viernes, 7 de enero de 2011

AVISTAMIENTO EN ZIBBAR


El sol del atardecer cobreaba el pedregal, desteñido detrás de la bruma que se apilaba contra el horizonte. Hacia el Este, la inefable acuarela de rojos pintaba brillos y sombras sobre la Sierra Escarpada. El viento helado de la estepa hamacaba unos pastos hirsutos que se obstinaban en crecer pese al páramo. La yunta de carpos avanzaba lentamente, cansada del ripio y la ventisca. Yo dirigía las riendas desde el interior de la carreta, arropado hasta el cuello, adormecido por el traqueteo, hipnotizado por el golpeteo de las lonas y los cabos de la cubierta, que se sacudían con la furia del vendaval.
Adelante, hacia la izquierda, vi avanzar el bólido volando bajo entre el camino y la sierra. Rápidamente se prefiguró una avioneta. Definitivamente zozobraba. Tocó tierra adelante y siguió carreteando a los saltos sobre las piedras hasta detenerse abruptamente en medio de la polvareda, a doscientos metros de la carreta, entre el camino y la sierra, en una hondonada, detrás de una loma.
Descendí del carro y avancé a contraviento resbalando entre los peñascos. Ya desde la loma pude ver la escena. Me aproximé al artefacto hasta que su portezuela comenzó a abrirse. Me detuve entonces, a escasos cinco metros. Una mujer evacuó el interior del habitáculo con gran dificultad. Se sacudió el uniforme, se quitó el casco y miró el paraje alrededor hasta toparse con mi figura recortada contra el sol. Se agazapó para observarme mejor, abrió sus ojos grises con cara de espato, extendió un brazo hacia mí con la palma hacia delante y profirió un grito aterrador. Me acerqué para tratar de calmarla pero solo empeoré la situación. Gritó aterrada una y otra vez. Trastabillando se zambulló en la cabina y cerró la puerta. Aún desde dentro se la oía gritar.

Comprendí que mi presencia la perturbaba, dí la vuelta y regresé al camino. Tal vez la mujer había enloquecido con el golpe. ¿Quién sabe?
Los carpos ya se habían sentado y dormitaban con las astas entrelazadas. A lo lejos, sobre el camino, un par de serpenteos más arriba, divisé la polvareda de un vehículo velóz. Era una máquina de transporte, con su rugido característico y su voluta de vapor. Lo esperé y le hice señas.

—Buenos días amigo —le dije—. Ha ocurrido un extraño accidente detrás de aquella loma. Veo que usted se dirige a Zibbar, y con ese bólido va a llegar antes que yo. Debe reportarlo para que alguien venga a ver qué ha sucedido.

Rápidamente le narré el episodio.

—¿Una mujer? —dijo—. ¿Una mujer de la Región Confusa? ¿Espera que yo vaya al pueblo con esa historia?
—No es una historia. El artefacto está aquí mismo, detrás de la loma.
Me espió el semblante y volvió la vista hacia el camino con los antebrazos apoyados sobre el volante, como buscando consejo en el ripio rojo mientras negaba levemente con la cabeza.
—Puede verlo usted mismo, si no me cree —lo invité.
—No. No hace falta, llevo prisa. Quédese tranquilo que yo lo informaré cuando llegue a Zibbar.
Sacó una pata fuera de la máquina, se dio envión unos cuantos metros y saltó hacia el asiento retomando la marcha a todo vapor, resbalando sobre el ripio seco, siguiendo el curso del camino hacia Zibbar que se retorcía como una cinta hasta hundirse en el paisaje.

Aproveché la parada para revisar el cargamento. Acomodé el aislante de hojarasca para evitar el entrechoque de las ánforas. Las milfas debían estar en Caband antes de la primavera, cuando las praderas reverdecieran y el Mercado de Conservas estallara de gente al comienzo de la temporada cálida.
Me llevó quince minutos despertar a los carpos. Finalmente me monté en la silleta y les fustigué las ancas. La voluptuosa musculatura de sus cuartos traseros se puso en movimiento y retomé la marcha hacia Zibbar.
Marché sumido en un ensueño, recordando las historias que mi abuelo me narraba acerca de los hombres de la Región Confusa, sus ciudades maravillosas de casas apiladas y sus artefactos mágicos que volaban por el cielo; mitos antiguos que relataban el auge, el apogeo y el deceso de una civilización esplendorosa. Aun hoy, de tanto en tanto, algún lunático afirmaba haberse topado con sus máquinas de transporte, sus aviones y avionetas, o aun con los hombres mismos. Y Ahora, como una ironía de la vida, en contra de mi acérrimo escepticismo, yo mismo había sido protagonista de un avistamiento.

