martes, 29 de diciembre de 2009

La Cucarachada (Cuento)

–Ya la Declaración Universal de los Derechos Humanos admite el derecho de los pueblos sometidos a luchar por la liberación de la opresión que los aplasta. En aquel instante de lucidez, todas las naciones suscribieron aquellas nobles ideas, las mismas que se empeñarían luego en ignorar, porque ciertamente los pueblos continuaron sometidos y jamás se les reconoció derecho alguno a luchar por su liberación.

Balvanera disertaba, enfatizaba, variaba el volumen, hacía silencios, miraba al auditorio, solfeaba en prosa y terminaba arriba, bien arriba siempre. Y la sala explotaba y ovacionaba de pié, casi con rabia. Sobre el escenario, los panelistas y organizadores se aglutinaban en torno a su figura para felicitarlo con ademanes elocuentes y gestos efusivos y sonrisas amplias y palabras melosas.

El Doctor Roberto Balvanera era un intelectual de izquierda muy reconocido en el ámbito local y un referente de la cultura porteña en materia de derechos humanos. Hacía unos años que ocupaba la cátedra homónima de la Universidad de Buenos Aires. Sus años jóvenes habían sido tumultuosos. Primero fue marxista, después socialista y ahora se declaraba ajeno a toda corriente.
Daba charlas intensas sobre el ideal igualitario, escribía artículos que se publicaban en las gacetillas de la izquierda vernácula y había escrito varios ensayos de poca tirada donde desgranaba su ideario, desperdigado entre la narración de los hechos de la historia reciente.

Balvanera alentaba la lucha en todas sus formas por el derecho a la vida y la igualdad y por la liberación de los oprimidos, excluidos y marginados del mundo. Solía magnificar el egoísmo y la brutalidad de los poderosos y soslayar el egoísmo y la brutalidad de los oprimidos, sin advertir que en su mundo idílico, los segundos tomarían el lugar de los primeros.

Condujo hacia su casa con la reverberación de los aplausos llenando el habitáculo y el recuerdo de las estridencias del micrófono acosándolo sin formas definidas.
Bajó del auto y echó llave al portón de la cochera. Subió a saludar a su hijo. Lo encontró en su habitación en compañía de su inseparable amigo Matías, cabeza contra cabeza, desperdiciando la vida frente al monitor de la PC, como todas las noches.

Ernesto Fidel acababa de cumplir diecisiete años y desde la muerte de su madre había quedado librado a su suerte. Su padre le prestaba poca atención, como si la difunta aún continuara allí, relevándolo de toda responsabilidad. Eventualmente se cruzaban durante la cena, una ceremonia lánguida de monosílabos y comida rápida. Ernesto aborrecía todo aquel discurso y no mostraba el menor interés por la política. Junto con el desprecio al ideario de su padre, crecía una furia que se hacía visible en una agresión permanente hacia él. Alejado de las izquierdas y las derechas, Ernesto cultivaba marihuana secretamente en el fondo de su casa y la vendía en el colegio con un sigilo casi ausente. Sin embargo, Balvanera insistiría hasta la muerte en convertirlo a la causa y mantenerlo fuera de la “cofradía de los idiotas útiles”, como el llamaba a casi todo pobre tipo que no compartía su ideario.

Ernesto y Matías eran vecinos, no solo de casa sino también de habitación. Pared mediante, sus dormitorios quedaban uno junto al otro. Durante la noche brindaban un concierto de golpes de medianera con el que parecían comunicarse jocosamente en un código indescifrable o tal vez inexistente. Pese a que Balvanera detestaba el martilleo, utilizaba la misma técnica para llamar a Ernesto cuando sus visitas al vecino se pasaban de todo horario razonable.
–Cuando esté la cena vos golpeame la pared que yo te contesto y voy –había dicho el chico la primera vez. Pero el sistema de comunicación había sido efectivo solo durante las dos primeras semanas. Desde entonces era común ver a Balvanera martillando la pared hasta despellejarse los puños, con enojo creciente y resultado menguante.

