Imgen gentileza de Aliona
Tal vez como una reminiscencia de los tiempos de la rayuela, siempre me gustó jugar con las baldosas al andar. Al neófito le sorprendería conocer la enorme cantidad de posibilidades lúdicas que existen en ese renglón. Se puede caminar pisando baldosa por baldosa; se puede caminar pisando una sí y otra no; se puede caminar normalmente y tratar de estimar qué fracción de baldosas mide un paso; se puede estimar la velocidad de otros transeúntes en la misma unidad de medida; se puede caminar con la movida del caballo de ajedrez; se puede caminar pisando todas las líneas o intentando no pisar ninguna. Cada hilera de baldosas es un sendero hacia adelante, flanqueado a izquierda y derecha por una multiplicidad de senderos paralelos que arrancan en la línea de las casas y terminan en el cordón de la vereda.
Debe saberse que hay veredas muy molestas para el juego. En ellas cada casa tiene su medida de baldosas y no es posible caminar un trecho razonable manteniendo el mismo diseño de marcha. Peor aún son las veredas con roturas, pozos, montañitas de arena, cerramientos de obra en construcción, cercados de cinta por cemento fresco u otros obstáculos. Uno debe aprender a evitar esas veredas.
Con el tiempo, los cultores de los juegos de baldosa vamos conociendo el barrio y elegimos nuestras rutas por las mejores veredas. A veces ni siquiera es necesaria la existencia de un destino y uno sale a caminar para jugar a las baldosas.
Cuando descubrí aquel sendero de baldosas, mi relación con Florencia llevaba ya tres meses. Parece mentira cuánto se puede deteriorar una relación en tan poco tiempo. Los temas profundos, esos que describen las particularidades de las personas y nos permiten descubrirlas y dejarnos descubrir, ya se habían marchado de las charlas hacía un tiempo, dejando tras de sí unos diálogos monótonos acerca de los sucesos del día, las noticias del diario y el absurdo planeamiento de la rutina.
— ¿Mañana salimos a cenar?
—Dale. ¿Vamos a la cantina esa, linda, que tenía las tablitas de fiambres?
—Ok.
Comeríamos hablando de la comida, de la demora del mozo, de la originalidad de las tulipas y nos iríamos sin pena ni gloria.
Y lo mismo era en la alcoba: la misma secuencia, las mismas posiciones, el mismo final, el mismo cigarrillo. Un culto al “mismisismo”.
Pero no todo era rutina. Dos cosas progresaban día a día: sus celos y sus planes de matrimonio.
Y así fue que al cabo de tres meses Florencia era un ahogo del cual escapar de tanto en tanto para ir en pos de alguna bocanada de libertad.
Como ya era frecuente, habíamos discutido; esta vez fue por una mirada mal disimulada a la chica de la panadería.
—Bueno, chau. Cuando se te pase, llamame —le dije cortante en la puerta de su casa.
Allí la dejé y salí a caminar. Caminé mucho. Era una tarde fresca y soleada. Lentamente se acallaron los pensamientos y sin darme cuenta me puse a jugar a las baldosas.
Buscando los mejores tableros me aventuré por la vereda de una calle larga que enseguida me agradó por la regularidad del tamaño de las baldosas. Uno podía recorrerla toda con el mismo diseño de pasos sin variar la cadencia. Cambiaban de color y de textura, pero no de tamaño, que es lo más importante.
No demoré en descubrir una particularidad en el quinto sendero, contando desde el cordón. Cada vez que marchaba por el quinto sendero, una niebla borroneaba todo el paisaje a más de cien metros. Cuando uno se corría al sendero cuatro o al seis, la neblina se disipaba lentamente y retornaba la visibilidad normal. Mi sorpresa fue mayor cuando me propuse recorrer toda la cuadra sin salirme del quinto sendero. No pude cumplir el objetivo porque en el quinto sendero, la cuadra no tenía fin. Simplemente se repetía la secuencia de casas y edificios una y otra vez sin que uno dejara de caminar hacia delante. Después de la casa con ladrillos a la vista, seguía un chalet grande con cochera doble, después la cortina de un local, y así continuaba hasta llegar al edificio de los macetones, luego del cual reaprecía la casa con ladrillos a la vista y de nuevo toda la secuencia.
Recuerdo que me invadió una emoción absoluta. Me pasé toda la tarde jugando con las particularidades del quinto sendero. Apenas lo abandonaba, la niebla se disipaba y se podía ver la esquina. Pero la casa de la esquina no era siempre la misma y su variación parecía depender del punto en el que se abandonaba el quinto sendero. La situación era la misma independientemente del sentido de la marcha. Lo mismo que ocurría yendo, ocurría viniendo. Todas las hileras eran normales a excepción de la quinta contando desde el cordón.
