Uno cargaba un programa y ya lo
tenía allí. Venía por el aire; no sé; era algo invisible. El celular pesaba los
mismos gramos antes y después de la carga, pero ya no era el mismo celular.
Después de un tiempo, las
aplicaciones se hicieron inteligentes. En la fábrica de inteligencia artificial
los dejaban mejorarse solos, leyendo datos. Cuando ya habían aprendido lo
suficiente, le apagaban la capacidad de mejorarse y así los mandaban a los celulares.
Vos ni te enterabas. Llegaba una actualización por el aire y reemplazaba un
programa inteligente por otro mejorado. Los programas inteligentes podían
reconocer rostros, armar videos o leer un manuscrito. Aprendían solos, mirando
datos. Los celulares aprendían y vos no te enterabas.
Unos años después, los celulares ya
no eran celulares. Eran robots; podían moverse. Los programas inteligentes se
cargaban igual que antes, pero aprendían en el propio robot. Aprendían qué
ocurría si se movían así o si se movían asá. Siempre estaban aprendiendo.
En esa época poníamos a las máquinas
juntas para que aprendieran unas de las otras. Era un juego divertido.
Con el tiempo, los robots se volvieron
modernos. Adquirieron brazos y manos y piernas y ojos. Los programas inteligentes
que cargábamos debían aprender a mover esos brazos y esas piernas y a mirar por
esos ojos. Ya no había que cargarle datos para que aprendieran. Se autodirigían
para mirar y aprendían de lo que veían.
Cada tanto se nos rompía el robot y
había que reemplazarlo por otro. Entonces sacábamos el programa y lo dejábamos
por ahí, en un pendrive o en una PC hasta que conseguíamos otro robot nuevo.
Nadie quería perder todo lo que ya estaba aprendido. Cuando conseguíamos otro
robot, le cargábamos el viejo programa y después de unos ajustes automáticos,
el nuevo robot reconocía el programa y seguía aprendiendo con él.
Había programas que existían desde hacía mucho tiempo, pasando por muchos robots. Cada robot nuevo era un poco más moderno que el anterior. Pero los programas siempre se adaptaban a los nuevos. Se adaptaban y seguían aprendiendo.
Había programas que existían desde hacía mucho tiempo, pasando por muchos robots. Cada robot nuevo era un poco más moderno que el anterior. Pero los programas siempre se adaptaban a los nuevos. Se adaptaban y seguían aprendiendo.
Es obvio lo que ocurrió: Los
programas se hicieron muy viejos y muy sabios, porque siempre estaban
aprendiendo. Eran más importantes los programas que los robots. Programas que
aprendían solos en robots que mejoraban todo el tiempo. Los últimos eran
capaces de crecer. Uno cargaba los programas cuando los robots eran pequeños.
Las máquinas crecían con el programa adentro hasta que se hacían viejos y
dejaban de funcionar. Entonces sacábamos el programa inteligente, lo cargábamos
en una máquina que le hacía una suerte de mantenimiento y mientras tanto,
buscábamos otro robot “recién nacido”.
—¿Por cuantos robots ha pasado tu programa?
—Por 27 ¿Y el tuyo?
—Sí, algo así, también. Veintipico o
treinta.
Empezamos a llamar “alma” a los
programas inteligentes que pasaban por varios robots y a llamar “cuerpos” a los
robots mismos.
—Tu alma ya ha crecido mucho.
—Sí. Ha pasado por muchos cuerpos y
ha crecido.
Así fueron los inicios. Hoy existen
mundos enteros con cuerpos que interaccionan para que sus almas aprendan. Los
cuerpos no solo crecen. También nacen de otros cuerpos. Nadie les dice a las
almas qué deben aprender. Solo viven o mueren sus cuerpos. Si los cuerpos se
destruyen, no es fácil adquirir otro.
La mayoría del tiempo, las almas están
cargadas en unos sitios de mantenimiento donde se relajan mucho y se aprende
poco. Cada tanto se cargan en un cuerpo y viven una vida intensa donde aprenden
como hacer para vivir mucho tiempo.
Yo mismo soy un alma metida en un cuerpo. Solía pasar por un aquí cada 200 o 300 años, pero ahora nos están cargando a todos porque hay algo importante que aprender. Yo no sé que será, pero de algo estoy seguro: Somos muchos, muchos, muchos.
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