A continuación de los marginados del mundo y de su hijo Ernesto, ocupando el tercer puesto en su podio de desvelos, se encontraban las cucarachas.
Lo que Balvanera sentía por las cucarachas era una mezcla de asco, odio y temor para la que no existe adjetivo conocido. Se pasaba la vida combatiéndolas, y su fobia ya había embestido contra la plaga por casi todos los medios conocidos, recorriendo la góndola de insecticidas en aerosol, cebos, gel, desinfecciones masivas y tratamientos minuciosos. Pero de algún modo misterioso, el animalito se las ingeniaba para reaparecer cada primavera con sus pequeñines correteando sobre la mesada de la cocina; y para colmo de males, cada horneada parecía más veloz e intrépida que la anterior.

Esa noche Balvanera había decidido no cenar. Se preparó un café bien cargado y se puso a tomar unas notas sobre la mesita de la cocina.
Luego de largos minutos de meditación y escritura su paz se vio turbada con gran sobresalto; la mirada se le cayó al piso, se le erizaron todos los pelitos del cuerpo y se le detuvo el corazón. Desde abajo del refrigerador comenzaron a salir unas treinta o cuarenta cucarachas de diferentes tamaños marchando en filas de cinco, alineadas como un valet y siguiendo el paso como soldado en el día de la patria. Al frente de la formación marchaba el ejemplar más grande y antenudo, guiando a su ejército directamente hacia Balvanera en movimiento rectilíneo uniforme. La compañía se detuvo a escasos centímetros de su pie izquierdo, que para complicar las cosas yacía a la intemperie, apenas protegido por una hojota totalmente insuficiente.
Durante unos eternos segundos, se mantuvo firme la cucarachada frente a Balvanera. Luego la líder giró 90º exactos y toda la formación desapareció debajo de la cocina.
Cuando pudo, Balvanera se puso de pie, titubeó, salió de la cocina, encendió todas las luces que encontró, se dirigió a su dormitorio, se calzó un par de medias y unas zapatillas deportivas bien cerradas y regresó dando pasitos de treinta centímetros para poder mirar a la vez el piso las paredes y el techo. En el camino se armó de una escoba gastada y con un sigilo extremo se asomó a la cocina. Allí, sobre su block de notas aun deambulada uno de los monstruosos insectos, que se detuvo un instante y luego continuó recorriendo la hoja de papel. Evidentemente alguna glándula debajo de su abdomen segregaba una sustancia negra que estaba trazando líneas conforme caminaba. Se detuvo súbitamente y se marchó a la carrera desapareciendo detrás de la heladera. Balvanera recogió el block de notas como quien recibe una misiva del demonio y vio unas letras grandes y temblorosas de imprenta mayúscula escritas con tinta de abdomen de cucaracha donde decididamente podía leerse: “Queremos negociar”.

Es difícil precisar la secuencia de pensamientos que el episodio disparó en la mente de Balvanera durante los días siguientes, desde la sospecha de la propia locura hasta la admisión de una posible cepa inteligente que, ya sea por una migración reciente o por una evolución darviniana operada en los trasfondos de su cocina, se había instalado en su domicilio para complicarle la existencia.

Al día siguiente vertió como al pasar algún comentario sobre sus problemas con las cucarachas en la Sala de Profesores de la Facultad de Derecho cuidándose mucho de no mencionar que las suyas además desfilaban llevando el paso y escribían por la panza. El tema despertó una andanada de condescendencias y el relato de múltiples historias que, entre todas, reseñaban la infructuosa lucha del hombre contra la cucaracha doméstica. Sin embargo, las conmiseraciones siempre tenían un dejo de indiferencia.
–Sí –decía alguno–, en casa son un problema de nunca acabar. ¿Che, nadie vio el Libro de Temas?