Al día siguiente no pensé en nada más que la vereda del quinto sendero. No llamé a Florencia ni fui a trabajar. Até a Pantaleón de la correa y lo saqué a pasear. Dejé que orinara todos los postes y me adapté sin protesto a su paso veloz y zigzagueante hasta que llegamos a la cuadra misteriosa. Allí tomé el control. Enfilé por la senda de la quinta línea de baldosas y comencé a recorrerla. Enseguida apareció la niebla. Sujeté con firmeza la correa y marchamos juntos. Mientras yo seguía a rajatabla la quinta hilera de baldosas, Pantaleón marchaba a los tirones entre la cuarta y la tercera. Pero cuando la secuencia de casas comenzó a repetirse, ocurrió algo terrible. Sentí que el tironeo de la correa comenzaba a debilitarse. Miré a Pantaleón y lo vi diluirse en una niebla borrosa, desintegrándose con una intensidad variable que parecía depender de la brisa, como si se fuera evaporando lentamente. Tomó unos pocos segundos para que Pantaleón desapareciera por completo. Me quedé paralizado, con un trozo de la correa colgando de la mano. Me pasé rápidamente a la cuarta línea, pero Pantaleón no aparecía. Lo llamé con desesperación:
— ¡Pantaleón! ¡Pantaleón! Pantapantapanta… —me incliné y seguí llamándolo—. Vamos cachirulo ¿Dónde estás?
Desistí cuando las miradas de la gente comenzaron a picarme en la nuca. A Pantaleón no lo vi nunca más.
Mi torpeza había sido mayúscula. Si mi trayectoria no tenía fin y la del perro, en cambio, era normal, resultaba evidente que la diferencia en la topología de ambos espacios se pondría en evidencia de algún modo cuando él llegara a la esquina y yo no, tornando súbitamente inviable que nos mantuviéramos uno junto al otro.
Por un tiempo seguí frecuentando esa vereda, haciendo experimentos diversos con bolsas de las compras, changuitos, bolsos deportivos y demás objetos que pudieran transitar sobre la línea cuatro o la seis mientras yo marchaba por la cinco. Invariablemente, todo desaparecía en una niebla creciente cuando las casas comenzaban a repetirse.
Mientras tanto, la situación con Florencia se hacía insostenible y difícil de resolver. Ella presentaba un comportamiento cíclico que viraba del enojo irracional por celos a la declaración de su más acérrimo apego hacia mí.
—Si vos te morís, yo me mato —decía.
Yo ya estaba seguro de que no compartiría mi vida con ella “hasta que la muerte nos separe “, pero tampoco me decidía a decírselo por temor al impacto que pudiera causarle. “Si vos te morís, yo me mato”, resonaba en mi cabeza.
Esa tarde tomé una decisión. Le dije que había encontrado una librería espectacular. Ella amaba las novelas románticas y siempre estaba leyendo alguna.
—No queda muy lejos. Podemos ir caminando —la invité.
Accedió. Estaba de buen humor. En el camino me habló de la novela que estaba leyendo y de otras más que no podía conseguir y que esperaba encontrar en mi librería.
La llevé a la vereda del quinto sendero. Tomé la senda sin fin y la mantuve a mi derecha, en la sexta hilera, sujetándola de la cintura. Al cabo de recorrer el primer ciclo de casas comencé a sentir una suavidad en la unión de mi brazo y su cintura. Me detuve y la miré con curiosidad mientras se desintegraba con un horror en la mirada y un sin fin de gritos desesperados que se alejaban hasta hacerse inaudibles. Se fue evaporando con la brisa hasta no quedar nada de ella. Nada.
Sin saber bien lo que había hecho, sentí culpa, me llevé todas las uñas a la boca y emprendí una marcha apurada mirando el piso.
Al día siguiente la fui a buscar a la casa. Me atendió la madre.
— ¿Quién es?
—Soy yo, Pablo.
— ¿Qué Pablo?
—El novio de Florencia.
— ¿Qué Florencia?
— ¡Su hija!
— Tengo dos hijos varones —dijo la madre y cerró de un portazo. Luego entreabrió la puerta y agregó — ¡Y no tienen novio!
Todos mis esfuerzos por hallar vestigios de la vida de Florencia fueron infructuosos. El quinto sendero me había transportado a un universo idéntico al anterior, pero donde nunca había existido la tal Florencia.
Por un tiempo sentí culpa y preferí adoptar la teoría de que ella estaría en un universo simétrico, igual en todo, excepto el mero detalle de mi más absoluta ausencia.
Los asesinos seriales confiesan que el primer asesinato causa terror, el segundo, indiferencia y todos los demás, placer. Un placer que transforma al homicidio en un vicio irrefrenable. No sé hasta qué punto habré padecido esos síntomas, pero lo cierto es que durante los siguientes tres años utilicé el quinto sendero para deshacerme de Mara, de Gimena, de María de los Ángeles, de Carolina y de Patricia.
Que difícil es encontrar una mujer. Meses más, meses menos, todas degeneran a lo mismo: una entidad que se queja, reprocha, te hace encargos, echa culpas y habla y habla y habla.
