La calle desaparecía bajo el agua de lluvia. Las bocas de tormenta se atestaban de basura urbana y el viento acarreaba hojas y ramas a la sopa que lentamente se configuraba entre vereda y vereda. Era una lluvia cualquiera de las que golpean Buenos Aires; no crea usted que recuerdo justo aquella. Pero sí recuerdo la lluvia porque fue la excusa que me impuse para obligarme a ordenar la habitación. Racional hasta la médula, difícilmente moviera un dedo sin inventar antes una buena razón. Así era yo, así lo proclamaba y así se burlaban de mi quienes afirmaban que esta inacción se debía realmente a la más burda pereza, que un racional es el cociente entre dos enteros y que no está en la médula.
Lo peor era la biblioteca, ese objeto conjurado para que el desorden del piso pudiera trepar a las paredes. La única forma de acometer el reto consistía en vaciarla completamente y luego proceder por clasificación: Las novelas con las novelas, los ensayos con los ensayos, los manuscritos con los manuscritos. Las promociones de bancos y las bolsitas de nylon y los vasitos de yogurt y los papeles de diario irían al cesto –¡pobre alfeñique!; vasos, pocillos y cucharitas a la cocina y calzoncillos al placard, previa inspección.
Pero a poco de andar en la tarea, encontré que allá, en el vértice que forman estante, parante y pared, debajo y detrás de la maraña sudeste, yacía insólito y horrendo un paquete de cigarrillos sin celofán, abierto, a medio vaciar y con una lozanía que no delataba tiempo.
Incurriendo en ese desprecio por la delicadeza que a veces la espontaneidad le infunde a los pensamientos súbitos, pensé
–¿Qué hace esta mierda acá?.
Yo no fumaba ni había fumado jamás ni habría permitido nunca que nadie fumara en mi casa. Era un detractor del humo ajeno en la nariz propia y solía pronunciar encendidos discursos contra los fumadores indolentes en los debates de café y en las tertulias aburridas. Tenía elaborados argumentos que ponían al fumador a la misma altura que el asesino o el genocida, y no dudaba en verterlos ante el menor gesto de algún desprevenido que osara desplegar su arsenal en mi presencia. Ciertas amistades molestas sostenían que mis sermones eran más insanos para la víctima que su humo para mis pulmones.
Allí estaba entonces ante mí esa burla del demonio jactándose de ser la evidencia certera de un hecho inescrutable. Hacía dos años que rentaba ese lugar, vivía solo y en ese lapso muy poca gente me había visitado. ¿Quién habría dejado el paquete?. Realicé cierto esfuerzo por analizar los estratos de la maraña sudeste en busca de indicios, pero ya casi los había desmantelado por completo borrándolos para siempre.
A la mañana siguiente llevé el paquete a la Universidad con el propósito de inquirir a mis compañeros de curso. Durante el intervalo saqué el paquete del bolsillo y luego de la humillante sarta de bufonadas y risotadas de la que fui objeto y de cuyo detalle prefiero librarme, alguien arrojó un dato.
–Además, esa marquilla no es de acá. Debe ser importada. La nuestra tiene el camello grande y en el centro y esta lo lleva chiquitito y al costado. Debe ser importada la marquilla. Porque ahora el señor fuma importados. Y a nosotros nos rompe soberanamente las pelotas.
Solo por intriga conservé el atado durante un tiempo hasta que un par de años después se lo regalé a un sobrino que coleccionaba marquillas y que recibió con agrado la nueva y rara pieza.
Para ese entonces otro hecho curioso se había sumado ya a lo que luego sería el caos. Un mate de plata muy trabajado y sorprendentemente brillante aparecía indescifrable en el cajón de herramientas. No había ninguna posibilidad de que ese objeto hubiera llegado allí, a menos que un ladrón de pinzas y llaves francesas lo dejara olvidado en mi ausencia, lo que contradiría esa preferencia que tienen ellos más por llevar que por traer.
Realmente era curioso lo del mate porque parecía recién lustrado o recién fabricado, y sin embargo los expertos en antigüedades que resolví consultar insistían en sostener que se trataba de una pieza de 1919 o 1920 y que su estado de conservación era sorprendente.
–Pero no tan sorprendente como su “estado de aparición” –replicaba yo.
Y una y otra vez narraba a uno y otro experto las incomprensibles circunstancias de su hallazgo. Y una y otra vez el experto me aclaraba que la casa no acostumbraba adquirir para su venta objetos cuya procedencia fuera tan confusa.
