Una podadora recorría la gramilla
flotando a dos pulgadas del suelo. Su desplazamiento era lento como el
movimiento de las nubes y había que observarla un rato para comprobar que se
movía. En un trámite invisible, capturaba y recortaba cada hoja de gramilla formándole
una nueva punta sobre la nervadura central. Si la hoja era muy vieja, la
extirpaba desde el tallo. Varios palpadores buscaban pequeña maleza y la
removían al instante dejando un césped perfecto tapizando el suelo llano. Todos
los sobrantes eran triturados y restituidos debajo del follaje como una papilla
de nutrientes. A la vista, las podadoras de césped eran una simple tabla
hexagonal levitando en silencio a dos pulgadas de la tierra.
Sublina estaba recostada sobre el
pasto, con la cabeza en el suelo inclinada hacia un costado. Le resultaba divertido
ver el mundo desde el piso. Las pequeñas irregularidades de la pradera se
transformaban en inmensas montañas y era entretenido comprobar cómo un simple
movimiento de cabeza podía modificar todo el paisaje. Hacia el cielo, algunas
lunitas flotaban a escasos metros de la tierra esperando ser requeridas. Eran
esferas blancas del tamaño de una cabeza humana.
“Una lunita siempre vendrá cuando la
llames”
“Una lunita siempre responderá
cuando preguntes”
“Una lunita siempre traerá lo que le
pidas”
“Durante toda tu vida de centurias,
una lunita estará para servirte”
Sublina pronunció el salmo sin
pensar, como quien repite la letra de una vieja canción. Luego, se quedó mirando
la imperceptible deriva de las esferas recortadas contra el cielo azul. A lo
lejos, los suaves senderos de ripio se perdían entre la arboleda en su camino
hacia las casas.
A un costado del parque se había
formado un pequeño grupo. Podía advertirse que estaban planeando alguna
actividad, invitando a varias personas que yacían sentadas en el pasto para
integrarse a ella. Finalmente se dirigieron a Sublina. Igosto y Paco Pinko iban
al frente.
—Hola, Sublina —dijo Igosto— ¿Vienes
a jugar al rondo pelota?
Ella observó el grupo con poco entusiasmo.
—Somos muchos —dijo.
—No importa; igual se puede jugar. Jugaremos un rato y luego iremos todos al sexario.
La propuesta cobró interés. Sublina no era muy afecta a los juegos de pelota, pero amaba las largas sesiones de sexo grupal.
—Esta bien —se puso de pié—. ¿Pero cómo formaremos los equipos con tantas personas?
—Algunos de un lado y otros del otro —dijo Paco Pinko sonriendo al tiempo que iba separando a los demás—: Ellos, tú y yo, contra Ivonna y todos ellos.
—Pero ellos son más que nosotros —dijo Sublina—, creo.
Paco Pinko había puesto diez personas en un equipo y sólo seis en el otro, donde se incluía junto a Igosto y Sublina.
—Vamos a resolver esto —interrumpió Igosto y miró al cielo buscando una lunita—. Lunita, ven.
Una de las blancas esferas flotantes
descendió inmediatamente, realizó una trayectoria curva y avanzó con lentitud
hacia ellos, horizontalmente.
—Hola, Igosto —dijo la lunita—. ¿Qué
necesitas?
—Hola, lunita. Vamos a jugar al rondo
pelota y queremos saber cómo debemos formar los equipos.
—Con mucho gusto. Son dieciséis personas
y deben formar dos equipos de ocho personas cada uno.
El grupo cruzó miradas como si la
respuesta no sirviese de mucho. Igosto miró a Sublina confundido.
—¿Te sabes el ocho?
Sublina observó sus manos; vacilando
abrió una palma; pulgar, índice y mayor de la otra.
—Creo que es así —dijo. Luego,
guardó el pulgar y extendió el anular—. O así —agregó.
Igosto miró las manos de Sublina y
luego observó las suyas mientras trataba de reproducir el esquema con sus dedos.