Pero todo llega en la vida. Y Sofía llegó a mi vida, en una soleada tarde de invierno. Yo acababa de comprarme un libro de Roger Penrose que versaba sobre una teoría cuántica para la mente. Me había costado conseguirlo. Lo hallé en una librería de la Av. Santa Fe. Me senté en un barcito sobre la avenida, en una de las innumerables mesitas que hacinaban la vereda. Pedí un café doble y me puse a hojear el libro. Después de cada tramo de lectura, levantaba la vista y miraba ese paisaje de automóviles y gente yendo y viniendo. Inmediatamente llamó mi atención una chica que transitaba la vereda de enfrente. Su marcha me era familiar en algún modo. La observé unos segundos mientras pasaba a la altura de mi mesa hasta que me di cuenta del secreto: Estaba jugando a las baldosas. Dudé un instante y resolví correr tras ella. Tiré dinero de más sobre la mesa y me lancé a cruzar la calle a la mitad de la cuadra. La perseguí con sigilo hasta alcanzarla a los cien metros. Llevaba un paso simple y elegante: Pie izquierdo sobre línea vertical de la baldosa siguiente, pie derecho sobre línea horizontal de la siguiente; y de tanto en tanto variaba y pisaba la vertical con el derecho y la horizontal con el izquierdo. No miraba el piso ni forzaba movimientos. Marchaba como una gacela y siquiera prestaba atención al paso. La seguí a tres metros un buen trecho solo para admirarla. Luego me puse a la par y le copié el paso. Ella me miró los pies de reojo y se dio cuenta enseguida. Armó una sonrisa leve y me cambió izquierdos por derechos. Me adapté al instante y le seguí el paso. Entonces ensayó un avance alternado de dos y una. Me adapté al instante y le seguí el paso. Cambió y pisó cruces de línea alternados cada dos baldosas. Me adapté al instante y le seguí el paso. Su sonrisa ya era franca. Siguió complicando los diseños sin lograr librarse de mi asedio. Cuando dejó de meter cambios, me animé a variarle yo, cambiando de pié con un saltiqueo de Pantera Rosa. Ella me siguió al momento, y ya éramos amigos entrañables.
Sofía era una niña veinteañera con carita de ángel; la cabellera negrísima, los ojos verdes, la mirada franca, la sonrisa perpetua, el andar grácil, y una piel que invitaba a la caricia. Su discurso nunca ahorraba simpatía y siempre deslumbraba por la claridad de la exposición. En los momentos íntimos era apasionada y cambiante de modo que parecía una mujer distinta cada vez. Sofía era perfecta, y además, jugaba a las baldosas.
Me enamoré de ella ferozmente.
Siguieron los días más felices de mi vida. Yo la pasaba a buscar cuando salía de la clase de danzas; nos parábamos a tomar algo en un barcito de Congreso. Ella hablaba y yo la miraba embelesado.
La llevaba a su casa, me invitaba a pasar, interactuaba con la familia: Mamá, Papá y un hermanito. Jugaba con el perro. De tanto en tanto me invitaban a cenar. Yo era un buen partido: Tenía un buen trabajo, independencia económica y estudiaba Física en la Universidad de Buenos Aires. Sabía que ese era el oculto pensamiento de los padres y a mi me gustaba que así fuera.
A los pocos meses de frecuentar a Sofía, comprendí que quería casarme con ella.
—Tenemos que practicar —recuerdo que me dijo. Y nos fuimos juntos y solitos a veranear a Villa Gesell.
Fue maravilloso jugar al matrimonio. Volvíamos de la playa al mediodía, ella preparaba la comida mientras yo sacudía la arena de los pertrechos playeros. Ella lavaba los platos y yo los secaba. Dormíamos una siesta. Yo me levantaba primero y preparaba el agua para el mate. Nos íbamos a matear a la playa. Era una vida plena de felicidad. Solo oscurecida por las miradas furtivas de los lobos que la devoraban en la playa. De tanto en tanto, cuando yo me apartaba aparecía algún galán a iniciar la charla. Ella nunca abandonaba su sonrisa y yo enfurecía por dentro, y por fuera mostraba indiferencia sin dejar de preguntar
— ¿Qué precisaba el caballero?
—Nada Pablo, solo quería conversar.
—Tenía buen lomo ¿no? —la probaba yo.
—Quedate tranquilo —me decía—. Seguro que no sabe jugar a las baldosas.
Y nos reíamos, ella con naturalidad, yo simulando.
Me percaté de mi problema de celos al segundo día de volver. A pocas cuadras de su casa la vi en el puesto de diarios y revistas conversando asiduamente con el muchacho del puestito, supongo, porque por mi posición no podía verlo. Ella se inclinó y lo saludó con un beso, seguramente en la mejilla, y se marchó con una amplia sonrisa y una revista de tapas brillantes en la mano. La intercepté enseguida.
— ¡Hola! —me saludó sorprendida.
— Te agarré con las manos en la masa —le dije fingiendo bromear mientras le quitaba la revista de la mano.
—Es un semanario español sobre danzas. Me lo consigue Germán, el muchacho del puestito. Es muy gentil —agregó ella con cierto nerviosismo.
—Mirá que bien —le contesté mientras el “gentil” se mezclaba con el “Germán” y juntos me revolvían las tripas.