En los meses siguientes di con un corpiño, un lápiz de carpintero y un pequeño objeto de plástico, muy elaborado, como un encendedor o un llavero, cuya función nunca averigüé. Podría jurar además que había perdido una media, un sacacorchos y un vaso de uso diario ya que creía haber roto dos y faltaban tres. Pude saber luego que el corpiño era de Carola, una compañera de estudios que había venido cierta vez con un claro cometido y que se había ido luego de haber cometido otro.
Para ese entonces me preguntaba si esos detalles domésticos que no condicen con ninguna explicación racional, como el hallazgo de moneditas en los cajones o la persistente desaparición de los bolígrafos, no estarían presentes en la vida de todo hombre; si no sería parte de nuestra naturaleza imperfecta dejar sin acomodar algunos aspectos de la realidad, como si el intelecto poseyera unos pequeños agujeros que dejan fuera de su capacidad de representación formal a una minoría de detalles insignificantes porque esta falla menor es tan exigua que jamás pudo ser sancionada por la selección natural. O peor aun, que estas micro incongruencias fueran parte de la realidad misma; que burlando a toda una legión de sabios, el universo presentara fisuras, irrelevantes aspectos donde la causalidad y la lógica no entran, donde se viola el principio del tercero excluido y entonces algo puede ser a la vez verdadero y falso o ninguna de las dos cosas, donde las paradojas pululan imperceptibles, montadas sobre una estructura visible lógica y concreta, formando un todo híbrido que no logra explicar la aparición del mate pero que esclarece perfectamente la procedencia del corpiño de Carola.
El tiempo y la acumulación de evidencia anómala darían por tierra con estas laxas especulaciones.
Cierta mañana salí en dirección al trabajo. Ya habían transcurrido unos años desde la aparición pionera de aquél paquete de cigarrillos. Probablemente había perdido peso porque siquiera la última perforación del cinturón lograba mantener el pantalón ceñido a la cintura durante un lapso conveniente. Soplaba un viento condenado que en sus ráfagas más destacadas lograba aminorar mi marcha; porque el viento, cuando es fuerte, sopla en contra. Doblé en la esquina para tomar la avenida y una ráfaga incrustó una daga de polvo en mi ojo izquierdo. Instintivamente las cejas se apretaron contra los pómulos y el maletín se cayó. Cuando terminé de restregarme y volví al mundo me quedé pasmado. Todos los carteles de la cuadra estaban cubiertos con unos grandes afiches que decían arriba “Una Nueva Cara”, abajo “El Mismo Sabor” y al centro, riéndose de mí, perfectísimo y brillante, un atado de cigarrillos idéntico al aparecido, con aquel inquietante camello perforándome la mente, chiquitito y al costado.
Allí me quedé un instante, con los ojos todavía lagrimeantes, mirando confundido los carteles, con el maletín abierto a mis espaldas, perdiendo hasta el último papel en el remolino de la esquina, el cabello revuelto y el pantalón olvidado a su suerte, arrugado sobre los zapatos, con medio trasero al viento disfrutando el meteoro.
Un hombre algo mayor se cruzó desde la vereda de enfrente.
–¿Se encuentra bien muchacho?.
Aun aturdido señalé el cartel con la palma hacia arriba.
–No comprendo –murmuré.
El hombre miró el cartel y volvió a mi rostro en un reflejo de ida y vuelta.
–Venga, venga que este viento es un fastidio.
Al rato estaba mateando con el viejo dentro de lo que parecía ser un kiosco. Se trataba de un reducido cuarto, probablemente un pasillo, abarrotado de mercadería de la más diversa calaña, desde cigarrillos y golosinas hasta mapas y velas y lamparitas; y todo dispuesto de un modo abigarrado y revuelto, solo inteligible para su dueño.
Entre el viejo y yo se interponía una fotocopiadora en desuso que hacía las veces de mesa y estante.
–Hace dos años que no funciona -había dicho-. El técnico me dijo que tiene el revelador agotado o algo así, y que reemplazarlo cuesta un ojo de la cara ¿Vio? Cuando la quise sacar me di cuenta que debía desarmar todo el negocio.
Entre mate y mate fui desgranando toda la historia, desde la aparición del paquete hasta esta comprobación de recién que parecía indicar que aquel atado no existía aun al momento de aparecer.
Cuando terminé de hablar, el hombre se quedó pensativo.
–Sabe –dijo– últimamente están pasando cosas raras. Creo que usted tiene que visitar el bar del Gallego. Lo del Gallego es único, nunca vi algo así. Tal vez a él le reconforte hablar con usted y a usted hablar con él.
