domingo, 11 de abril de 2010

La Manchita

El señor Toledo era un amante de la pulcritud absoluta. Esa mancha en el ventanal de la oficina debía resultarle inadmisible. Torció la boca hacia la puerta y gritó un nombre. Al momento acudió una mujer, morocha y corpulenta. Vestía un delantal azul claro, y llevaba en la mano un trapo rejilla gris oscuro.
— ¿Que es esto Irene? —dijo el hombre en tono imperativo.
La mujer se quedó muda, un poco por terror, y otro poco por ignorar con qué se saldría ahora el despiadado.
Al cabo de un lapso atiborrado de mirada, Irene contestó
— ¿La ventana, señor?
— ¡No! Esto, esto aquí. ¿No lo ve?
Todo el cuerpo del señor Toledo se había contorsionado en torno a la mancha en el vidrio, que yacía inerte al final de su dedo cadavérico.
La mujer se acercó y contempló la pequeña manchita del tamaño de una pulga.
—Enseguida me ocupo señor —dijo ella.
—No, ahora ya es tarde, necesito la oficina. Tendré que utilizarla así. Mañana se me viene más temprano. A las ocho ese vidrio tiene que estar limpio.
Irene se retiró jurando máxima eficiencia para el día siguiente.
A las siete, ya estaba la pobre fregando la mancha. Primero la acometió con un simple paño húmedo. Luego, con un limpiador multiuso y una esponjita dura. Más tarde, ya cerca de las ocho menos cuarto, intentó con ácido muriático y la punta de un cuchillo. Pero la mancha no cedía ante nada. Y se hicieron las ocho, y la mujer seguía agazapada contra el vidrio, y a su espalda ya se oían los gritos del señor Toledo.
— ¿No le dije que viniera más temprano para atender ese asunto?
— Señor, vine hace una hora, pero la manchita no sale.
— ¿Usted me ve cara de idiota?
Toledo levantó el teléfono y ordenó
— Leticia, que me preparen la liquidación de Irene Rivero. Mañana pasará por ella.
Y sin siquiera mirar a la mujer, vomito un “Junte todo eso y váyase”

Toledo tenía cosas que atender esa tarde. Al día siguiente se reuniría el Directorio, y como responsable de Cuentas Corrientes, tendría muchas preguntas que responder sobre clientes en mora y otros asuntos. Al Directorio había que explicarle todo. Habían quedado atrás los tiempos de aquella comunión de ejecutivos preocupados por el desempeño de la empresa; ahora el “alto mando” estaba formado por una lacra de jovencillos germinados en las universidades, capitaneados por ese niño absurdo que el benemérito señor Pastrana, padre y fundador de la firma, había tenido la mala suerte engendrar. Y en su ignorancia supina, los niños preguntarían todo con ademán desafiante y gesto de entendidos. Pero un Directorio hostil no le preocupaba. A él nadie podría tocarlo. Treinta años de servicio no eran poco y un despido estaba fuera de toda conveniencia para la economía de la empresa.
Enfurecido a expensas de sus propios pensamientos, Toledo hundió el cerebro en el monitor de la PC y estuvo acomodando números hasta las cinco de la tarde.
A su espalda, como una daga diminuta que le picoteaba el cuello y le toqueteaba el alma, yacía la mancha en la ventana.
Ya avanzada la tarde, suspendió toda actividad y se aglutinó contra el vidrio, trincheta en mano, con la firme decisión de extirpar la mácula inquietante.
No tardó mucho en comprender que no se trataba de una mancha sino más bien de una melladura en el vidrio, capaz de confundir al observador porque su diminuta concavidad portaba una negrura absoluta.
Solo había una forma de librarse del condenado puntito negro. Se puso de pié, sujetó su sillón desde el respaldo y golpeó el amplio vidriado con las patas del mueble, produciéndole al instante un teselado irregular y diminuto que se extendió rápidamente por la superficie del vidrio. Acto seguido, levantó el teléfono y ordenó
—Leticia, llame a algún vidriero que pueda venir mañana temprano. Ha estallado el vidrio de mi ventanal.