Cuando me deshice de ella pasé por el puestito para espiar al tal Germán. Era bajo, pelado hasta la mitad de la cabeza, tenía la cara redonda, los ojos juntos y negros, las cejas muy arqueadas, una nariz recta y corta que finalizaba en una curva descendente, un mentón itálico pequeño, respingado y apenas partido y era decididamente obeso.
Me sentí un tonto. ¿Cómo podía celarla con semejante criatura? Entonces supe que tenía un problema.
Pensé mucho sobre mi cuadro de celos. Recordé mis tiempos con Florencia, donde yo era la víctima de sus celos irracionales y decidí que no sometería a Sofía a la misma penuria. Trataría de sobrellevar el peso de mi defecto sin que se notara.
De veras que hice mis mayores esfuerzos, pero creo que ella lo notaba igualmente.
Todo era leve, todo era imperceptible, pero yo la sentía más lejana, más fría. Y de a poco le iba perdiendo el rastro. Me invadía la sospecha de que salía de tanto en tanto sin decirme cuando ni adonde. ¿Cómo puede ser? Si íbamos a casarnos debíamos contarnos todo. No podían existir secretos ni ocultamientos. Pero ¿existían realmente o eran obra de mi imaginación desquiciada?
Mientras tanto seguíamos planeando la vida juntos. Comprábamos cacerolas y juegos de sábanas para nuestra futura casa y nos pasábamos las tardes inventando los detalles. Yo imaginaba una escena con un hijo muy pequeño, sentados los tres en el piso, abrazados y sonrientes, jugando con un millón de peluches gigantes mientras desde un ventanal maravilloso nos iluminaba el sol de una mañana dorada.
Ella sonreía cuando le contaba estas escenas, pero ya no era aquella sonrisa franca sino otra diferente, más apagada, con un dejo de melancolía, como si pensara en otra cosa.
Una tarde salimos a ver vajilla. Caminamos mirando vidrieras y comparando precios y calidades. Ella estaba realmente ausente. Miraba una y otra cosa y no salía de un “sí, esta puede ser”
—Hay otra casa unas cuadras más allá —me dijo. Y yo la seguí.
Nos internamos por una calle ancha y sombría de cuadras largas. Ella marchaba en silencio. A poco de andar me di cuenta que estaba siguiendo un paso, pero no pude entender el diseño. Nada parecía repetirse y sin embargo era evidente que pisaba líneas, plenos y cruces de un modo deliberado. Infructuosamente traté de leer el diseño una y otra vez, pero no me fue posible descubrirlo. Era algo nuevo, elevado, diferente, como si su marcha hablara en otro idioma.
Caminamos en silencio un buen rato hasta que Sofía se detuvo a diez metros de una esquina. Se paró frente a mí, me dirigió una mirada cargada de mensajes incomprensibles, densos, profusos, como si quisiera contarme con los ojos toda la historia del mundo. Me acarició la mejilla con una tristeza indescriptible. Detrás de ella, doblando la esquina apareció una figura conocida. Era el tosco cuerpo de Germán, que se detuvo y esperó mirando el piso. Sofía dio tres saltitos cortos hacia atrás y al costado y una serie de pasitos breves que no pude seguir. En la esquina, Germán describió una voltereta similar. Inmediatamente me invadió el horror, la desesperación y la impotencia cuando ambos comenzaron a desvanecerse. En una neblina, me sonrió como diciendo “lo lamento” o peor, “así son las cosas”. Me saludó con la manito, subiendo y bajando los dedos, se dio vuelta y corrió hacia el gordo. Ya hechos una bruma se abrazaron y se besaron.
Los vi alejarse dando pasos de un diseño indescifrable, saltiqueando parejitos hasta disiparse con la brisa.
Debe saberse que hay veredas muy molestas para el juego. En ellas cada casa tiene su medida de baldosas y no es posible caminar un trecho razonable manteniendo el mismo diseño de marcha. Peor aún son las veredas con roturas, pozos, montañitas de arena, cerramientos de obra en construcción, cercados de cinta por cemento fresco u otros obstáculos. Uno debe aprender a evitar esas veredas.
Con el tiempo, los cultores de los juegos de baldosa vamos conociendo el barrio y elegimos nuestras rutas por las mejores veredas. A veces ni siquiera es necesaria la existencia de un destino y uno sale a caminar para jugar a las baldosas.
Cuando descubrí aquel sendero de baldosas, mi relación con Florencia llevaba ya tres meses. Parece mentira cuánto se puede deteriorar una relación en tan poco tiempo. Los temas profundos, esos que describen las particularidades de las personas y nos permiten descubrirlas y dejarnos descubrir, ya se habían marchado de las charlas hacía un tiempo, dejando tras de sí unos diálogos monótonos acerca de los sucesos del día, las noticias del diario y el absurdo planeamiento de la rutina.
— ¿Mañana salimos a cenar?
—Dale. ¿Vamos a la cantina esa, linda, que tenía las tablitas de fiambres?
—Ok.
Comeríamos hablando de la comida, de la demora del mozo, de la originalidad de las tulipas y nos iríamos sin pena ni gloria.
Y lo mismo era en la alcoba: la misma secuencia, las mismas posiciones, el mismo final, el mismo cigarrillo. Un culto al “mismisismo”.