—¿Y esto para qué nos sirve?
—No lo sé —contestó la joven
mirándolo a lo ojos.
Paco Pinko trató de concretar.
—Lunita, ¿podrías decirnos cómo
deben ser los dos equipos de ocho personas, de modo que Igosto, Sublina y yo
juguemos del mismo lado?
—Sí. Hay muchas formas distintas de
hacerlo. Una de ellas podría ser esta…
La lunita listó los nombres de los
integrantes de cada equipo. Un momento después, una máquina transportadora se
acercó al grupo con una pelota de rondo y un helado de chocolate que Ivonna
había pedido “para aprovechar el viaje”.
Durante una hora, el grupo de
hombres y mujeres jugó al rondo pelota en un costado plano del parque. Unos
cuantos espectadores se acercaron a mirar; alentaron, rieron y aplaudieron las
mejores jugadas. Una vez finalizado el partido, los dieciséis jugadores
quedaron exhaustos tirados sobre el césped. Lunita mediante, solicitaron una
transportadora colectiva y partieron rumbo al enorme sexario del poblado.
Después de abandonado el terreno, una veloz recolectora de residuos avanzó
desde algún lugar del bosque con sus ocho patas metálicas; se posó sobre el
helado de chocolate que había sido arrojado a medio consumir, recogió el vasito
y la cuchara y limpió la crema derramada dejando el césped impoluto. Luego se
marchó con su paso arácnido y volvió a perderse entre los árboles cercanos.
Al anochecer, Igosto y Sublina caminaban
cansados y felices por el camino, rumbo al mar. La sesión de sexo había sido
maratónica. Ella mordisqueaba una espiga arrancada de los canteros que
decoraban el paseo. Bajaron a la playa y se sentaron junto al mar, espalda
contra espalda. Una enorme esfera centellante se hundió contra el cielo
estrellado, achicándose hasta desaparecer.
—Me encanta cuando Andraco me aborda
por detrás —dijo ella.
Igosto estiró el silencio un momento
más.
—¿Hacia dónde irán las maquinas que
se internan en el cielo? —dijo luego, observando a la esfera esfumarse entre
las estrellas.
—Es un especialista —insistió ella.
Igosto realizó una inspiración
profunda.
—Yo nunca supe bien como hacerlo.
—Es fácil. Debes ser muy suave al
principio y muy fuerte al final.
—Sí. Pero nunca supe bien cuándo
finaliza el principio y cuándo comienza el final.
Sublina se quedó callada haciendo
girar la espiga sobre sus dedos. Luego miró el cielo.
—Me dijo una lunita que los
ancestros les dejaron el mandato de explorar el cosmos —dijo.
Igosto tardó en sintonizar.
—Ah… sí; los ancestros.
Los ancestros estaban en todas las
respuestas. Eran como dioses legendarios de un pasado extinto, como próceres de
mármol que solo cobran vida en el relato de los hechos antiguos. Los ancestros
eran los creadores del paraíso; un puñado de visionarios que imaginó un mundo
de máquinas sirvientes y personas felices, entregadas al ocio perpetuo y
los placeres sin límite. En la mente de
Sublina, aún estaban frescas las historias. Hacía solo diez años que había
abandonado las granjas educativas, donde las máquinas formaban a la gente. Allí
crecían los niños al exclusivo cuidado de los androides nodriza, aprendiendo
todo lo necesario para la vida libre. Realmente los cuidaban mucho y les
enseñaban muy poco. Cercenar el conocimiento es también abreviar la duda, la
incertidumbre, la inseguridad, la confusión, el desasosiego, el temor y los
anhelos de revolución. En un mundo inmejorable, los impulsos revolucionarios
son perjudiciales. Después de milenios de ajustes, las máquinas habían
cancelado toda posibilidad de rebelión minimizando los saberes impartidos y
efectuando una poda selectiva entre los embriones que habrían de incubar,
eligiendo las cepas de comportamiento más complaciente. ¿Cómo permitir una
revolución cuando todas las necesidades y deseos se satisfacen simplemente
pronunciando dos palabras: “Lunita, ven”? En el paraíso, la revolución es un
capricho absurdo.