Afortunadamente Nélida, una profesora relativamente nueva, relativamente joven y relativamente bella aportó a Balvanera información relativamente útil, relativa al problema.
Hacía unos meses que se habían habituado a compartir una taza de café durante el intervalo. Balvanera tenía cierto interés en la dama pero nunca se atrevía a ir más allá de las charlas de trabajo. Nélida profesaba hacia él una admiración franca y abierta, pero tampoco avanzaría un ápice hacia los terrenos del corazón.
–Esta es la dirección y el teléfono –le dijo alcanzándole una nota–. Se encargan de todo tipo de plagas: ratas, cucarachas, pulgas, palomas, lo que sea; y al parecer son bastante buenos en lo suyo.
En un gesto casi pornográfico, Balvanera sujetó el papel y los dedos de Nélida.
–Gracias –le dijo–. Cuando desinfecte la casa tenés que venir una tarde a tomar el té.
Ella se sonrojó y agradeció los honores.
A los dos días el personal de la casa de plagas inspeccionaba la cocina de Balvanera. En un derroche de cucarachología general, el exterminador explicó el comportamiento de la criatura, desde su gestación dentro del huevo primigenio hasta la madurez reproductora, precisando por qué sería necesario hacer esto y aquello y nunca lo otro y mencionando al pasar los yerros más comunes de la competencia debidos, en general, a su afán de ahorrar “producto” para abaratar costos en desleal competencia; juego al que ellos no entrarían jamás dada la tradición de la empresa de mantener altos estándares de calidad y eficiencia, aunque ello implicara soportar un diferencial de precios.
En concreto, Balvanera debía vaciar toda la cocina, hasta el último trasto. Entonces vendrían ellos con su equipo y efectuarían la desinfección, cuyo secreto consistía en quemar unas pastillas de veneno (permitido y aprobado por la agencia pertinente) y saturar de humo la habitación durante 24 hs. Finalmente volverían para desinfectar e higienizar absolutamente todo.
La operación se llevó al cabo a los pocos días y por siete días más no hubo noticias de la alimaña.

Al atardecer del octavo día, Balvanera abrió la puerta y recibió a Nélida con una amplia sonrisa. La mujer le entregó un paquete de masas finas y se dispusieron a tomar el té. Y bebieron y comieron y charlaron.
Balvanera hablaba de sus problemas con Ernesto, de cuanta falta hacía la madre, de las limitaciones que la ausencia de la figura femenina imponía a la educación del chico, y a la propia vida del viudo consiguiente. Ella subía la apuesta comentando la inconveniencia de que un hombre como él estuviera solo y preguntándole si había considerado la posibilidad de formar una nueva pareja. Él respondía que era muy difícil encontrar una mujer adecuada, una mujer que reuniera tales y cuáles atributos, y mencionaba a continuación todas las virtudes que ya le había reconocido en conversaciones anteriores. Y así continuaba la charla, ganando en intensidad y avanzando hacia un punto fijo en la mente de ambos contertulios. Hasta que la plática se vio abruptamente interrumpida por una cucaracha que, tal vez en tren de festejar su supervivencia al holocausto, salió a dar un paseo por la blanca pared del comedor.

–Pero ¿Será posible? –protestó el hombre y se incorporó de un salto para buscar una escoba, un escobillón o quizá mejor una escopeta.

Cuando volvió al comedor encontró a Nélida aterrorizada contra la puerta de calle con una mano en el picaporte mientras una verdadera invasión de cucarachas subía por las patas de la mesa, atacaba las masas y entraba y salía de las tazas con escalofriante ajetreo. Sin saludar siquiera, Nélida abrió la puerta y se largó con gran pavor. Entonces, como guiadas por una orden inaudible, todas las cucarachas cesaron en su actividad, bajaron al piso y se marcharon en fila india pegaditas a la pared, cruzaron el pasillo antenita contra colita, y se hundieron en la oscuridad de la cocina, dejando a Balvanera paralizado en medio del comedor con la escoba en una mano y Nélida a mil kilómetros de la otra.

El hombre se dejó caer en el sillón, apoyó los codos sobre los muslos y se sujetó la cabeza con las manos jalando levemente unos cabellos finos que todavía le crecían a la altura de los parietales. Se quedó mirando el piso como buscando una respuesta en el diseño de las baldosas.
Era claro que toda la jugada había sido cuidadosamente urdida y milimétricamente ejecutada por la colonia con el deliberado propósito de exhibir su poder. Ahora Balvanera sabía que si estas criaturas se lo proponían, su vida en esa casa sería un calvario. Rápidamente pensó en vender la propiedad pero enseguida imaginó el cuadro de espanto de cuanto comprador medianamente interesado recalara en su morada y las viera paseando muy orondas por los pisos, las paredes y los techos. Entonces volvió a su mente aquella frase terrible: “Queremos negociar” y progresivamente se fue dando cuenta que si no había forma de matar a estos bichos, de matarlos y que se mueran, como Dios manda, todas las demás alternativas estarían vedadas.

