cada tanto se le caía un zapato. Pero la caída de objetos era una verdadera complicación. Como el piso era su techo, cada vez que se le caía algo debía ir a recogerlo subiendo la escalera.
Muy complicado el asunto del retrete, y perdón por insistir con el tema. En su baño, tanto el inodoro como el bidet estaban colocados en posición normal, que era para él como si para usted estuvieran boca abajo, porque era imprescindible que las cosas cayeran al inodoro y porque el agua solo podía llevarlas hacia el abajo del mundo. Entonces se habían dispuesto ambos artefactos al final de unas columnas que trepaban hasta el techo y finalizaban a unos sesenta centímetros del mismo. Allí, entre el techo y el retrete, mi padre se hincaba como un musulmán frente a La Meca, con una revista de historietas apoyada en el techo frente a su rostro, y expelía los sobrantes del almuerzo digerido mientras leía durante largos minutos. Para orinar se acostaba directamente sobre el techo, a la altura el retrete.
Conforme crecía, la separación entre el inodoro y el techo se tornaba exigua y mi abuela le decía a mi abuelo
— Ya está grande, Honorato. Vamos a tener que bajarle las columnas.


Mi padre salía muy poco. El mundo exterior era para él un sitio plagado de peligros. El cielo era un inmenso pozo que se extendía en todas direcciones; un pozo con la profundidad del Universo.
Al cumplir los doce años, el tío Pedro, hermano de mi abuela, le regaló un par de zapatos de plomo macizo. El par pesaba unos cinco kilos más que mi padre, de modo que al calzarse los zapatos, estos lo impulsaban hacia el suelo y lo dejaban en posición normal, igual a la del resto de los mortales. Entonces mi padre salía a pasear con su madre, colgado de los zapatos, caminando con unos pasos extraños que jamás pasaban desapercibidos. Y conforme crecía, le iban agregando planchas de plomo a las suelas para mantener los cinco kilos de excedente.

En su mundo, inventaba juegos asociados a esto de pesar él para un lado y las cosas para el otro. Había conseguido que le trajeran un gran yunque con manija que yacía en el piso de su habitación. El yunque pesaba un poquito menos que él, de modo que podía colgarse del mismo y ascender hasta posarse en el techo. Pero entonces, se agregaba peso atándose al cinturón una bolsita con cosas y lograba descender arrastrado por el yunque y el lastre hasta quedar colgado del yunque que se posaba suavemente contra el piso. En ese juego, había encontrado la forma de nivelar su peso con el del yunque utilizando como lastre una bolsita de azúcar de la que iba deshaciéndose de a poco hasta quedar flotando en el medio de la habitación, entonces la recorría de lado a lado dando patadas contra las paredes, hasta que sus brazos ya no pudieran con el yunque. Cuando ya no podía soportarlo, lo soltaba cayéndose ambos pesadamente, uno al piso y el otro al techo.

