Era un sobre de correo postal, sin remitente, dirigido a mi persona con un estampillado de la provincia de La Pampa.
La misiva despertó mi curiosidad porque no conocía a nadie en La Pampa. Rasgué el sobre por la parte superior y extraje una hoja cuadriculada arrancada sin cuidado de un cuaderno con lomo espiral, escrita con una cursiva desordenada y escolar.
Arriba y al centro, una palabra ignota –al menos lo era para mi- encabezaba el texto. A continuación de esa palabra, podía leerse:
“Usted no debe pronunciar esta palabra. Puede leerla, pero nunca debe pronunciarla. Solo copie la carta siete veces y remítala por correo postal a siete destinos conocidos. Debe copiarla a mano y en letra cursiva, y enviar las copias en un plazo de siete días a partir de hoy”.
“No existe ninguna persona que haya pronunciado la palabra o que no haya enviado las copias a tiempo”
Hacía tiempo que no recibía estas cadenas. Antaño solían ser más frecuentes. Jamás las había contestado y no lo haría ahora, por supuesto.
Me quedé unos instantes tratando de entender el significado completo de la última frase. Desistí, aparté la hoja y continué con el siguiente correo.
Al rato entró Rosa para efectuar la limpieza.
—Quédese Don Julio, que a mi no me molesta.
—Usted siempre dice eso, pero nosotros sabemos que molestamos, Rosa —contesté incorporándome con el periódico abierto y sin quitar la vista de la lectura—. Todo esto puede tirarlo, que es basura —le indiqué señalando el amontonamiento de sobres rotos y correspondencia de publicidad.
Rosa levantó la carta manuscrita, leyó la palabra en voz alta y preguntó
—¿Qué quiere decir?
—No sé Rosa pero lea lo que sigue, va a ver que ha cometido un grave error.
La mujer siguió leyendo en voz alta y con cierta dificultad. La bastó la primer oración para entender la broma.
—Mire que si me pasa algo se lo voy a reclamar como accidente de trabajo ¿eh? —dijo cerrando la charada. Ambos reímos y cada uno continuó con lo suyo.
Alrededor de la medianoche sonó el teléfono. Atendió Marcela, que todavía estaba levantada. Entre sueños la escuché referir de alguien que debía ser Rosa.
—De acá se fue a la misma hora de siempre. Sí, a la tardecita, a eso de las siete, sí. No, no; realmente no nos comentó nada. Bueno, cualquier cosa manténganme al tanto.
Cuando se acostó, me dio los detalles obvios.
—Parece que Rosa no volvió a la casa. Están preocupados. Llamó la hija mayor.
—Se habrá ido de joda la gorda —respondí en ese lenguaje de los matrimonios que la confianza suele vulgarizar.
Pero la gorda no se había ido de joda. Lo supimos al día siguiente. Salió de casa esa tarde y a las dos cuadras la atropelló un autobús. Murió en el acto.
Volvimos del velatorio como a las once. Avisé en el trabajo que iría por la tarde y me quedé a almorzar en casa. Entré al estudio a buscar unos papeles. Nunca encuentro los papeles que busco y siempre termino revisando el cesto de basura. Entonces, en un bollo muy abierto volví a ver la carta de La Pampa.
La levanté con cuidado, la planche con la palma sobre el escritorio y la releí despacio, deteniéndome en esa última frase amenazante: “No existe ninguna persona que haya pronunciado la palabra o que no haya enviado las copias a tiempo”. Relacioné la sentencia con la muerte de Rosa, que había pronunciado la palabra, y debo confesar que me inquieté un poco. No había forma de saber si existía una conexión y toda lógica indicaba que no, pero…
Allí mismo resolví que enviaría las copias. Por si acaso, elegí siete destinatarios que no me cayeran simpáticos. Confeccioné las siete copias manuscritas y envié todo por correo, sin remitente.
A la semana siguiente, la inquietud se transformó en pánico. Día tras día llegaba la noticia del deceso de uno de los destinatarios. En total murieron seis: Tres proveedores del negocio, un financista, el plomero, una tía de mi esposa y su loro. Solo sobrevivió la vecina del fondo, mujer ignorante si las hay, que seguramente se asustó y remitió las copias mortales.
Así fue que al cabo de diez días, todas las personas que habían pronunciado la palabra o que no habían enviado las copias a tiempo estaban muertas y enterradas cumpliendo así el mandato de la carta.
Ahora yo no sé que hacer. No puedo formalizar una denuncia porque no tengo evidencias comprobables y porque me siento culpable. Y no puedo rastrear hacia atrás el origen de mi carta, en La Pampa.
Solo puedo difundir este relato para que otros estén alertas y a la caza de elementos reveladores. Para ello, compartiré con los lectores los datos que faltan en la trama. Cada uno se hará responsable del uso que haga de ellos.
La palabra es Orpekam, que es el verdadero nombre de este cuento, omitido al empezar por simple precaución. Y tal vez la historia sea ficción, pero por si acaso, yo no lo he verificado.
La misiva despertó mi curiosidad porque no conocía a nadie en La Pampa. Rasgué el sobre por la parte superior y extraje una hoja cuadriculada arrancada sin cuidado de un cuaderno con lomo espiral, escrita con una cursiva desordenada y escolar.