Llegados a la adolescencia, cada
joven recibía su vivienda y era liberado a la vida en comunidad.
Igosto y Sublina caminaban ahora por
la playa bajo la noche cerrada.
—A veces recuerdo con melancolía la época
de la granja —dijo Sublina—. Salíamos al campo a observar cómo las máquinas
cultivaban la tierra y criaban el ganado. Luego nos llevaban a las plantas
donde todo aquello era transformado en comida, en vestidos, en cosas. Y
después, a visitar las fábricas de máquinas nuevas. Aún conservo la imagen de la fila de lunitas vacías moviéndose sobre
una cinta de montaje… Me cuesta creer que esas criaturas deliciosas sean
simples objetos ensamblados de a millones.
—¿Millones?
—Muchísimos, o algo así.
—Yo ya no recuerdo nada de eso. Hace
mucho tiempo que salí de allí.
Igosto tenía casi doscientos años,
pero era incapaz de llevar la cuenta.
A poco de andar, divisaron,
adelante, un grupo de personas recostadas en la playa. Más cerca, pudieron ver
que todos estaban desnudos. Algunos dormían y otros yacían enredados en una
suerte de abrazo de serpientes, unos cuerpos contra otros, meciéndose con el
vaivén de la cópula.
—¿Quieren participar? —preguntó un
muchacho muy atlético.
Igosto miró su propia entrepierna y
respondió.
—No. Gracias. Ya hemos tenido
suficiente. No creo que esto vuelva a funcionar hasta dentro de unas cuantas
horas.
—No importa. Puedes participar como “pasivo”.
A Igosto se le tensó el gesto.
—No. “Pasivo” no me gusta. No me
gusta “pasivo”.
El grupo amorfo detuvo el vaivén y se
fue desenredando de a poco. Todos eran hombres. Uno de ellos habló.
—Error: Te gusta pero no lo sabes.
Si lo intentaras, te gustaría.
Igosto se puso más tenso y su rostro
comenzó a mostrar fastidio.
—No. No me gusta “pasivo” —repitió—.
Y no me gustaría que me guste.
—Déjalo, Chicli —dijo el primero—,
no tiene caso.
Pero el otro insistió.
—Nunca sabrás cómo dar lo que no
sabes recibir… Piénsalo.
Sublina miró a Igosto con
expectativa.
—Que se quede la muchacha, entonces —dijo
un tercero—. Imagínate, niña, somos expertos. Deshazte del “paquete” y ven.
Estaremos aquí hasta el amanecer.
Igosto jaló el brazo de Sublina, que
saludó al grupo encogida de hombros.
—Nos vamos —dijo sin mirar atrás.
Caminaron en silencio un rato.
—No has sido muy amable con esos
chicos —dijo la joven.
Igosto no contestó. Largos segundos
después, espetó el corolario de un pensamiento invisible.
—…Y ese Andraco tuyo, debe ser un
invertido.
Rato después, Igosto y Sublina se
despidieron en un punto del bosque y cada uno se marchó a su casa. Sublina
recorrió a desgano la senda de adoquines. La puerta del domo se abrió al verla
llegar y la joven descendió la escalerilla hundiéndose en las anchas galerías
de la vivienda. Recorrió su hormiguero de plata y marfil perseguida por el
encendido de las luces y el destello de los cristales pantalla. Ingresó al
baño, se quitó la ropa y se recostó en la bañera mullida y enorme.
—Quiero un baño tibio y espumoso —ordenó.
Al instante se abrieron los grifos.
—Quiero un jugo de naranjas —volvió
a ordenar.
Y un momento después:
—Quiero música de arpas.