Fuimos al domingo siguiente. El bar estaba cerca del kiosco, a unas dos cuadras sobre la avenida. Entramos y atravesamos el salón. Era un lugar simple, limpio y confortable donde varios individuos tomaban café, leían diarios, conversaban y se daban besitos, según la composición y cardinalidad de los grupos. Detrás de la barra varios muchachos desarrollaban diversas actividades relativas al negocio. Diligentes, vaciaban bandejas, lavaban vasos, abrían heladeras, accionaban las manivelas de la máquina de café y murmuraban sin mirarse unas palabras monosilábicas que encendían leves y asimétricas sonrisas en compañeros cercanos.
No se podía dudar cuál era el Gallego. Un hombre mayor, bajito barrigón, pelado y ajeno a las chanzas guturales de los otros. Alzó la vista y articuló una amplia sonrisa al ver al viejo, que no perdió un ápice cuando me miró de reojo.
–¡Vamos, Pedro! No te cansas de perder al ajedrez en el club que vienes aquí a perder de visitante.
–Es que el único objetivo de mi rey es perseguir a tu dama para hacerla suya en una de las torres.
–Pues se ve que las dotes de tu rey no le apetecen a la dama ni un pelín, porque cada vez que se le acerca, lo mata.
Las chanzas cruzadas duraron varios minutos recorriendo el ajedrez, el truco, las bochas y las habilidades para asar el lechón. Finalmente el quiosquero habló del asunto que nos había llevado hasta allí.
–Acompáñenme –dijo el Gallego, que no paraba de hablar.
En la pared del fondo del local había una puerta recostada sobre la izquierda. La puerta conducía a un pasillo con puertas a la derecha que daban a la cocina, un baño y un depósito, y terminaba en un pequeño patio detrás del cual estaba la casa del Gallego.
Pues bien, entre la cocina, el baño y el depósito, atravesando paredes, columnas y una puerta, se podía ver literalmente incrustado, un automóvil antiguo y flamante. Los neumáticos tenían un poco de barro seco y el parabrisas mostraba esas marquitas de sarro que dejan las gotas de lluvia al secarse.
–Es un Chevrolet del año 48 –dijo el Gallego–. Apareció así, como lo ven, el sábado de la semana pasada.
Lo más desconcertante era el modo como estaba incrustado en las paredes. Donde aparecía la pared desaparecía el auto, que continuaba del otro lado como si no hubiera tal pared, pero en esa unión de bólido y ladrillos, no se detectaba mácula. No había una sola raspadura en la chapa ni el menor descascaramiento en la pared; una cosa atravesaba la otra sin que fuera posible determinar cuál atravesaba cual. Incrustado en medio de la casa, estaba el automóvil. Simplemente.
–Nos fuimos a dormir una noche y a la mañana lo encontramos aquí. No hubo ruidos ni ladraron los perros ni violaron cerraduras ni corrieron las mesas. Nada de nada. La rueda delantera derecha quedó justo en el inodoro del baño, de modo que no tenemos excusado y tenemos que utilizar el mismo que los clientes. Al principio me desanimé pero luego, un arquitecto que viene seguido y se sienta en aquella mesa, junto a la ventana, me dijo que debería reformar el local para transformar el fenómeno en una atracción para los clientes.
Y el hombre continuó despachando una sarta farragosa de frases referidas a su proyecto de reforma del negocio y no sé cuantas cosas más.
Yo estaba demasiado aturdido para seguir lo que el Gallego hablaba. Nos despedimos al rato y salimos al fresco. Caminamos en silencio sin decir más que un “que cosa ¿no?”, el quiosquero aterrizó en el kiosco y yo seguí para mi casa.
En los días siguientes las conversaciones domésticas de todo el mundo se fueron llenando de relatos inquietantes. En la Universidad narré la historia del auto del bar, pero más que asombro, produje verborrea. Todos tenían casos para contar. Una tras otra se vertían en la charla inverosímiles historias de objetos aparecidos, aparentemente de otro tiempo, a veces pasado, a veces futuro, y para equilibrar el fenómeno, como si obrara esa porfía que tiene el universo por la simetría, otros objetos desaparecían con destino incierto.
El fenómeno cobró estado público cuando comenzaron a aparecer y desaparecer personas. Los diarios hablaban del asunto, los informativos de la televisión, los informes de las radios y los chismes de las viejas en el mercado.
–La otra mañana se apareció un hombre vestido con ropa del 1700 o por ahí, caminando por la avenida en medio de un humo. Iba mirando los edificios como si fueran el Diablo –decía una.