Pero ¿Se avendría él, humano por parte de padre y madre, hombre cabalmente capacitado y con estudios universitarios completos a discutir sobre la utilización del espacio vital de su propiedad con una colonia de cucarachas merodeadoras, insectos, para más datos, habitantes de la oscuridad y amigas del polvo, la grasa y el estiércol? ¿Qué entidad se atribuían estos bichos para venir a él con esas pretensiones? Y además ¿negociar? ¿Negociar qué? ¿Negociar su casa, su ración de comida? ¿Tendría que dejarles las sobras de la cena sobre un papel de diario al pié de la heladera y un charquito de agüita al costado para que las desgraciadas coman y beban y copulen y se reproduzcan en salvaje frenesí, pródigo en huevos, simiente de nuevas hordas cascarudas engrosando las filas enemigas, generación tras generación con la velocidad del devenir de los estíos? ¿Qué condenada cosa tendría él que negociar con estas bestias del inframundo, con estos monstruos horrorosos que la feliz providencia había tenido el tino de miniaturizar para preservarnos de asistir a los lamentables detalles de su asquerosa anatomía? ¡No!. El no tenía nada que negociar con cucarachas. No podía concebirse ningún punto de encuentro entre los intereses de las partes. Su existencia solo merecía el exterminio o cuanto menos la expulsión inmediata e incondicional allende los lindes de la casa.

Ya repuesto el ego con estos pensamientos restauradores, entró a la cocina con decisión arrolladora, pero solo para detenerse abruptamente frente a la mesa sobre la que ahora descansaba todo un montoncito de páginas escritas con aquella letra temblorosa.
Levantó las hojas con desánimo. Las ordenó con facilidad porque, inteligente, el animalito había numerado los folios, arriba, a la derecha. Se apoyó contra el marco de la puerta y leyó:

“Nuestra limitada inteligencia no alcanza para comprender su odio visceral a nuestra especie. Solo somos distintas a usted, pero tan vivas y dignas de seguir en tal estado como el que más. Luchamos por nuestro derecho a vivir y debemos oponernos con fuerza y decisión a su deseo, incomprensible para nosotras, de exterminarnos sin que parezca mediar causa justificada. Todo lo que queremos es vivir en nuestra patria, que casualmente es la cocina de su casa, Balvanera. Y si así lo queremos no es por capricho sino porque aquí vivieron nuestros padres y los padres de nuestros padres y todos nuestros ancestros hasta donde nos llega la memoria.”
“Evidentemente, no podremos vencerlo, pero ya ve que usted tampoco podrá contra nosotras de modo que proponemos un trato: Usted nos deja vivir en los trasfondos de su cocina y nosotras haremos nuestros mayores esfuerzos para no ser vistas ni tan siquiera una vez. Para usted será como si ya no existiéramos y nosotras nos libraremos de las masacres que nos propina con cada intento de exterminio.”


La misiva dejó a Balvanera nuevamente tirado en el sillón, con la cabeza hundida entre las manos.
Era curioso porque mientras toda lógica indicaba que la ausencia de la plaga no se diferenciaba a los fines prácticos de la ausencia de evidencia de la plaga, un sentimiento de inseguridad invadía a Balvanera cuando evaluaba la situación de cocinar un huevo frito con la cucarachada bullendo a medio metro de la sartén, retorciéndose en inconcebible hacinamiento entre el piso del horno y el de la cocina. Pero ¿en qué se diferenciaría esto, por ejemplo, de una comunidad de mil tarántulas viviendo en el taparrollo de la persiana de las que tampoco había evidencias de existencia?. El cuadro era entonces más grave: No era el eventual avistamiento lo que generaba inseguridad sino el mero conocimiento de la existencia de la plaga, aún invisible. Y si conocer es más difícil que ignorar, olvidar lo conocido es más difícil aún.
Después de un profundo análisis, Balvanera llegó a la conclusión de que todo a excepción de su psicosis indicaba que debía cerrar trato.
Aún dubitativo, escribió en un papel “Trato hecho” y sin dejar de sentirse muy ridículo, lo deslizó por debajo de la mesada.