Arriba y al centro, una palabra ignota –al menos lo era para mi- encabezaba el texto. A continuación de esa palabra, podía leerse:
“Usted no debe pronunciar esta palabra. Puede leerla, pero nunca debe pronunciarla. Solo copie la carta siete veces y remítala por correo postal a siete destinos conocidos. Debe copiarla a mano y en letra cursiva, y enviar las copias en un plazo de siete días a partir de hoy”.
“No existe ninguna persona que haya pronunciado la palabra o que no haya enviado las copias a tiempo”
Hacía tiempo que no recibía estas cadenas. Antaño solían ser más frecuentes. Jamás las había contestado y no lo haría ahora, por supuesto.
Me quedé unos instantes tratando de entender el significado completo de la última frase. Desistí, aparté la hoja y continué con el siguiente correo.
Al rato entró Rosa para efectuar la limpieza.
—Quédese Don Julio, que a mi no me molesta.
—Usted siempre dice eso, pero nosotros sabemos que molestamos, Rosa —contesté incorporándome con el periódico abierto y sin quitar la vista de la lectura—. Todo esto puede tirarlo, que es basura —le indiqué señalando el amontonamiento de sobres rotos y correspondencia de publicidad.
Rosa levantó la carta manuscrita, leyó la palabra en voz alta y preguntó
—¿Qué quiere decir?
—No sé Rosa pero lea lo que sigue, va a ver que ha cometido un grave error.
La mujer siguió leyendo en voz alta y con cierta dificultad. La bastó la primer oración para entender la broma.
—Mire que si me pasa algo se lo voy a reclamar como accidente de trabajo ¿eh? —dijo cerrando la charada. Ambos reímos y cada uno continuó con lo suyo.
Alrededor de la medianoche sonó el teléfono. Atendió Marcela, que todavía estaba levantada. Entre sueños la escuché referir de alguien que debía ser Rosa.
—De acá se fue a la misma hora de siempre. Sí, a la tardecita, a eso de las siete, sí. No, no; realmente no nos comentó nada. Bueno, cualquier cosa manténganme al tanto.
Cuando se acostó, me dio los detalles obvios.
—Parece que Rosa no volvió a la casa. Están preocupados. Llamó la hija mayor.
—Se habrá ido de joda la gorda —respondí en ese lenguaje de los matrimonios que la confianza suele vulgarizar.
Pero la gorda no se había ido de joda. Lo supimos al día siguiente. Salió de casa esa tarde y a las dos cuadras la atropelló un autobús. Murió en el acto.
Volvimos del velatorio como a las once. Avisé en el trabajo que iría por la tarde y me quedé a almorzar en casa. Entré al estudio a buscar unos papeles. Nunca encuentro los papeles que busco y siempre termino revisando el cesto de basura. Entonces, en un bollo muy abierto volví a ver la carta de La Pampa.
La levanté con cuidado, la planche con la palma sobre el escritorio y la releí despacio, deteniéndome en esa última frase amenazante: “No existe ninguna persona que haya pronunciado la palabra o que no haya enviado las copias a tiempo”. Relacioné la sentencia con la muerte de Rosa, que había pronunciado la palabra, y debo confesar que me inquieté un poco. No había forma de saber si existía una conexión y toda lógica indicaba que no, pero…
Allí mismo resolví que enviaría las copias. Por si acaso, elegí siete destinatarios que no me cayeran simpáticos. Confeccioné las siete copias manuscritas y envié todo por correo, sin remitente.
A la semana siguiente, la inquietud se transformó en pánico. Día tras día llegaba la noticia del deceso de uno de los destinatarios. En total murieron seis: Tres proveedores del negocio, un financista, el plomero, una tía de mi esposa y su loro. Solo sobrevivió la vecina del fondo, mujer ignorante si las hay, que seguramente se asustó y remitió las copias mortales.
Así fue que al cabo de diez días, todas las personas que habían pronunciado la palabra o que no habían enviado las copias a tiempo estaban muertas y enterradas cumpliendo así el mandato de la carta.
Ahora yo no sé que hacer. No puedo formalizar una denuncia porque no tengo evidencias comprobables y porque me siento culpable. Y no puedo rastrear hacia atrás el origen de mi carta, en La Pampa.
Solo puedo difundir este relato para que otros estén alertas y a la caza de elementos reveladores. Para ello, compartiré con los lectores los datos que faltan en la trama. Cada uno se hará responsable del uso que haga de ellos.
La palabra es Orpekam, que es el verdadero nombre de este cuento, omitido al empezar por simple precaución. Y tal vez la historia sea ficción, pero por si acaso, yo no lo he verificado.
...La verdad,esto te hace cosquillas en la panza,mmmm...jajaja! Muy bueno!
ResponderEliminarEs un relato excelente. Felicitaciones.Muy bueno!!!!!
ResponderEliminar¡Gracias Paula! Tu alago me honra porque realmente disfruto (y envidio, ay) tu forma de escribir.
ResponderEliminarSaludos.
-¿Creees en las brujas?-
ResponderEliminar-No señor, porque es pecado. Pero que las hay, las hay-.