La mujer relajó su cuerpo al conjuro
del agua y el jabón y el perfume y la espuma, y de esa música que hacía flotar
todas las cosas. Más tarde salió de la cuba. Secó su cuerpo con un paño
suavísimo. Se recostó en el lecho y se quedó mirando su figura reproducida en
la pantalla del techo. Durante media hora dio vueltas en la cama. Después se
levantó, volvió al sanitario, apoyó las palmas contra el mármol de la pileta y
se quedó allí, observando su rostro en el espejo, mirándose a los ojos,
cruzando con su imagen reflejada profusos mensajes telepáticos.
En un arresto se calzó la túnica.
Volvió a salir de la casa y a paso vivo retomó el sendero de la playa.
2. El “mal del vientre”
—Es el “mal del vientre” —dijo Ana
Alfa—. Yo lo he padecido ya, no sé cuántas veces.
Sublina seguía inclinada hacia
delante con las manos en el vientre y una extraña sensación que le subía por el
pecho hasta la garganta. Alrededor de su figura enferma se habían agolpado
varios curiosos que no encontraban en el parque más actividad que la
expectación. Sublina hizo arcadas y luego un estertor abrupto para expulsar por
su boca con gran fuerza un líquido cremoso y granulado.
—¡Lunita, ven! —gritó Ana mirando al
cielo en un rápido gesto—. No te preocupes Sublina, solo has vomitado. Es “el
mal del vientre”. Te lo curan enseguida. ¡Lunita! ¡Ven!
Sublina había quedado inmóvil,
inclinada hacia delante con un gesto de asco y la acidez rebullendo en su nariz,
tratando de comprender qué le había sucedido. Nunca había visto a nadie
vomitar.
—Hola, Ana Alfa. ¿Qué necesitas? —dijo
la lunita.
—Trae un vaso de agua, o mejor… jugo
de naranjas; y una toalla y un poco de agua en un fuentón. Hay que trasladar a
Sublina a la clínica de inmediato.
—Enseguida —respondió la esfera—: un
jugo de naranjas, una toalla y un poco de agua en un fuentón. Aquí llega el
transporte.
De inmediato se hizo presente una
transportadora sanitaria con todo lo pedido. Sublina se lavó las manos y la
cara. Escupió varias veces, bebió el jugo muy lentamente y volvió a escupir.
Luego se recostó en la camilla del transporte. Ana se sentó a su lado. El
vehículo partió rápidamente y el grupo de personas en el parque se fue
disolviendo como una voluta de humo. Momentos después, las recolectoras
recogían el vaso y la toalla y removían la excreción para dejar el césped como
si nada hubiera ocurrido.
En el vehículo, Ana acariciaba la
cabeza de Sublima que solo miraba el paisaje con los parpados relajados. Unos
brazos mecánicos calzaron una banda de goma en torno de su muñeca y lengüetas
metálicas a la altura de su pecho. De ambos adminículos emergían cables que se
conectaban a una consola detrás de su cabeza. Luego, un dispositivo plano
suspendido a quince centímetros de su cuerpo la recorrió lentamente de la
cabeza a los pies.
El vehículo hablaba permanentemente
explicando el procedimiento de diagnóstico preliminar.
—Todos tus signos vitales están en
orden. Estamos monitoreando tu organismo. Tu estado corresponde a lo que
ustedes llaman “mal del vientre”. Pero debes saber que no es una enfermedad
sino un estado natural de las mujeres que ocurre frecuentemente. En el Centro
de Atención ya estamos preparados para recibirte y resolver el problema sin
demora.
Cuando la unidad sanitaria dejó
atrás el bosque Sublina ya se había dormido. El vehículo se inyectó en la
llanura anchísima sobrevolando a escasa altura los campos de cultivo. A lo
lejos podían verse, como estatuas de niebla, herbívoros inmóviles pastando al
cuidado de las máquinas y abrevando en las aguas del Río de las Manadas. Más
adelante, una interminable hilera de galpones oscuros preanunciaban la cercanía
del Centro Cívico.