Zibbar era un pueblo pequeño pero con actividad durante todo el año. Estaba enclavado al pié de la Sierra Escarpada, a orillas del Río de los Musgos, que lo circunvalaba casi por completo. Zibbar era el último punto antes del cruce de la sierra; parada obligada de viajantes y mercaderes que transportaban las mercancías desde el interior del continente hacia los grandes puertos oceánicos del Este.
Ya con el sol en el poniente, crucé el puente colgante sobre el río casi seco y entré al pueblo con el tranco lento de los carpos cansados.
Descendí despacio por la calle principal, sobre cuyas veredas anchísimas se hallaban anclados distintos tipos de équidos, dromerios y cárpidos, apeados estos últimos a sus carros de carga, una veces en calma, otras azuzándose los unos a los otros. De tanto en tanto alguna máquina de transporte interrumpía el zoológico con sus brillos modernos.
La Avenida de las Cargas era una secuencia sin fin de bares, paradores y posadas y un trajín de mercaderes del esparcimiento prohibido que lo invitaban a uno a sus reductos contándole al oído las maravillas que ofrecían.
Recorrí varias cuadras hasta encontrar un hueco donde aparcar la carreta. Antes de abandonar los estribos y tocar tierra, los carpos trabaron cornamenta y así apareados, cabeza contra cabeza, plegaron las patas delanteras y luego las traseras para quedar sumidos en un sueño instantáneo.
Ya otras veces me había alojado yo en la Posada de Dolte, un lugar simple, ameno y muy concurrido. Al entrar me llamó la atención cierto desorden entre los clientes. La gente abandonaba sus mesas y formaba ronda en los espacios libres para conversar animadamente. Me apoyé ligeramente sobre una de las sibretas altas, junto a la barra.
—Que dice, Don Dolte —saludé.
—Como anda amigo —correspondió el posadero recordando mi cara pero no mi nombre—. ¿No ha visto nada raro por el camino? —espetó.
Me sorprendió el comentario.
—¿Por qué lo dice? —simule ignorancia.
—Hace unas dos horas anduvo por aquí un ricachón —hizo un silencio—; uno de esos que viajan a máquina —dijo y volvió a callar—. Nos contó que en las afueras, por el camino del Norte, alguien vio cosas raras ¿Sabe? Unos hombres de la Región Confusa, correteando por la estepa, o algo así. Mire el revuelo que se armó en el local. Nadie habla de otra cosa en toda la Avenida.
Involuntariamente le corregí la imprecisión
—Una mujer. Era una mujer.
El posadero me miró con interés renovado
—¿Ya escuchó la historia?
—No la escuché. La protagonicé —respondí—. Yo envié al ricachón para que lo reportara. Pero mi intención era que lo informara ante el Delegado Autoritante y no que lo difunda de este modo, vociferándolo a los cuatro vientos.
Un personaje sombrío y pequeño que estaba a mi derecha se apartó de la barra sigilosamente y llevó la noticia a una de las rondas de charla que llenaban la sala.
Al instante varios individuos se acercaron a escuchar la historia.
Superado por las circunstancias, comencé a describir el episodio con lujo de detalles, mencionando una y otra vez mi gran contrariedad dado que siempre había sido escéptico a estas historias.
Hablé un buen rato, ante un silencio expectante que se continuó unos segundos después que hube terminado.
Uno de los sujetos rompió el silencio.
—Yo ya sé por qué gritaba la mujer —y mirando a los otros prosiguió—. Acá, el amigo transportista, aprovechando la soledad de la estepa… ¡habrá querido copular con ella!
Siguió un estallido de estruendosas carcajadas y una andanada de bromas soeces.
—¿Habrá encontrado la “herramienta” la señora? —gritaba uno y reían los demás.
—¡Van a tener hijitos transportistas que llevarán la carga por el aire en carretas con carpos voladores! —gritaba otro y reían los demás.
—Pero hoooorribles los chiquitos ¿eh?… —acotaba un tercero.
Don Dolte, que leyó el clima de escaramuza en puerta, se alejó unos metros y habló al oído de un asistente, quien a continuación salió corriendo del salón hacia la calle. Luego volvió a la barra e interrumpió la jarana con astucia, preguntándome qué me iba a servir. Pedí un tazón de agua de páltano bien caliente y un cuenco de trégulas infladas en sopa de Rondy.