Entre las ocho y las nueve, Toledo enloqueció a Leticia, quien tuvo que llamar a la vidriería no menos de cuatro veces para averiguar el por qué de la tardanza. Finalmente, hacia las nueve y cuarto le empresa se hizo presente.
—Para la tarde lo tenemos solucionado, Don Toledo—dijo el vidriero—. Tomamos las medidas, lo cortamos en el taller y lo venimos a colocar.
— ¡De ninguna manera! Necesito esto resuelto ahora mismo. ¿Por qué no vinieron más temprano?
El oficial del vidrio hizo un gesto de fastidio y rápidamente se recompuso.
—Bien —dijo—, cuando usted encuentre alguien que lo haga “ahora mismo”, coménteme quién es, que tendré curiosidad por conocerlo. Vamos —le dijo a su ayudante y enfiló para la puerta.
—Venga para acá y no se haga el idiota.
Como siempre ocurre en estos casos, el señor Toledo tuvo que avenirse a las condiciones impuestas por el vidriero, además de anteponer una costosísima disculpa por el apelativo de “idiota”. Así eran las cosas siempre: cuando había que hacerlas se tardaba más.

Su participación en la reunión de Directorio no fue nada feliz. Los Directores se centraron en la cuenta de Galíndez & Baumann. Justo esa cuenta. Preguntaron todos los detalles y enseguida se hizo evidente que Toledo había estado manipulando los movimientos. El hombre no podía dejar de transpirar mientras hacía sus defensas retóricas tratando de eludir las preguntas, amalgamando el tema concreto con menciones de su fidelidad a la empresa, sus treinta años de servicio y su impecable legajo. Nadie se atrevió a acusarlo de nada, pero en lo más comprometido de la interpelación, Javier Pastrana, el joven presidente lo excusó ante todos los presentes considerando que el señor Toledo seguramente se encontraba exhausto y que creía oportuno cerrar el tema allí.
Ese desgraciado. Se pasaba el día contrariándolo en casi todos los frentes: “Esas prácticas están fuera de moda, Toledo”, “Esos sistemas ya fueron superados”, y que la Internet “esto” y el Departamento de Sistemas “aquello”; y ahora se mostraba caritativo frente a sus pares. A los ojos de Toledo, su aparente acción piadosa era realmente una muestra de la más vulgar hipocresía.
Regresó a su oficina con el abatimiento escrito en la cara. La ventana se encontraba totalmente abierta, sin vidrio de ninguna clase y un viento huracanado le despeinó el escritorio cuando abrió la puerta para entrar.
Colocó unos papeles en su portafolio y salió inmediatamente.
—Regresan a las cuatro señor, y en una hora lo dejan instalado —dijo Leticia ante la tibia consulta de Toledo—. ¿Se encuentra bien? —agregó.
—Sí. Bien, bien —dijo como pensando en otra cosa—. Yo me retiro entonces. Hasta mañana.
Condujo turbado por la autopista, que todavía tenía buen ritmo de marcha. Bajó hacia la derecha donde siempre, y se detuvo a recargar combustible. Luego aparcó y se sentó en una mesita, en el luminoso bar de la estación de servicio. Allí se percató de que realmente tenía hambre.
Pidió unas hamburguesas. Comió y bebió y su ánimo comenzó a recuperarse. ¿Qué tenían para reprocharle esos imberbes, esas pequeñas cucarachas de cajón? Por supuesto que había adulterado las cuantas de Galíndez & Baumann. Aquella empresa había cerrado sus puertas de un día para otro y los responsables habían desaparecido. Toledo diseñó una pirueta contable para sustraer los últimos tres pagos que Galíndez formalizó antes de cerrar, haciéndolos desaparecer de su cuenta corriente con la certeza de que nadie vendría a reclamar. No estaban lejanos los tiempos de su retiro y era el momento de hacerse un capital. Don Pastrana había muerto hacía más de un año. A él jamás le hubiera hecho una chanchada; pero al Javier este... Era un niño bien, que había heredado una bonanza de la que no era merecedor. Y ahora la usufructuaba a costa de individuos como él, que con su esfuerzo abnegado sin duda había aportado más que nadie por construir la Compañía. ¿Por qué debía marcharse con las manos vacías? ¿Acaso era justo? Si la ley no aseguraba la justicia, él haría justicia fuera de la ley.
Y así, con el estómago lleno, Toledo halló las fuerzas necesarias para justificar el desfalco ante su propia conciencia. Ahora fijaría una estrategia. Si bien resultaba imposible limpiar completamente las sospechas de fraude, también sería imposible probar la estafa ante un tribunal. Dejaría todo lo suficientemente confuso para que nadie pudiera probar nada. Y si querían despedirlo, adelante, su indemnización ascendía a una pequeña fortuna.