–¿Y el hijo de la peluquera? ¡Desapareció!. Se metió en el baño, se cerró con llave y no salió más. Cuando lo fueron a buscar no contestaba. Tuvieron que tirar la puerta abajo. Estaba la llave puesta del lado de adentro y él no estaba. Desde entonces no lo vieron más.
–¿El de la peluquería que está al lado de la farmacia? –replicaba la primera–. Usted sabe que me lo crucé el otro día y lo tuve que mirar dos veces porque estaba tan demacrado que no lo reconocí. Tenía la cara como alargada y amarilla; entonces me dije “a este chico le va a pasar algo” y ya ve que no me equivoqué. A ella tampoco la veo bien.
Y así seguía ese contrapunto delirante que intercalaba de tanto en tanto comentarios sobre el precio de la lechuga o la frescura del pescado o nuevas jactancias de premoniciones absurdas.
Pero las historias eran ciertas y los hechos seguían ocurriendo.
Al muchacho del departamento cuatro se le apareció una versión suya cuarenta años más vieja, lo cual sumió a ambos en una profunda depresión: Al viejo, por el reconocimiento de la piltrafa en que se había convertido, y al joven, por la revelación de la piltrafa en que se convertiría. Decidieron suicidarse. Me contaron el plan en un cruce de pasillo. El viejo mataría al joven y con esto moriría él también porque no podría existir a los setenta si había muerto a los treinta. Pacientemente les complete la otra mitad de la famosa paradoja.
–Pero si tu te mueres a los treinta ¿cómo podrás llegar a los setenta para perpetrar tu asesinato?
Callaron y marcharon perplejos. Más tarde supe que el joven había matado al viejo.
En los siguientes siete días ocurrió todo. Cuando las desapariciones de personas se aceleraron, todo dejó de funcionar por falta de personal idóneo. Uno a uno fueron cerrando los negocios conforme se desvanecían sus propietarios. Hace cuatro días callaron la TV y la radio y dejaron de editarse los periódicos. Al día siguiente se nos fue la electricidad, el gas y el agua corriente y sospecho que ya no hay gobierno ni justicia ni policía.
Además el fenómeno desfiguró la ciudad. Pequeñas y grandes porciones de edificios eran constantemente reemplazadas por otras a veces más antiguas, a veces más modernas. De tanto en tanto se producían derrumbes cuando lo que aparecía arriba era demasiado pesado para lo que quedaba abajo. La vereda alternaba sin ley barro, baldosa, adoquín y cinta transportadora. Los más curiosos objetos aparecían esparcidos por doquier y todo el paisaje urbano adquiría el perfil de una extraña ruina.
Los aparecidos eran el gran problema. Todos los días llegaban al presente cientos de miles, tal vez millones de ellos. Provenían del antiguo pasado o de un futuro lejano y apenas se reponían del estupor inicial se abocaban a la tarea de asegurarse un refugio, agua, comida y vestimenta, cosa que debían hacer en una sociedad que se había quedado huérfana de leyes y estamentos. Rápidamente comenzaron a formar bandas agrupándose por época, por edad o por afinidad. Grupos de hombres y mujeres que se aglutinaban en torno a un líder natural, quien administraba los asuntos sobre cómo sobrevivir en ese caos. Y como era de esperar, las escaramuzas entre grupos eran frecuentes y sangrientas. Una pequeña jauría se encargaba de los cadáveres, y era frecuente ver trozos mordisqueados de cuerpos aún tibios esparcidos por la calle.
Ayer desapareció el Sol, o tal vez hoy.
Afortunadamente guardaba yo unas velas que me sirvieron para combatir la primera noche absoluta. Una noche con luna invisible y la somera luz de las estrellas, que vaya uno a saber si estaban todas.
Me encerré en casa para pensar y tratar de entender.
Era evidente que este galimatías temporal derivaba en una caos cultural cuyo efecto promedio era equivalente a la ausencia de toda cultura. Se operaba entonces un súbito retroceso de la estructura social a formas protoculturales parecidas a los grupos de simios superiores o a los presos de las cárceles. Grupos más o menos estables gobernados por una jerarquía de hombres que se establecía de acuerdo a una rara mezcla de sociabilidad y brutalidad, paralela a la cual se desplegaba una jerarquía de mujeres que pugnaban por los hombres más poderosos esgrimiendo juventud, belleza y artimaña, en ese estricto orden.
Despojada de toda cultura, la sociedad se abandonaba a sus comportamientos más primitivos revelando fatalmente que siempre habían estado allí.
