Esta es la historia de los hechos acaecidos en la madrugada del último sábado 27 de enero que viera la luz del siglo XX.
Deberá el lector situarse en el barrio de Núñez en una Buenos Aires oscura y tormentosa, como lo suelen ser algunas noches del estío en estos parajes húmedos y calurosos en el sur del orbe civilizado.
Líbreme el lector de precisar el exacto cruce de avenidas, el sitio preciso donde la historia se inicia pues no conviene a este simple servidor la revelación de demasiado dato.
Recorría entonces aquellas veredas desérticas un puñado de mozalbetes medio alcoholizados que hablaban a los gritos y espantosamente, y que reían con grotesca estridencia, y que se enojaban con suma facilidad, y que discutían entre ellos por el color de una hormiga, y que caminaban en zigzagueante trayectoria, y que bebían cerveza rubia, y que pateaban las bolsas de basura y que contaminaban la calma del barrio con indecente desparpajo.
Y fue en el mismísimo tiempo que un vecino de trasnochadas costumbres paseara de su correa a un pequeño pequinés color canela, que movía la cola y olfateaba los árboles y los postes y los palos, orinando ora aquí, ora allá cuando encontraba algún hueco permitido en su mundo de olores de otros perros y otros gatos.
Y resultó ser que mientras los mozos marchaban de aquí para allá, venía el hombre con perro justo de allá para aquí, por la misma ignota vereda en el mismo desafortunado instante, de modo que se hacía inminente un encuentro de los unos con los otros al promediar la vereda.
Y se hizo el silencio durante el interminable cruce. Callaron los muchachos con olor a riña. Calló con sabor a miedo el hombre con perro.
Pero ¡Ay! Tenía que suceder que el condenado cuadrúpedo no se quedara ni quieto ni callado y se lanzara a olfatear con gran aplicación los mismísimos zapatos del más grandote de la tribu aquella. Y con tanta insistencia lo olfateaba que debió ocurrir que algún otro de aquellos le lanzara una charada al grandote que despertara en burlona carcajada hasta el último integrante de la grotesca pandilla. Y para rematar la situación, en remate inesperado, tuvo que ser que el canino levantara su trasera y desgraciada pata y orinara un chorrito menor sobre el botín del grandote que ya tenía en el semblante unos humos de agresivo alcoholizado.
Y en un reflejo, el grandote pateó al perro malamente para que este cayera dos metros más allá, rebotara contra el suelo y se alejara aun un metro más.
Y allí estaba clavado contra el piso el amo del perro, que no acababa de evaluar la conveniencia de regañar al perro o al grandote o a la mismísima suerte de su paseo de madrugada, cuando el animalito se repuso para sorpresa de todos, dió un salto de felina apariencia para ir a dar contra el cuello del grandote y blandir sus afilados dientecillos justo en una arteria principal.
Unos segundos demoraron los secuaces en desprender al perrito del cuello del grandote mientras el amo, en pusilánime actitud, solo atinaba a gritar:
–¡Suelte Piqui! ¡Suelte!
Y el perrito soltó y desde el suelo aun ladraba unos ladridos de guerra, levantado el labio superior exhibiendo el biológico armamento.
Y el hombre del perro sujetó al perro por los costados del lomo y a paso vivo desapareció de la escena, justo cuando el Altísimo le escupía una lluvia torrencial al lugar de los hechos.
Y créase o no, el grandote quedó tirado en el piso, bajo la lluvia, muerto de muerte absoluta y por toda la eternidad mientras la tempestad aquella se llevaba un hilito de su roja sangre para integrarlo al río que ya discurría junto al cordón de la avenida.
Y vaya sorpresa que la pandilla grotesca de temeraria apariencia, al ver la sangre y ver la muerte y sobre todo ver la lluvia, que mojaba hasta calar la osamenta, se diera a la fuga en cobarde retirada.
Y al poco tiempo del tiempo en que el grandote cayera con las venas reventadas y las botas orinadas pasó justo un pordiosero que calzaba un piloto viejo de solapa levantada, negro y brilloso del barro de la mezcla de la mugre con el agua.
Y agachado sobre el cuerpo le escudriñó los bolsillos y con desazón sustrajo dos monedas, un condón y un poco de marihuana. Y antes de abandonar aquella carroña de miserable botín, se acercó muy cerca, como que era miope, para apreciar la herida que en el cuello ostentaba.
Y fue a ser la providencia que justo en ese momento una señora madura que bajaba de un taxímetro se quedara mirando al hombre hincado sobre el cadáver, curiosa por la evidencia de ser curiosa la escena.
Y el hombre se dio a la fuga con la solapa en la nuca y después de cinco pasos se perdió entre la lluvia.
Y como ya se prevé fue que la vieja al momento telefoneó al comisario y despertó en gran jaleo al completo vecindario.
Y al día siguiente se supo, por parte de enfermería, que el deceso se debía al oportuno clavado de colmillo de mamífero, más bien pequeño, justo en la yugular del occiso que había muerto. Y al continuado se hablaba de aquel hombre encapotado que había sido visto hincado sobre el cuerpo del cadáver.
Y ya sabrán lo que ocurre cuando corren las historias pues bastan tres días de feria para el mito popular.
Y la sección “policiales” de un periódico local se hizo cargo de la historia de aquel vampiro de Núñez que atacaba por las noches clavando su dentadura en cuanta vena jugosa le fuera a dar a las fauces.
Un periodista del diario le hacía aspavientos al cuento y publicaba una historia por día y por ejemplar. Escribía por las noches hasta ya la madrugada. Después paseaba a su perro y después se iba a acostar.
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