Al día siguiente Toledo llegó a las ocho, como siempre. Le pidió a Leticia que no le pase los llamados. Ingresó a su despacho y se complació de ver el amplio ventanal inmaculado ataviado de ciudad y de cielo, y de un brillo conmovedor. Tomó asiento en la cómoda butaca giratoria y se sumió en el abigarrado desfile de reportes y aplicaciones del Sistema de Cuentas Corrientes. Trabajó de corrido hasta las diez, tratando de dar forma a su dibujo. Luego, un principio de contractura lumbar le indicó que ya era tiempo de un respiro. Se puso de pié, se desperezó estirando los brazos hacia el techo con los dedos entrecruzados hacia arriba, realizó un par de movimientos de elongación de espalda y cuello, se preparó un café instantáneo y cuando regresaba a su butaca quedó paralizado frente al vidrio, inmerso en la más absoluta confusión. En el mismo exacto sitio que en la víspera, incrustada en el vidrio con igual tesón e igual negrura, podía verse nuevamente esa manchita oscura, chiquita, del tamaño de una pulga.
La escena no tenía sentido. Él mismo había visto el vidrio aquel, cuarteado en mil pedazos como el suelo reseco del Atacama. Él mismo había visto el marco vacío del ventanal, trayendo los vientos del río. Y él mismo se había deleitado esa mañana con la pulcritud del vidrio nuevo. ¿Qué era entonces esta mancha, ahora? La pregunta no tenía respuesta ni la iba a tener ni era el momento de ocuparse de ese asunto. Muy perturbado, Toledo se dirigió a su butaca con paso vacilante y la taza de café temblándole en la mano, tomó asiento y se volvió a hundir en la pantalla.
Le llevó media hora darse cuenta de que ya no podría concentrarse. La mancha era un áspid venenoso espectando agazapado a sus espaldas. No había forma de ignorar su presencia. Ya no era una simple mancha, era una mancha que había sobrevivido a la remoción del vidrio en que yacía, una mancha absurda, contraria a la razón. Ahora era una mancha misteriosa, era lo desconocido fastidiándole la mente justo desde atrás.
Por horas el hombre intentó e insistió con sus tareas, pero no había caso. Sus ojos miraban adelante y sus pensamientos miraban hacia atrás.
Promediando la tarde Toledo dio un golpe con la palma sobre el escritorio, apagó la PC, giró 180° la butaca y se agazapó frente a la mancha para observarla desde muy cerca. Hubiera jurado que ahora era más grande. Tratando de aprenderla, la picoteó con la punta del bolígrafo. Rápidamente volvió a comprobar que parecía ser más bien una mella en el cristal. Siguió con el suave martilleo y ahora sí, decididamente la mancha comenzó a extenderse, aumentando de tamaño visiblemente. Pronto superó el grosor del cuerpo de la lapicera. Probó golpearla nuevamente pero ahora el bolígrafo se hundió varios centímetros dentro de lo que parecía ser más bien un agujero. Pero un agujero extraño, porque no era posible ver el trozo de bolígrafo saliendo al otro lado del cristal. Probó insertarla casi por completo y nada vio salir del otro lado.
El miedo dio paso a la curiosidad, y Toledo se pasó un largo rato jugando con su hallazgo, mientras la extraña oquedad continuaba extendiéndose en el vidrio. Toledo metía la mano hasta el codo y la sacaba nuevamente, y no veía la mano del otro lado del cristal, ni sentía el frío o la brisa de la intemperie. Además, la mano desaparecía en la negrura apenas traspasaba la superficie definida por el vidrio, y volvía a aparecer al extraerla. Era como si un espacio nuevo hubiera aparecido en la oficina. Algo que se abría entre el ventanal y el exterior. Además, la mano no chocaba contra nada, y podía revolver la cavidad sin tocar objeto alguno, incluso doblando el brazo hacia atrás. Con el brazo metido en el hueco hasta el hombro, probó darse un puñetazo en la cara, pero presintió el brazo, sin verlo, seguir de largo hasta la altura de la nuca. Era una sensación extraña y divertida. Su brazo estaba en otro universo.
A la media hora, la mancha tenía el tamaño de un neumático. Toledo no resistió la tentación de meterse a investigar. Buscó una linterna en el cajón de su escritorio y se sumergió de cabeza en el hueco, linterna en mano. Estaba ya metido hasta la cintura cuando dijo visiblemente conmovido
— ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Despegó los pies del piso y apuró el trámite para terminar de entrar.
Cuando hubo desaparecido completamente dentro del hueco, la mancha comenzó a cerrarse tras él. Y nada de él surgió del agujero mientras éste se cerraba. Ni un pié, ni un grito, ni una palabra. Varios minutos demoró la mancha en contraerse. Se redujo hasta su tamaño inicial y aún más, hasta perderse de vista.