Por un tiempo Balvanera no volvió a ver cucarachas. Mientras tanto, la vida le seguía ocurriendo. Sus primeros encuentros con Nélida días después del episodio fueron tibios y distantes. Ella se sentía culpable de un desplante irracional que la había revelado ante él igualada a la más estúpida de las mujeres; y él se sentía un hombre sucio que moraba en una porqueriza rebosante de cuanta alimaña había engendrado el Altísimo sobre la faz de la Tierra.
Ernesto, por su lado, había sido expulsado del colegio por traficar marihuana. En un gesto hacia la figura del padre, la Directora no dio parte a la policía. Pero igualmente Balvanera lo desterró a la casa de su hermana Ofelia en Córdoba para que cortara por un tiempo con todas sus relaciones en Buenos Aires.
Dos meses después Ofelia regresaba con Ernesto y con una larga lista de recomendaciones para su hermano.
–El chico necesita un padre Roberto, un padre que se ocupe, nada más. Tiene una inteligencia prodigiosa pero desaprovechada. Todo lo que hace, que generalmente es malo, lo hace para llamar tu atención ¿no te das cuenta? Por eso busca agredirte y contrariarte en todas esas ideas tuyas. Volvé un poco de la década del setenta Roberto, y ocupate del chico que sino va a terminar mal.
Balvanera la escuchaba sin escucharla y asentía sin asentir. Estaba convencido que el comportamiento del chico era consecuencia de la edad y que se corregiría cuando madurara. Entonces comprendería el mundo y advertiría el modo como unos pocos digitan la vida de muchos y la muerte de unos cuantos más.
Pero todo siguió igual. El chico regresó al mediodía y esa misma noche ya estaba instalado en la habitación de Matías, donde últimamente se daba cita una fauna cada vez más numerosa de adolescentes abúlicos, atraídos vaya uno a saber por qué mieles de la Internet.

Balvanera cenó solo, miró un rato la televisión y pasó por la cocina a buscar algo para tomar. Entonces pudo comprobar que el verano había hecho lo suyo y que dos o tres cucarachitas diminutas como hormigas correteaban inocentes por el mármol de la mesada.
Ante la evidencia de flagrante violación de los términos acordados, Balvanera protestó por escrito y encontró la respuesta al día siguiente.

“Vamos Balvanera, ¡son criaturas!. Usted sabe como son los chicos, hacen travesuras hasta que aprenden las reglas. ¿Siquiera nos dará el tiempo para educarlas un poco? Si son unas criaturitas hermosas.”
“No entendemos la razón de ese odio tan visceral que alcanza hasta los niños cucaracha. No lo entendemos Balvanera. Va por la vida con su discurso en contra de la discriminación y a favor de los oprimidos del mundo y a nosotras nos tiene condenadas a elegir entre el encierro o el exterminio, con tal de no contaminar su vista con nuestra presencia. Entiéndalo bien Balvanera: para nosotras usted es Hitler contra los judíos.”


Este mensaje sí caló hondo en Balvanera. Hasta ahora todo estaba claro: estas eran cucarachas y había que exterminarlas en cuanto fuera posible. Cualquier persona aceptaría esto sin la menor sombra de duda. Sea de izquierda o de derecha, el hombre mata a las cucarachas; con independencia de su situación en la lucha de clases; el hombre las mata, y el procedimiento no requiere de mayor justificación, a menos que el interlocutor sea la propia cucaracha, porque ¿cómo le explica uno al bicho que es un bicho y por lo tanto debe morir? Además ¿Qué clase de argumento era este?
No había argumento. Definitivamente de su mente afloraba la misma sinrazón de Hitler para con los judíos, la misma sinrazón de todos los genocidas. En un instante de revelación, Balvanera cayó en la cuenta de que se estaba comportando como el malvado de su propia película. Pero lo peor del caso era que no podía evitarlo, porque tan pronto como imaginaba una escena de convivencia doméstica junto a una legión de cucarachas felices y liberadas que correteaban por la mesita ratona y abrían la heladera para servirse un yogurt, se le erizaban los pelitos de la nuca y se le aceleraba el corazón. ¿Padecería Hitler de los mismos síntomas ante la cercanía de los judíos alemanes? ¿Podía culpárselo por eso? ¿Sería congénita esta forma de maldad? Pero ¿qué clase de pensamientos eran estos? Hitler había sido un genocida, símbolo supremo de la opresión y la masacre. Debía ser repudiado porque representaba la muerte, el más cruel exterminio sin razón. Claro, lo mismo que representaba él para sus cucarachas.
Continuó dando vueltas en círculos hasta que se cansó. Desistió sin darse cuenta y sin resolver el acertijo, que por el contrario, era ahora más grande.

Nunca respondió el mensaje pero soportó con estoicismo las infrecuentes apariciones de alguna cucarachita menor que de tanto en tanto asomaba sus antenitas curiosas a la luz de las lámparas eléctricas. “Es hasta que aprendan un poco” se decía, y soportaba el invariable embate de los síntomas del asco y el horror.