Pero no todo era rutina. Dos cosas progresaban día a día: sus celos y sus planes de matrimonio.
Y así fue que al cabo de tres meses Florencia era un ahogo del cual escapar de tanto en tanto para ir en pos de alguna bocanada de libertad.
Como ya era frecuente, habíamos discutido; esta vez fue por una mirada mal disimulada a la chica de la panadería.
—Bueno, chau. Cuando se te pase, llamame —le dije cortante en la puerta de su casa.
Allí la dejé y salí a caminar. Caminé mucho. Era una tarde fresca y soleada. Lentamente se acallaron los pensamientos y sin darme cuenta me puse a jugar a las baldosas.
Buscando los mejores tableros me aventuré por la vereda de una calle larga que enseguida me agradó por la regularidad del tamaño de las baldosas. Uno podía recorrerla toda con el mismo diseño de pasos sin variar la cadencia. Cambiaban de color y de textura, pero no de tamaño, que es lo más importante.
No demoré en descubrir una particularidad en el quinto sendero, contando desde el cordón. Cada vez que marchaba por el quinto sendero, una niebla borroneaba todo el paisaje a más de cien metros. Cuando uno se corría al sendero cuatro o al seis, la neblina se disipaba lentamente y retornaba la visibilidad normal. Mi sorpresa fue mayor cuando me propuse recorrer toda la cuadra sin salirme del quinto sendero. No pude cumplir el objetivo porque en el quinto sendero, la cuadra no tenía fin. Simplemente se repetía la secuencia de casas y edificios una y otra vez sin que uno dejara de caminar hacia delante. Después de la casa con ladrillos a la vista, seguía un chalet grande con cochera doble, después la cortina de un local, y así continuaba hasta llegar al edificio de los macetones, luego del cual reaprecía la casa con ladrillos a la vista y de nuevo toda la secuencia.
Recuerdo que me invadió una emoción absoluta. Me pasé toda la tarde jugando con las particularidades del quinto sendero. Apenas lo abandonaba, la niebla se disipaba y se podía ver la esquina. Pero la casa de la esquina no era siempre la misma y su variación parecía depender del punto en el que se abandonaba el quinto sendero. La situación era la misma independientemente del sentido de la marcha. Lo mismo que ocurría yendo, ocurría viniendo. Todas las hileras eran normales a excepción de la quinta contando desde el cordón.
Al día siguiente no pensé en nada más que la vereda del quinto sendero. No llamé a Florencia ni fui a trabajar. Até a Pantaleón de la correa y lo saqué a pasear. Dejé que orinara todos los postes y me adapté sin protesto a su paso veloz y zigzagueante hasta que llegamos a la cuadra misteriosa. Allí tomé el control. Enfilé por la senda de la quinta línea de baldosas y comencé a recorrerla. Enseguida apareció la niebla. Sujeté con firmeza la correa y marchamos juntos. Mientras yo seguía a rajatabla la quinta hilera de baldosas, Pantaleón marchaba a los tirones entre la cuarta y la tercera. Pero cuando la secuencia de casas comenzó a repetirse, ocurrió algo terrible. Sentí que el tironeo de la correa comenzaba a debilitarse. Miré a Pantaleón y lo vi diluirse en una niebla borrosa, desintegrándose con una intensidad variable que parecía depender de la brisa, como si se fuera evaporando lentamente. Tomó unos pocos segundos para que Pantaleón desapareciera por completo. Me quedé paralizado, con un trozo de la correa colgando de la mano. Me pasé rápidamente a la cuarta línea, pero Pantaleón no aparecía. Lo llamé con desesperación:
— ¡Pantaleón! ¡Pantaleón! Pantapantapanta… —me incliné y seguí llamándolo—. Vamos cachirulo ¿Dónde estás?
Desistí cuando las miradas de la gente comenzaron a picarme en la nuca. A Pantaleón no lo vi nunca más.
Mi torpeza había sido mayúscula. Si mi trayectoria no tenía fin y la del perro, en cambio, era normal, resultaba evidente que la diferencia en la topología de ambos espacios se pondría en evidencia de algún modo cuando él llegara a la esquina y yo no, tornando súbitamente inviable que nos mantuviéramos uno junto al otro.
Por un tiempo seguí frecuentando esa vereda, haciendo experimentos diversos con bolsas de las compras, changuitos, bolsos deportivos y demás objetos que pudieran transitar sobre la línea cuatro o la seis mientras yo marchaba por la cinco. Invariablemente, todo desaparecía en una niebla creciente cuando las casas comenzaban a repetirse.
Mientras tanto, la situación con Florencia se hacía insostenible y difícil de resolver. Ella presentaba un comportamiento cíclico que viraba del enojo irracional por celos a la declaración de su más acérrimo apego hacia mí.
—Si vos te morís, yo me mato —decía.
Yo ya estaba seguro de que no compartiría mi vida con ella “hasta que la muerte nos separe “, pero tampoco me decidía a decírselo por temor al impacto que pudiera causarle. “Si vos te morís, yo me mato”, resonaba en mi cabeza.