Al día siguiente, nadie supo nada de Toledo. Era extraño porque nunca se ausentaba sin aviso. Luego de tres días de ausencia y en vista de que Toledo no tenía parientes en la ciudad, la empresa dio parte a la policía. Unas horas después, dos oficiales se apersonaron para recabar información. Le hicieron muchas preguntas a Leticia, su secretaria.
—Llegó a las ocho, como siempre —dijo—. Me pidió que no le pasara las llamadas. Estuvo trabajando hasta el mediodía, luego salió a almorzar y regresó a la media hora. Me repitió que no le pasara llamadas y permaneció en su oficina hasta que me fui. Siempre me voy antes que él. Al día siguiente no vino y pude comprobar que se había olvidado el portafolio. Ni siquiera lo había cerrado. Eso sí me llamó la atención, pero un poco, nada más.
Los oficiales ingresaron a la oficina de Toledo y cerraron la puerta tras de sí. Observaron el lugar, revolvieron el cesto de papeles, encendieron la PC y anotaron el nombre de los últimos archivos abiertos, revisaron los armarios, encontraron allí el tarro de café instantáneo, lo abrieron con cuidado, prepararon dos cafés, se sentaron y tomaron un refrigerio que duró hasta el final de la requisa. Luego se retiraron agradeciendo a Leticia su colaboración.

Al día siguiente, luego de anunciarse, un sujeto ingresó en la oficina de Javier Pastrana. Tenía el cabello negro muy corto, casi rapado, y una barba candado muy prolija. Vestía un traje negro de solapas mínimas y un leve brillo mate, una camisa lila claro y una curiosa corbata negra con lunares rosados. Llevaba un reloj de oro y una pulsera a continuación. Se hacía llamar Carlos García.
—Tome asiento por favor —Indicó el joven empresario— ¿Desea tomar algo?
—No, gracias —dijo el sujeto mientras se sentaba.
Ambos rostros estaban serios y tensos.
—El trabajo está hecho —dijo el visitante.
Pastrana se acomodó contra el respaldo e intentó cuestionar.
—En realidad, el señor Toledo solo ha desaparecido hace cuatro días y no tenemos certeza…
—Amigo Pastrana —interrumpió el sujeto abruptamente—, entiéndame bien lo que voy a decirle, porque no pienso a repetirlo: El señor Toledo no está más.
—Comprendo —balbuceó Javier.
—El trabajo está hecho —repitió el barbado.
Pastrana modeló una sonrisa amplia para cortar la tensión.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿Dígame, como lo hicieron? No hay registro de ningún accidente, no hay cuerpo, no hay evidencias.
—Tal como le dije en su momento, Javier, utilizamos una técnica nueva, muy reciente, muy efectiva y muy limpia. Nos hemos especializado en esto y somos los mejores. Pero no puedo darle los detalles del procedimiento.
—Entiendo —Pastrana hizo silencio y agregó—. Y esta técnica que ustedes usan ¿Es muy dolorosa para la víctima?
—No ha sido así en este caso. Tal como usted lo pidió, nos abocamos a su mera desaparición y el señor Toledo no ha sufrido en absoluto. Pero en otras aplicaciones, esta tecnología puede ser sumamente dolorosa. De hecho, podemos provocar tanto dolor como es posible infligir a un ser humano; un dolor desesperante en cada centímetro cúbico del cuerpo. Un dolor horroroso, un sufrimiento lento, punzante, insoportable. Todo depende del servicio contratado por el cliente.
El hombre de negro relataba el horror absoluto con la misma soltura y frialdad con que se comenta un partido de futbol.
Pastrana, en cambio, se puso pálido frente a semejante descripción.
— ¿Y hay mucha gente que contrata ese tipo de… servicios? —preguntó.
—No sabe nuestra mano izquierda lo que hace la derecha —fue la respuesta.
Pastrana abrió un cajón del escritorio y extrajo un cheque ya conformado. Lo miro un instante y se lo entregó.
—Tenga usted, lo que habíamos acordado.
El hombre lo guardó dentro del traje sin mirarlo
—Gracias.
— ¿No piensa verificar la cifra?
—No hace falta. Nadie cometería la estupidez de engañarnos.
Pastrana sonrió mientras tragaba saliva.
Antes de salir, el señor García se volteó y agregó una cosa más.
—Ya me olvidaba. Mañana por la mañana concurrirá una persona de nuestra agencia para realizar una última “limpieza” en la oficina del señor Toledo. Se hará pasar por personal de una empresa de telefonía.
Pastrana se alarmó.
—Pero la policía ya ha registrado el lugar.
Ahora García sonrió abiertamente.
—No se preocupe por eso. Solo asegúrese de que lo dejen entrar.
El sujeto se marchó y Pastrana se desplomó en su sillón. Pensó en lo que acababa de hacer mientras miraba cómo su índice izquierdo escarbaba la uña del índice derecho. Toledo se lo merecía. No había hecho nada por intentar acercarse a la nueva conducción. Por el contrario, lo había estafado. No le había dejado alternativas. Y aún así él había tenido la delicadeza de regalarle los candores de una desaparición indolora.
Levantó el teléfono.
—Leticia. Mañana por la mañana vendrá personal de la empresa de telefonía a realizar una instalación en la oficina de Toledo. Hágalo pasar y asegúrese de que nadie lo moleste.
— Si señor.