—Tome asiento que ya se lo alcanzo a la mesa.
Me desplomé en la sibra y esperé la comida sin mirar a nadie, mientras las carcajadas y los insultos seguían sin mí.
—Necesito una habitación para pasar la noche —le dije al posadero cuando sirvió mi mesa—, y un techo para la carreta y los animales.
—No habrá problemas —respondió—.Tengo una habitación preparada para usted. Y será mejor que la ocupe cuanto antes —agregó en tono confidente.
A continuación se hizo el silencio, cuando el asistente regresó al salón. Detrás de él avanzaba el Delegado Autoritante en persona. Tenía una presencia fuerte y un andar pesado. Se dirigió a la barra, intercambió un par de palabras con el posadero, espió mi mesa y luego se acercó a conversar.
Tomó asiento frente a mí. A sus espaldas, tres o cuatro sujetos huyeron a escondidas, como cucarachas.
—Tengo entendido que ha presenciado un extraño avistamiento en las afueras, cerca de la ruta Norte —dijo, sin siquiera presentarse.
Y nuevamente narré la historia, esta vez con múltiples interrupciones del Autoritante que tomaba notas y preguntaba detalles.
—¿A cuantos kilómetros de aquí ocurrió el hecho? ¿Qué dirección llevaba el bólido? ¿De qué material era?...
Un silencio absoluto imperaba alrededor. Un silencio de oídos prestos a pescar cuanto se pudiera de la charla ajena.
Cuando terminó el interrogatorio, el Autoritante me miró con ojos risueños.
—¡Vamos! —dijo—. Dígame ahora que la mujer lo subió a la avioneta y lo llevó de paseo por el cielo.
Un coro de risitas se extendió alrededor y el clima de burla y distensión volvió a las mesas.
—Mire señor, no tengo ningún interés en esto —le aclaré, ya con algo de fastidio—. Yo le describo lo que vi y sigo mi camino. Usted haga lo que quiera.
—Por supuesto, por supuesto. Bien, eso es todo. Muchas gracias.
El Delegado se incorporó pesadamente, saludó a Don Dolte y se largó del salón.
No pude disfrutar las trégulas. Apuré los últimos sorbos de la sopa, bebí del tazón hasta el fondo y fui por mi habitación.
Una joven me condujo al lugar. Era pequeña y caminaba grácilmente, con pasitos cortos y veloces, meneando su colita delante de mí. Llegó al fondo del pasillo y abrió una puerta lateral.
—Su habitación, Señor.
Le obsequié unos septiles a modo de propina; los sujetó sin mirarlos, me dio las gracias y se marchó sin dejar de menearse.
Ingresé a la habitación y tiré el morral sobre una sibra. Era un cuarto simple y limpio. Dominaba la escena una cama-fuente de losa de estilo antiguo, blanca y brillante, con un pié único que se ensanchaba hasta formar la fuente de un metro por dos aproximadamente. La concavidad parecía adecuada y el reborde de esterilla era lo suficientemente áspero para enganchar los hilos.
Descorrí las cortinas para ver la calle. Más allá de la luz de las lámparas de aceite, la luna plateaba la calma de Zibbar, tiñendo todas las cosas con destellos leves de un azul violáceo.
Me dí una ducha con agua cáustica bien tibia y me dispuse a dormir.

Ya recostado sobre la cama-fuente, comprobé que la concavidad era realmente confortable. En seguida comencé a tejer el capullo con el rápido movimiento de mi abdomen, adhiriendo los hilos de seda de un borde al otro de la fuente, al tiempo que segregaba mi baba de dormir en cantidad ingente, hasta llenar la mitad del receptáculo. Cuando el capullo estuvo listo, enrollé la cola y el abdomen hasta el tórax sujetándolos luego con mis cilias dorsales. Sumergí en la baba tibia el extremo atrompetado de mi aparato chupador, retraje mis antenitas hasta hundir los ojos en la gelatina de mis parietales y lentamente me fui adormeciendo.
Los agitados sucesos del día desfilaron ante mí como en una proyección de la mente. Me dormí con la imagen de esos ojos grises de la mujer de la avioneta; que me miraba y gritaba, me miraba y gritaba, me miraba y gritaba…

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