Esa tarde tomé una decisión. Le dije que había encontrado una librería espectacular. Ella amaba las novelas románticas y siempre estaba leyendo alguna.
—No queda muy lejos. Podemos ir caminando —la invité.
Accedió. Estaba de buen humor. En el camino me habló de la novela que estaba leyendo y de otras más que no podía conseguir y que esperaba encontrar en mi librería.
La llevé a la vereda del quinto sendero. Tomé la senda sin fin y la mantuve a mi derecha, en la sexta hilera, sujetándola de la cintura. Al cabo de recorrer el primer ciclo de casas comencé a sentir una suavidad en la unión de mi brazo y su cintura. Me detuve y la miré con curiosidad mientras se desintegraba con un horror en la mirada y un sin fin de gritos desesperados que se alejaban hasta hacerse inaudibles. Se fue evaporando con la brisa hasta no quedar nada de ella. Nada.
Sin saber bien lo que había hecho, sentí culpa, me llevé todas las uñas a la boca y emprendí una marcha apurada mirando el piso.
Al día siguiente la fui a buscar a la casa. Me atendió la madre.
— ¿Quién es?
—Soy yo, Pablo.
— ¿Qué Pablo?
—El novio de Florencia.
— ¿Qué Florencia?
— ¡Su hija!
— Tengo dos hijos varones —dijo la madre y cerró de un portazo. Luego entreabrió la puerta y agregó — ¡Y no tienen novio!
Todos mis esfuerzos por hallar vestigios de la vida de Florencia fueron infructuosos. El quinto sendero me había transportado a un universo idéntico al anterior, pero donde nunca había existido la tal Florencia.
Por un tiempo sentí culpa y preferí adoptar la teoría de que ella estaría en un universo simétrico, igual en todo, excepto el mero detalle de mi más absoluta ausencia.
Los asesinos seriales confiesan que el primer asesinato causa terror, el segundo, indiferencia y todos los demás, placer. Un placer que transforma al homicidio en un vicio irrefrenable. No sé hasta qué punto habré padecido esos síntomas, pero lo cierto es que durante los siguientes tres años utilicé el quinto sendero para deshacerme de Mara, de Gimena, de María de los Ángeles, de Carolina y de Patricia.
Que difícil es encontrar una mujer. Meses más, meses menos, todas degeneran a lo mismo: una entidad que se queja, reprocha, te hace encargos, echa culpas y habla y habla y habla.
Pero todo llega en la vida. Y Sofía llegó a mi vida, en una soleada tarde de invierno. Yo acababa de comprarme un libro de Roger Penrose que versaba sobre una teoría cuántica para la mente. Me había costado conseguirlo. Lo hallé en una librería de la Av. Santa Fe. Me senté en un barcito sobre la avenida, en una de las innumerables mesitas que hacinaban la vereda. Pedí un café doble y me puse a hojear el libro. Después de cada tramo de lectura, levantaba la vista y miraba ese paisaje de automóviles y gente yendo y viniendo. Inmediatamente llamó mi atención una chica que transitaba la vereda de enfrente. Su marcha me era familiar en algún modo. La observé unos segundos mientras pasaba a la altura de mi mesa hasta que me di cuenta del secreto: Estaba jugando a las baldosas. Dudé un instante y resolví correr tras ella. Tiré dinero de más sobre la mesa y me lancé a cruzar la calle a la mitad de la cuadra. La perseguí con sigilo hasta alcanzarla a los cien metros. Llevaba un paso simple y elegante: Pie izquierdo sobre línea vertical de la baldosa siguiente, pie derecho sobre línea horizontal de la siguiente; y de tanto en tanto variaba y pisaba la vertical con el derecho y la horizontal con el izquierdo. No miraba el piso ni forzaba movimientos. Marchaba como una gacela y siquiera prestaba atención al paso. La seguí a tres metros un buen trecho solo para admirarla. Luego me puse a la par y le copié el paso. Ella me miró los pies de reojo y se dio cuenta enseguida. Armó una sonrisa leve y me cambió izquierdos por derechos. Me adapté al instante y le seguí el paso. Entonces ensayó un avance alternado de dos y una. Me adapté al instante y le seguí el paso. Cambió y pisó cruces de línea alternados cada dos baldosas. Me adapté al instante y le seguí el paso. Su sonrisa ya era franca. Siguió complicando los diseños sin lograr librarse de mi asedio. Cuando dejó de meter cambios, me animé a variarle yo, cambiando de pié con un saltiqueo de Pantera Rosa. Ella me siguió al momento, y ya éramos amigos entrañables.
Sofía era una niña veinteañera con carita de ángel; la cabellera negrísima, los ojos verdes, la mirada franca, la sonrisa perpetua, el andar grácil, y una piel que invitaba a la caricia. Su discurso nunca ahorraba simpatía y siempre deslumbraba por la claridad de la exposición. En los momentos íntimos era apasionada y cambiante de modo que parecía una mujer distinta cada vez. Sofía era perfecta, y además, jugaba a las baldosas.
Me enamoré de ella ferozmente.