El hombrecito era un verdadero personaje. Muy bajito, ligeramente obeso, tenía la cabeza redonda y pelada al centro. Una nariz breve y respingada sobre la que a duras penas se mantenían sus gafas redondas. Vestía un mameluco gris y llevaba una valija de herramientas de aluminio.
—Usted es Leticia —afirmó con una sonrisa juguetona.
—Si Señor —respondió Leticia, que ya trataba de “señor” hasta a su propio gato.
— ¿Ha visto? Se lo leí en la mirada, porque sus ojos hablan ¿lo sabía? Y tal vez, también le espié el nombre en el carnet que lleva prendido del bolsillo de la blusa.
Ambos rieron.
—Usted debe ser de la empresa de telefonía —dijo Leticia.
—Así es, y vengo a trabajar en la oficina de un señor Toledo. Pero ahora tengo más ganas de quedarme aquí, conversando con usted.
Leticia se puso de pié y lo condujo a la oficina mientras lo amenazaba.
—Mire que mi novio es muy alto y muy celoso.
—Si. Pero no está.
La puerta se cerró dejando a Leticia afuera, al hombrecillo adentro y sonrisas todo alrededor. Pero apenas se hubo cerrado la puerta, el limpiador se puso muy serio.
Abrió la valija sobre el escritorio y allí dentro pudo verse un curioso set de pinzas, bolsitas con cosas, frasquitos y otros objetos más curiosos. Y todo cuidadosamente encastrado en una bandeja de poliuretano expandido, donde cada objeto calzaba en una cavidad exacta.
El limpiador se colocó unos guantes de látex y comenzó a disponer los distintos elementos sobre el escritorio, incluyendo un bolsita especial para residuos, un dispenser de papel tissue, un marcador, un pincelito de acuarela de cerdas azules, un frasquito tan alto como grueso lleno hasta la mitad con una gelatina color ámbar, una pinza de joyero con la punta extremadamente fina, un recipiente parecido a una lata de pomada para lustrar zapatos, más pequeña, con una pastilla de polvo prensado en su interior y otros pomos y frasquitos varios.
Se colocó una especie de vincha con linterna y una lupa de joyero sobre el ojo derecho. A continuación, comenzó a recorrer la superficie del ventanal en busca de la manchita que se había devorado a Toledo. La encontró cinco minutos después. Era una mota negra del tamaño de un grano de polen. Rápidamente tomó el marcador y dibujó un círculo verde en derredor de la mota. Luego, con un gotero dejó caer varias gotas de un líquido muy fluido sobre la pastilla de polvo prensado. Con el pincelito de cerdas azules removió la mezcla hasta formar un almíbar transparente. Con una precaución absoluta, pintó con el almíbar toda el área dentro del círculo verde. Unos segundos después, la superficie así tratada se licuó y comenzó a bullir, al tiempo que todo el ventanal se puso a temblar como tiembla un vidrio detrás de un parlante a todo volumen. Unos segundos más y todo se calmó. El limpiador dejó pasar cinco minutos para que el almíbar trabaje. Luego sujetó la pinza fina, se volvió a calzar la lupa y comprobó que la mota se había removido con éxito de la superficie del vidrio. Intentó sujetarla con la pinza una, dos y tres veces, pero la mota se resbalaba y volvía a su charco de removedor. Al fin logró sujetarla mínimamente, la retiró unos centímetros de la superficie del vidrio y fue entonces que la mota resbaló de la pinza y se cayó. Instintivamente colocó la mano para atajarla y allí fue a dar sobre el guante. El hombrecillo se puso pálido y comenzó a temblar. Sabía que el guante no resistiría, sabía que la mota se adheriría a la piel de su palma y que nada era peor en este mundo que la mota