Pero algo muy profundo había ocurrido. El último episodio lo había desnudado ante sí mismo. Los pilares de todo su andamiaje intelectual estaban fisurados y no había forma de repararlos, ni mucho menos tiempo para construir otros nuevos. Toda su doctrina, paciente y trabajosamente edificada durante años de mejora continua, temblaba ahora como una hoja al viento, y en cuanto trataba de apuntalarla, la simple imaginación de una cucaracha caminando libre por su mano lo traía de vuelta con la fisura agrandada y los pelitos de la nuca en pie de guerra.
Poco a poco comenzó a declinar invitaciones para dar sus charlas revolucionarias. En la Universidad, sus clases de derechos humanos se fueron enfriando y transformando en una mera repitencia de leyes anotadas en los libros.
En su casa, la cucarachada seguía ganando territorio solventada ahora por esta actitud pusilánime revelada por Balvanera y eficazmente detectada por el insecto, que avanzaba en una guerra de pequeños gestos de violación del trato, que nunca eran lo suficientemente graves para motivar una protesta escrita.

Una mañana, una cucaracha de las grandes apareció en el piso del baño. En un reflejo casi olvidado, Balvanera la pisó con decisión. Sintió una dureza extraña bajo la suela del zapato, pero cuando se acercó a inspeccionar el cadáver, tres cucarachas más aparecieron en escena y se llevaron el cuerpo.
A la mañana siguiente estaba la respuesta en un montoncito de hojas sobre la mesa de la cocina.

“Federica era una joven inquieta. Cuestionaba todo nuestro acuerdo. Nos acusaba de traidoras a la especie. Pregonaba ante las nuevas generaciones la necesidad de luchar por la libertad, de todas las formas posibles. Era una verdadera revolucionaria y su elocuencia fue respaldada por la acción en su acto suicida de anoche. Ahora está muerta y es venerada como mártir de una causa que, repentinamente se ha difundido y está ganando adeptos en toda la colonia. La situación se ha tornado complicada Balvanera. No sabemos durante cuanto tiempo podremos mantener el control.”

Balvanera sintió un frío en la espalda y una sensación de pánico absoluto. Tendría que vivir los días siguientes sabiendo que en todas las rendijas de su cocina se estaba gestando una revolución. ¿Saldrían desde abajo de la heladera o atacarían desde el baño? ¿Le tenderían una emboscada? ¿Subirían por dentro de sus pantalones hasta sitiar sus genitales, o se arrojarían desde el techo y aterrizarían sobre su calvicie para avanzar luego hacia la cara, los oídos y los ojos? ¿Cómo urdiría la colonia su venganza por el asesinato de Federica? Era difícil convivir con esa película proyectándose continuamente; vivir así, con un peligro inminente en la cocina y tal vez en toda la casa.
Siguieron días de un silencio tenso y una venganza en ciernes cuyos detalles se agigantaban en la imaginación de Balvanera, que ahora la vislumbraba atacándolo dormido, metiéndose en su boca y atascándose en el último ronquido antes de la locura.
Pero el tiempo pasaba y la cucarachada no daba señales de vida. La profusión de imágenes horrorosas cesó casi por completo y el paso de los días fue transformando el pánico en una ligera sensación de inseguridad que solo aumentaba un poco en la cocina.