Mis abuelos tenían un buen pasar y ya desde el principio comprendieron que su hijo jamás se valdría por sí mismo. Cuando mi padre cumplió los veinte años, le regalaron una casita hecha para él, con todas sus curiosas comodidades. Para solventarse, le pasaban una mensualidad acomodada, que le permitía comer y mandar a hacer la ropa. En esos días llegó también Mariela, una joven que se encargaría de los quehaceres domésticos.
Mariela resultó ser una gran ama de llaves y rápidamente se habituó a la extraña arquitectura de la casa. Era admirable ver con qué agilidad se desplazaba por las habitaciones, sin cabecear la mesa ni las sillas y sin pisar jamás las luces. Había adquirido gran habilidad para extender la cama invertida y para limpiar todo el espacio habitado, contra el techo, sin caerse jamás de la escalera.
Mariela tenía una personalidad ligeramente bipolar cuya variación de talante no parecía obedecer ni a la humedad ni a las menstruaciones ni a sucesos determinados. Cuando estaba bien, era jocosa y solía bromear con mi padre permanentemente. Cuando estaba mal ni lo miraba y en vez de hablar, ladraba monosílabos.
Pero aun cabeza arriba la una y cabeza abajo el otro, uno era hombre y la otra era mujer, y ambos eran jóvenes y fecundos, y las cosas que podían pasar, finalmente ocurrieron.
Fue en uno de los días buenos de Mariela. Broma que va, sonrisita que viene, cosquilla de acá, carcajadita de allá, mi padre se agachó un poco y le dio un dulce beso de bocas invertidas. Ella respondió sujetándole la cabeza con ambas manos y aumentando la presión y la pasión. Rápidamente buscaron la forma de abrazarse de cuerpo entero, lo que no era sencillo. Encontraron la manera disponiéndose en horizontal, él abajo, mirando al techo y ella sobre él, mirando al piso. Se abrazaron fuertemente y, tratando de no girar en el aire, ascendieron lentamente porque mi padre era más pesado. El juego les gustó, se soltaron y cada uno se desvistió en su suelo, Mariela en el piso, mi padre en el techo. Tramando la locura, mi padre se ató la bolsa de lastre a la cintura.
Se volvieron a abrazar, ahora desnudos, aplastada ella entre mi padre y el techo. Entonces mi padre comenzó a llenar la bolsa de cosas y, afinando ya con el azúcar, equilibró los pesos. Copularon flotando por la habitación, ora chocando contra las paredes, ora girando como un reloj, a un escaso metro del piso.
Se casaron, se amaron y se odiaron, conforme el devenir de la polaridad de mi madre. Hicieron el amor contra el techo hasta mi nacimiento, luego contra el piso dado que mi madre había engordado mucho con el embarazo.
Pero mi primera infancia estaría signada por la tragedia.
Con las exigencias propias de la vida conyugal, mi madre acabó por enloquecer cuando yo promediaba los dos años. Su bipolaridad se había exacerbado y debieron internarla en un neuropsiquiátrico. Como mi padre no podría solo conmigo, aterricé en la casa de mis abuelos.
—Si pudimos con el padre, podremos con el hijo —dijo mi abuela.
Y mi padre volvió a su vida solitaria, con una señora gorda que lo ayudaba con las cosas de la casa. Yo lo visitaba casi todos los días. El me alzaba y me sentaba en una sillita tan alta que llegaba hasta su mundo. Allí veía como iba y venía dado vuelta. Aún tengo vivo el recuerdo de su rostro invertido, sonriéndome con esa mueca absurda de las sonrisas vistas del revés.
Un día mi padre salió a pasear con sus zapatos de plomo. Tropezó con un cantero, perdió un zapato y se cayó al cielo. Algunos vecinos lo vieron marcharse ascendiendo con la pierna izquierda hacia abajo y el resto del cuerpo cayendo hacia la inmensidad, flameando como una bandera hasta perderse entre las nubes. Así fue la muerte de mi padre.
Hoy, todos aquellos sucesos de mi pasado remoto perviven en mí en la forma de unos flashes que me llegan de tanto en tanto; imágenes sueltas de la risa de mi padre y la sobreexcitación de mi madre, cuando la enfermedad se había agudizado y veía la vida maravillosa y el futuro venturoso en sus días buenos.
Un diario de mi padre y los permanentes relatos de mi abuela me ayudan a mantener viva la historia. Y a mi me gusta recordarlos siempre: antes de dormirme, o cada vez que cierro los ojos, o cuando salgo de paseo por el parque, yendo así, como voy ahora, recostado boca arriba, con las manos detrás de la nuca, mirando el cielo mientras floto ingrávido entre las copas de los árboles.

6 comentarios:

  1. Bem, adorei, Gabriel parece fazer .... Coisa Ele Poderia ter escrito tal Coisa fantástica ...
    abraço
    claudia

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  2. Es surrealista,divertido y también un poco triste.Como la vida misma.

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  3. No quiero pensar a tu padre haciendo el amor con tu madre, serían peripecias trapesistas.Muy bueno el cuento surrealista con vestigios de realismo incauto. Un saludo desde el norte de la américa del sur.

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  4. Me encantó el cuento, y de nuevo me hace recordar cuando tumbada en la cama me imaginaba como sería vivir en el techo de la habitación, adaptandome a los huecos de las vigas y los estucados... pensando en llenarlos de agua para hacer una piscina... poder sentarse en el marco de las puertas o mirar la lampara como si de una hoguera se tratara...

    Me parece buena la elección del dibujo, ya que a los cuatro de "vértigo" les tengo especial cariño. A propósito, parece hecho a medida, jejejeje!

    Felicidades por el cuento!

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  5. Gracias Claudia por leerme en mi idioma y entenderme en el tuyo!
    Gracias Amaltea, y no estés triste, aunque te lo diga un cuento.
    Gracias Alí, por tu opinión sabia. Tendrás que contarme acerca del realismo incauto, no conozco esa corriente.
    Y gracias Tania, gracias por permitirme ilustrar el cuento con una de tus magníficas pinturas. Recorrí buena parte de tus galerías en busca de una que cuadrara.

    Un Abrazo. Cristian.

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  6. Me ha encantado. Es original, surrealista y diferente.
    Me gusta mucho como escribes.
    Un saludo.

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