Pero cierta molestia me distrajo de estos pensamientos. Era como la presencia de un objeto en el rabillo del ojo; un objeto que no lograba enfocar, como ocurre cuando una luz intensa nos impacta en las retinas de costado dejando un vestigio de su impronta que nos ensucia unos momentos la visión. Una sensación de presencia que se iba desplazando lentamente hacia el foco. Levemente, en esa brillantina que vemos cuando enfocamos el aire se fue configurando una región más densa en el centro de la visión, como una esferita luminosa que seguía el movimiento de la vista con cierto retraso menor que se recuperaba de un salto cuando dejaba quieta la mirada. La puse sobre la mesa a unos centímetros del tablado y la dejé inmóvil.
La esferita se intensificó más y más hasta enceguecerme por completo. La ceguera duró unos instantes y luego se fue disolviendo en el aire hasta desaparecer, dejando a mi alrededor una habitación similar pero distinta. Las velas ya no estaban y una luz intensísima llenaba el cuarto proveniente de la calle. Los cuadros eran otros, la mesa era distinta y un calor sofocante me caló los huesos. Instintivamente me acerqué a la ventana. La calle era la misma mezcolanza de épocas pero ejecutada en un orden diferente y allí donde antes se sucedían adoquín, barro y asfalto había ahora una sucesión de barro asfalto y adoquín.
Salí a la calle. Sofocado me desabroché la camisa hasta el ombligo. Al hacerlo, dos sombras propias acompañaron el movimiento. Giré y miré el cielo. Dos soles me asaban la frente, uno a la mañana y el otro a la tarde en el día más diurno de la historia del mundo. Un grupo de vándalos rompía una vidriera y saqueaba un negocio de mascotas al momento en que un automóvil muy antiguo con ruedas de rayos cruzaba como un bólido la bocacalle y se incrustaba en un puestito de diarios y revistas abandonado.
Me acerqué y recogí una de las páginas de un periódico desconocido. Leí ya sin sorpresa la documentación de una fecha inverosímil.
Caminé hasta una plaza. Me senté en un banco a la sombra de un árbol que resistía casi humeante. Un niño recién nacido gritaba a intervalos regulares, desnudo y boca arriba, asándose al fuego de los soles sobre el lecho de una fuente seca. Un joven desconsolado y aturdido avanzaba dando tumbos con el pantalón arrugado sobre los tobillos, un desquicio de sangre en la entrepierna y otro en el muñón de uno de los dedos de la mano. Su amada había desaparecido en plena cópula llevándose consigo lo que al momento guardaba. Un poco más allá, un hombre indudablemente loco caminaba a paso firme, de traje y corbata con un portafolios en la mano.
Evidentemente, yo mismo había saltado de una época a otra durante aquel instante de ceguera, pero este nuevo tiempo no se diferenciaba de aquél más que por la fecha de publicación del último periódico.
¿Sería posible que los hombres interpretáramos el fenómeno y lográramos recomponer alguna forma de estructura ordenada adaptada al hecho de que ahora todo saltaría de una época a otra de tanto en tanto? ¿Sería posible instaurar un orden, constituir una mínima institución que pudiera mantenerlo, una mínima ley, una mínima herramienta de control?
No cabía duda de que toda esperanza recaía en la capacidad que tuviéramos de convivir en la transcultura, de aceptar y tolerar los hábitos ajenos, desde el más antiguo hasta el más moderno. Esa y solo esa sería la clave de una eventual adaptación, sin duda: la tolerancia en la más extrema de las formas; una tolerancia pandémica, profusa y generosa. Pero ¿seríamos los hombres capaces de practicarla?. Jugueteando en los tiovivos de la mente me parecía tan simple la receta.
Entonces un joven, casi un niño, me sacó del cavileo sin saber que venía a responderme.
Padecía de una moda absurda. Tenía rapada la mitad de la cabeza y una larga cabellera en la otra mitad; llevaba una camisa rosa sin mangas que le llegaba hasta la mitad del vientre, abierta, sin botones ni ojales; unas bermudas en cuerina verde que no pasaban de las rodillas, unas hojotas con pasadores entre todos los dedos y una media tipo guante en el pie izquierdo, del mismo rosa que la camisa. Tenía los párpados a media asta, los ojos enrojecidos, una risa sin causa aparente, una parada burlona y un gesto afeminado. A unos metros aguardaba vigilante una cofradía de criaturas similares.
Se colocó en los labios una suerte de cigarrillo helicoidal, negro y fino y en un argot de décadas futuras con algún vestigio de español en el fraseado, supongo que me pidió fuego.
Entonces, en el más revelador y estúpido acto de mi vida, oí mi voz que le decía
-No nene, no fumo. El cigarrillo hace mal a la salud.
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