adherida al cuerpo. Se quitó el guante con cuidado y con la lupa comenzó a recorrerse la palma de la mano izquierda. Allí estaba la partícula mortal, en una zona carnosa, cuatro centímetros debajo del meñique, incrustada en la piel con la adherencia más tenaz del universo. El limpiador se quedó inmóvil, temblando de terror, con la mirada perdida en el ventanal. Recordó con horror aquellos videos que le fueran mostrados durante su entrenamiento, donde se exhibía el modo como el dispositivo actuaba cuando se aplicaba sobre el cuerpo de la víctima. Y jamás olvidaría esos gritos desgarrándole el alma, ni la expresión de esos rostros deformados por el dolor mientras el dispositivo transformaba lentamente al desgraciado en un hoyo hacia la nada.
Súbitamente volvió en sí, buscó nuevamente la partícula diabólica en su mano, y la circuló con el marcador verde. Buscó en el escritorio algún objeto duro. La regla de acrílico estaría bien. Se la colocó en la boca y la mordió con fuerza. Embebió el pincel azul en el almíbar removedor, acercó el pincel a la palma, titubeó un instante sobre el círculo verde y aterrizó dentro de él con las cerdas embebidas en el ácido. Profirió un mugido ahogado y sin vocal y comenzó a temblar al tiempo que el removedor le licuaba la piel y la carne dentro del círculo hasta rebullir con un burbujeo pequeño. Un instante después dejó de temblar. Entonces miró el reloj. Debían pasar cinco minutos para que el removedor pudiera arrancarle la mota de la piel. Contó hasta trescientos empapado en sudor, luego miró el reloj. Faltaba un condenado minuto quince. El dolor era insoportable, pero a cualquier precio debía sacar ese objeto de allí. Por fin tomó la pinza y la lupa y enseguida halló la mota, negrísima, nadando en el pastiche marrón. Debió serenarse para mitigar el temblor de su mano, que se amplificaba al final de la pinza. Con un esfuerzo extremo, pudo sujetar con precisión el minúsculo dispositivo. Sin apartarlo de la vista lo llevó hasta el frasco con la gelatina color ámbar y lo introdujo dentro, cuidando que no roce la superficie interior. Se quitó la lupa y la vincha con linterna y profirió un resoplido largo con el cuerpo y con el alma. Se limpió la llaga con un tissue cuidando de tirar todo en la bolsa especial para residuos. Luego se roció la mano con un spray pequeño. Ejecutó la misma limpieza en el vidrio de la ventana. Tiró todo dentro de la bolsa. Abrió un pomo con más gelatina y llenó lo que quedaba del frasco, asegurándose que la mota quedara absolutamente rodeada por el gel. De la parte inferior de la valija, debajo de la bandeja de poliuretano, extrajo un pequeño soplete. Sujetó el frasco con una pinza especial y lo calentó durante cinco minutos. Sacudió el frasco y verificó con éxito que el curado del gel era el adecuado.
Se quitó el guante que le quedaba, y guardó absolutamente todo el equipo en la valija, incluyendo la bolsa de residuos. Luego se vendó la mano con gasa y cinta adhesiva. Se secó el sudor con un pañuelo y se ventiló el pecho sacudiendo el mameluco hacia adentro y hacia fuera. La tarea había terminado. Sujetó la valija, caminó hacia la puerta, antes de abrirla ensayó dos o tres veces la sonrisa y se largó de allí.
—Adiós hermosa —saludó a Leticia.
—Usted, tanto tiempo ahí adentro, no se llevará nada ajeno en esa valija ¿verdad? —bromeó la muchacha ya en confianza.
El hombrecillo se acercó a su oído y contestó la broma sobreactuando discreción.
—Me llevo al tal Toledo metido en un frasquito —dijo.