Finalmente Balvanera llegó una noche a casa, entró, cerro la puerta, encendió la luz, giró y profirió un grito de horror. Diseminadas como hojas de un otoño en su esplendor, cientos de cucarachas bullían por toda la casa, se paseaban sobre el sofá y sobre la mesa del comedor, entraban y salían por las ranuras de ventilación del televisor, recorrían el techo y las paredes y transformaban el embaldosado en una llanura efervescente. La venganza se había consumado; en plena revolución la cucarachada se había abandonado al vicio de la libertad, escapando de su celda oscura y aflorando como un sudor del cemento que chorreaba por las paredes y goteaba desde el techo.
El pánico dejó paso a una agresividad instintiva e irracional que inyectó un heroísmo agónico en la sangre de Balvanera. Enloquecido avanzó como una aplanadora pisando cucarachas y martillándolas con el puño sin siquiera advertir la extraña y dura textura de los cuerpos. La colonia emprendió una retirada dantesca y se pertrechó debajo de la cocina. Balvanera arrancó literalmente el artefacto, lo arrojó lejos de allí y se zambulló en el hueco en ciega persecución, dejando un venteo de gas en el niple que afloraba de la pared. La cucarachada se movió hacia la izquierda ganando el piso de la mesada, refugiándose en la más absoluta oscuridad. Desprovisto de todo raciocinio, Balvanera buscó el encendedor para iluminar la guarida. Se hincó en el hueco de la cocina como un musulmán postrado ante su dios, empuñó el encendedor y lanzó el chispazo.
La explosión sacudió el vecindario y rompió varios vidrios de las casas aledañas. Ernesto llegó a la carrera desde la casa de Matías y se internó en las ruinas de su hogar llorando y culpándose desconsoladamente.
La ambulancia se llevó a Balvanera, lo descargó en los pabellones de un hospital cercano y se marchó. Con una linterna, el médico de emergencias iluminó las pupilas abiertas y perdidas del Doctor Balvanera que yacía inmóvil sobre la camilla. El diagnóstico era confuso. Además de los múltiples magullones y quemaduras, el hombre se encontraba en un estado de shock, tal vez acompañado por lesiones del tejido cerebral que de momento había dejado al paciente en un estado de aislamiento absoluto que podía durar unos días, unos años o toda la vida.
Los días que siguieron se amontonaron entremezclados en una rutina de ir y venir en su silla de ruedas arrastrada por el enfermero de guardia, con la cabeza ladeada hacia la izquierda, la mirada perdida y la mente sumida en un limbo desconocido. No hablaba, no gesticulaba, no caminaba y apenas si abría la boca ante la presión de la cuchara sobre los labios. Así pasó los días y los meses de un tiempo liso, igualado a la nada.

Pero varios años después, lenta, muy lentamente, Balvanera comenzó a escuchar y a reaccionar con un quejido que presagiaba la incipiente vuelta del lenguaje.
Ofelia, Ernesto y su flamante esposa Marianela, llegaron desde Córdoba para asistir al milagro.
Ernesto se había enderezado merced a los buenos oficios de la tía. Estaba estudiando sistemas, trabajaba en una casa de insumos informáticos y esperaba una hija de Marianela que ya pateaba desde su nido placentario.
Entraron por el largo pasillo del neuropsiquiátrico, ingresaron en la sala de recreación y allí los dejó el médico ya interiorizados de la inesperada evolución del cuadro.
–Hola papá –dijo Ernesto–. Mirá, te traje a Marianela, la chica de la que te hablé. Y pronto vas a tener una nieta.
El hombre movió la cabeza como si le pesara una tonelada. Miró a la chica embarazada, levantó las cejas, abrió grande la boca y pronunció un sonido incomprensible. Ernesto se arrodilló junto a él y acercó el oído. El hombre repitió, ahora más claro
–Ponele Federica.
El muchacho irrumpió en un sollozo que enseguida se hizo llanto. Y lloró y lloró sobre el regazo semi adormecido de su padre.
Más atrás, Ofelia inquirió a Marianela, quien repitió la frase con tono de velatorio. La mujer asintió con gravedad sin entender una palabra de lo que estaba pasando.

Un poco más atrás, algunos pacientes caminaban sin rumbo, otros conversaban a los gritos y todavía otros miraban un televisor enorme y a todo volumen que transmitía la tanda publicitaria de un programa infantil. Vendía una muñeca enorme que solo en la cara tenía diecisiete movimientos; luego un transformer que en su modalidad de nave espacial, ciertamente volaba; luego, para asustar a las viejas, la tercera versión de un ejército de cucarachas igualitas a las de verdad, que se controlaban a distancia desde una PC cercana y que admitían un sinnúmero de habilidades que podían bajarse de Internet.

Afuera, el jardinero podaba el césped exaltando el perfume de la grama triturada. Arriba, el cielo, abrazando a todas las historias del mundo con esa discreción absoluta que es como un perdón de Dios.

3 comentarios:

  1. Balvanera era una cucaracha.
    De no ser así, hubiese volado en busca del arco iris.

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  2. ¿Balvanera una cucaracha? No se por qué lo dices. Espero que hayas notado que no hay una sola cucaracha en todo el cuento.

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  3. Bingo!!!! así es, confirmo que Los Insectos son humanos. Pero... de un lado u otro, Balvanera y "las cucas" están emparentados...hablan un mismo lenguaje.

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