Siguieron los días más felices de mi vida. Yo la pasaba a buscar cuando salía de la clase de danzas; nos parábamos a tomar algo en un barcito de Congreso. Ella hablaba y yo la miraba embelesado.
La llevaba a su casa, me invitaba a pasar, interactuaba con la familia: Mamá, Papá y un hermanito. Jugaba con el perro. De tanto en tanto me invitaban a cenar. Yo era un buen partido: Tenía un buen trabajo, independencia económica y estudiaba Física en la Universidad de Buenos Aires. Sabía que ese era el oculto pensamiento de los padres y a mi me gustaba que así fuera.
A los pocos meses de frecuentar a Sofía, comprendí que quería casarme con ella.
—Tenemos que practicar —recuerdo que me dijo. Y nos fuimos juntos y solitos a veranear a Villa Gesell.
Fue maravilloso jugar al matrimonio. Volvíamos de la playa al mediodía, ella preparaba la comida mientras yo sacudía la arena de los pertrechos playeros. Ella lavaba los platos y yo los secaba. Dormíamos una siesta. Yo me levantaba primero y preparaba el agua para el mate. Nos íbamos a matear a la playa. Era una vida plena de felicidad. Solo oscurecida por las miradas furtivas de los lobos que la devoraban en la playa. De tanto en tanto, cuando yo me apartaba aparecía algún galán a iniciar la charla. Ella nunca abandonaba su sonrisa y yo enfurecía por dentro, y por fuera mostraba indiferencia sin dejar de preguntar
— ¿Qué precisaba el caballero?
—Nada Pablo, solo quería conversar.
—Tenía buen lomo ¿no? —la probaba yo.
—Quedate tranquilo —me decía—. Seguro que no sabe jugar a las baldosas.
Y nos reíamos, ella con naturalidad, yo simulando.
Me percaté de mi problema de celos al segundo día de volver. A pocas cuadras de su casa la vi en el puesto de diarios y revistas conversando asiduamente con el muchacho del puestito, supongo, porque por mi posición no podía verlo. Ella se inclinó y lo saludó con un beso, seguramente en la mejilla, y se marchó con una amplia sonrisa y una revista de tapas brillantes en la mano. La intercepté enseguida.
— ¡Hola! —me saludó sorprendida.
— Te agarré con las manos en la masa —le dije fingiendo bromear mientras le quitaba la revista de la mano.
—Es un semanario español sobre danzas. Me lo consigue Germán, el muchacho del puestito. Es muy gentil —agregó ella con cierto nerviosismo.
—Mirá que bien —le contesté mientras el “gentil” se mezclaba con el “Germán” y juntos me revolvían las tripas.
Cuando me deshice de ella pasé por el puestito para espiar al tal Germán. Era bajo, pelado hasta la mitad de la cabeza, tenía la cara redonda, los ojos juntos y negros, las cejas muy arqueadas, una nariz recta y corta que finalizaba en una curva descendente, un mentón itálico pequeño, respingado y apenas partido y era decididamente obeso.
Me sentí un tonto. ¿Cómo podía celarla con semejante criatura? Entonces supe que tenía un problema.
Pensé mucho sobre mi cuadro de celos. Recordé mis tiempos con Florencia, donde yo era la víctima de sus celos irracionales y decidí que no sometería a Sofía a la misma penuria. Trataría de sobrellevar el peso de mi defecto sin que se notara.
De veras que hice mis mayores esfuerzos, pero creo que ella lo notaba igualmente.
Todo era leve, todo era imperceptible, pero yo la sentía más lejana, más fría. Y de a poco le iba perdiendo el rastro. Me invadía la sospecha de que salía de tanto en tanto sin decirme cuando ni adonde. ¿Cómo puede ser? Si íbamos a casarnos debíamos contarnos todo. No podían existir secretos ni ocultamientos. Pero ¿existían realmente o eran obra de mi imaginación desquiciada?
Mientras tanto seguíamos planeando la vida juntos. Comprábamos cacerolas y juegos de sábanas para nuestra futura casa y nos pasábamos las tardes inventando los detalles. Yo imaginaba una escena con un hijo muy pequeño, sentados los tres en el piso, abrazados y sonrientes, jugando con un millón de peluches gigantes mientras desde un ventanal maravilloso nos iluminaba el sol de una mañana dorada.
Ella sonreía cuando le contaba estas escenas, pero ya no era aquella sonrisa franca sino otra diferente, más apagada, con un dejo de melancolía, como si pensara en otra cosa.
Una tarde salimos a ver vajilla. Caminamos mirando vidrieras y comparando precios y calidades. Ella estaba realmente ausente. Miraba una y otra cosa y no salía de un “sí, esta puede ser”
—Hay otra casa unas cuadras más allá —me dijo. Y yo la seguí.
Nos internamos por una calle ancha y sombría de cuadras largas. Ella marchaba en silencio. A poco de andar me di cuenta que estaba siguiendo un paso, pero no pude entender el diseño. Nada parecía repetirse y sin embargo era evidente que pisaba líneas, plenos y cruces de un modo deliberado. Infructuosamente traté de leer el diseño una y otra vez, pero no me fue posible descubrirlo. Era algo nuevo, elevado, diferente, como si su marcha hablara en otro idioma.