Esa misma tarde, en el despacho de Javier Pastrana, su vicepresidente discutía con él los pormenores del remplazo de Toledo.
—Mañana mismo viene el reemplazante —dijo Pastrana. Es un muchacho excelente, con antecedentes excepcionales en el análisis de cuentas corrientes. Cené con el la semana pasada… No, perdón, esta semana. Creo que fue el martes. Mañana mismo lo pondré en funciones.
Eduardo Yañiez, su segundo al mando, asintió con la cabeza y refutó con elegancia.
—Usted sabe, Javier, que algunos miembros del Directorio tienen otro postulante para el puesto.
—Lo sé muy bien, Yañiez, pero con su apoyo, no podrán oponerse. Supongo que cuento con usted en esto ¿verdad?
Yañiez hizo un silencio breve que enseguida preocupó al muchacho.
—Por supuesto, por supuesto. Yo estoy con usted, pero no deberíamos subestimar esta diferencia con el Directorio. Yo suspendería la concurrencia de su candidato mañana y enviaría al estudio los antecedentes de ambos postulantes para que se tomen un tiempo en realizar cierta inteligencia sobre los sujetos. Usted y yo sabemos que el informe del estudio se puede manipular. La operación podría demorar tres o cuatro días, pero cerrará la boca de los directores disidentes. Si usted me da esos cuatro días, yo puedo ocuparme.
Pastrana se quedó pensativo mientras se miraba los dedos y se escarbaba las uñas.
—Está bien —convino finalmente—. Esta tarde le hago llegar la carpeta del muchacho. Confío en usted.
—Déjelo en mis manos y despreocúpese —dijo Yañiez y agregó— En cuatro días ya no tendrá que lidiar con el problema. Délo por seguro.
Yañiez se retiró de la oficina y Pastrana se quedó sentado, pensando, mientras se hamacaba en su sillón. Ahora se había introducido la punta de un capuchón de bolígrafo debajo de la uña se su índice derecho. Últimamente el Directorio estaba mostrándose poco dócil. Otros accionistas estaban representados allí. Sin duda disciplinarlos resultaría en lo sucesivo cada vez más complejo. Afortunadamente contaba con Yañiez que era un hábil jugador en ese terreno. De todos modos, la pelea lo crispaba. Era una lucha de poder, un escenario al que debería acostumbrarse. Es solo que ahora, precisamente ahora, la situación le producía una ansiedad irreprimible y no dejaba de escarbar la uña de su dedo derecho con la uña del izquierdo. ¿Acaso era posible que el Directorio se confabulara, que lo hostigara hasta el límite y lo indujera a vender su mayoría accionaria? ¿Existiría un riesgo real de perder el control de la empresa fundada por su padre? Por un momento extrañó a Toledo, que era el pasado. Y extrañó también su aun reciente desmesura juvenil: Las picadas en Avenida del Libertador a las dos de la mañana, los maravillosos excesos de sexo y alcohol, acunados por la noche de la ciudad que no duerme. Las parrandas y el descontrol de dos o tres días sin dormir. ¿No sería mejor dejar este juego de intereses absurdos y volver a la felicidad aquella? Tal vez, realmente él fuera aún muy joven para estas batallas en la cumbre. Pero su espalda ya cargaba con Toledo. Y al fin de cuentas la carga no pesaba tanto. Tal vez realmente tuviera vocación para el mando y solo le faltara hacerse el hábito. Y afortunadamente estaba Yáñiez, para sostenerlo mientras maduraba. Y afortunadamente también, estaba esta persistente suciedad debajo de la uña de su índice derecho, que le permitía escarbar y escarbar hasta mitigar su ansiedad. Era una manchita negra, chiquita, del tamaño de una pulga.

1 comentario:

  1. Vaya con la manchita. Me ha gustado tu relato Cristian, creas auténtico suspense con tus relatos ¿eh? este es el segundo cuento que leo tuyo y me ha mantenido también interesada hasta el final, tienes una gran imaginación. Felicidades y un abrazo desde Madrid,

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