Caminamos en silencio un buen rato hasta que Sofía se detuvo a diez metros de una esquina. Se paró frente a mí, me dirigió una mirada cargada de mensajes incomprensibles, densos, profusos, como si quisiera contarme con los ojos toda la historia del mundo. Me acarició la mejilla con una tristeza indescriptible. Detrás de ella, doblando la esquina apareció una figura conocida. Era el tosco cuerpo de Germán, que se detuvo y esperó mirando el piso. Sofía dio tres saltitos cortos hacia atrás y al costado y una serie de pasitos breves que no pude seguir. En la esquina, Germán describió una voltereta similar. Inmediatamente me invadió el horror, la desesperación y la impotencia cuando ambos comenzaron a desvanecerse. En una neblina, me sonrió como diciendo “lo lamento” o peor, “así son las cosas”. Me saludó con la manito, subiendo y bajando los dedos, se dio vuelta y corrió hacia el gordo. Ya hechos una bruma se abrazaron y se besaron.
Los vi alejarse dando pasos de un diseño indescifrable, saltiqueando parejitos hasta disiparse con la brisa.
Excelente. El relato más estimulante que lei en mucho tiempo.
ResponderEliminarFantástico y realista a la vez.
ResponderEliminarMe gustó mucho tu cuento. Me ha atrapado.
Así es la vida, no es fácil acomodar el paso a las personas que transitan senderos a nuestro lado paralelamente, perpendicularmente, oblicuamente, salticadamente...¡Y esa niebla que todo lo envuelve, que nos transporta a la felicidad, al amor verdadero (¿verdadero?), a las dudas, los celos, la incertidumbre!
Me vi de pronto jugando a las baldosas, observando estupefacta la desaparición de algún ser querido, sintiendo aterrada cómo yo misma me deshacía en esa bruma misteriosa sin poder remediarlo, inexorablemente...
Ha sido un placer conocerte y leer este cuento.
Gracias por tu comentario en el ratoncito Pérez.
Es saludable el intercambio, nos ayuda a crecer.
Seguiré incursionando en tu blogg.
Ya me lo habiás advertido:"No me vayas a llorar"...Imposible no hacerlo,cómo evitarlo? Si sentía entre una lágrima y la otra,como se desvanecían en la bruma tantos seres amados!! Mi mente era un fluir de imágenes que aparecían y desaparecían entre una y otra frase de tu cuento...en eso debemos parecernos todos los seres humanos.
ResponderEliminarA veces juego a ver a las personas que he perdido en las formas de alguna nube,como jugaba cuando era niña,pasaba horas encontrandome en el cielo con ellas y hablándoles...Imaginación? Locura? Añoranza?...No lo se. También recordé mis años de niñez,cuando mi madre me daba un chancletazo por hacer ruido a la siesta,justo en ese instante en que se estaba durmiendo-recién ahora,que soy madre, entiendo lo que es que te despierten en ese momento,ja,después ya no vuelves a dormirte_y me dejaba el número que calzaba,grabado en la piel como un sobrerelieve y yo lloraba hasta dormirme pidiendo morir,para poder verla llorar junto a mi féretro arrepentida!!!!Lamentablemente,fui yo quien la lloró el día de su partida.
No tiene nada que ver con tu cuento,pero no se por qué,leyéndolo,vino a m mente,ese recuerdo entre otros.
Como siempre,Cristian,tu cuento me atrapó y me sentí envuelta en medio de la trama del principo al final y como siempre...he deseado que no termine nunca.
Un abrazo y gracias por despertar tantos recuerdos que creía olvidados.
No se qué decir. Además de agradecer entrañablemente, estoy sorprendido de ver cómo las cosas que escribo impactan en otras personas. Escribir un cuento es crear un objeto determinado y único. Ser leído es como un salto al vacío donde cada uno viaja a los sitios más insospechados.
ResponderEliminarGracias Nancy, me encanta que frecuentes el blogg. Gracias Silvia por tu sencibilidad extrema.
Y gracias Paula por animarme a mostrar más.
He visto en Whohub el anuncio de que habías escrito un nuevo cuento, y siguiendo los enlaces he llegado a tu página, pero yo siempre leo textos cortos y con imagenes. Que pena, he pensado, lo podría intentar, pero cuanto tiempo me llevaría leer algo tan largo, mientras me lo imaginaba iba girando la ruleta del ratón, sin darme cuenta que pasaba un relato tras otro, y entonces me he dado contra la imagen de las baldosas y he empezado a leer, debe de ser que la nieblina de tu cuento no me dejaba ver que el cuento era largo, pero para mi sorpresa estaba enganchada en la lectura y pensaba que sería una película interesante... me ha encantado, y encima me ha recordado esos tiempos en que sentada en el coche imaginaba que iba saltando por las lineas blancas discontinuas de la carretera. O cuando intentaba llegar a un destino solo por los bordillos de las aceras o de los jardines... que bueno! Bueno, sin duda volveré por aquí para seguir leyendo! Saludos!
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