El vehículo giró para internarse en
una doble hilera de sauces centenarios que desembocaba en la plaza central de
la ciudad. La plaza era una extensión abierta tachonada de árboles dispuestos
con tal diseño que solo se advertía desde el aire. Al fondo, nacía la Senda de los Ancestros: un
paseo escoltado por veinte colosos de piedra, diez a cada lado del camino. Las
estatuas de los ancestros eran de granito macizo; pequeñas pirámides truncadas delineaban
sus bases y el resto se extendía unos sesenta metros hacia el cielo. Ana
contempló embelesada las figuras de los gigantes, sus rostros impertérritos y
sus poses patriarcales. Ya los había visto muchas veces pero siempre volvía a
conmoverse. Sus sombras alargadas caían como pinceladas de grises sobre la
abigarrada geografía de edificios.
La transportadora sanitaria ganó
altura y giró suavemente hasta quedar suspendida frente una torre altísima. Al
momento, una puerta circular se abrió frente a ella y la máquina ingresó al
edificio. Recorrió un laberinto de pasillos hasta desembocar en una ancha
explanada intensamente iluminada donde diversos vehículos partían y arribaban
continuamente. Una vez allí, dos androides se acercaron para trasladar a
Sublina hacia la sala de operaciones.
En la puerta de la sala, uno de los
androides rodeó los hombros de Ana Alfa.
—Le ruego que aguarde en esta sala —le
dijo.
Ana Alfa ya conocía el
procedimiento. Asintió con la cabeza al
tiempo que saludaba a su amiga a modo de breve despedida.
En la sala de operaciones, Sublina
fue rápidamente anestesiada. A continuación, la recostaron sobre una butaca
especial. Dos brazos robóticos abrieron sus piernas y desde una consola, una
cámara endoscópica y tres suaves tentáculos de látex se introdujeron en su
vagina. Durante varios minutos operaron las máquinas hasta extraer de sus
entrañas un coágulo rojizo y gelatinoso.
Con sumo cuidado colocaron el material en una probeta en forma de gota,
embebida en un líquido ambarino. Un androide sujetó con gran delicadeza el
recipiente y salió por una puerta lateral. Transitó varios metros por un pasillo
angosto y sombrío. Finalmente ingresó a la Sala de Embriones: un recinto tibio, bajo y
extenso repleto de estanterías dispuestas en hileras, unas junto a otras, donde
miles de probetas idénticas, en forma de gota con coágulos embebidos en líquido
ámbar, llenaban por completo los estantes. Cada recipiente estaba conectado por
la base a un dispositivo electrónico donde un visor mostraba una inscripción
indescifrable, con ristras de números que variaban permanentemente. Un led verde brillaba al costado de cada
visor. El androide colocó la probeta de Sublina en un estante vacío,
enroscándola con cuidado sobre la base; luego pulsó un punto al costado del
visor. De inmediato se encendió un led
amarillo intermitente que parpadeó unos instantes. Segundos después se activó
el visor bajo la probeta poblándose de signos. El led amarillo dejó de parpadear y viró al verde. El androide
emprendió la retirada. Unos metros más adelante, se detuvo junto a una probeta
cuyo led estaba en rojo. Miró el
visor, pulsó un punto del pequeño tablero y se largó de allí. Un vehículo
rodante ingresó un momento después, se posicionó junto a la probeta del led rojo, la removió de su sitio y la
arrojó sin cuidado dentro de un recipiente repleto de residuos hospitalarios.
Sublina despertó sobre un lecho
mullido, en una habitación blanca con una ventana luminosa y una maceta con
begonias junto a ella. Sintió el rostro entumecido, como si hubiera dormido un
día seguido. A su izquierda, Igosto la
observaba de pié.
—Al fin despertaste.
La joven movió la cabeza hacia uno y
otro lado.
—Siento todo el cuerpo relajado y un
suave cosquilleo en todas partes.
—Siempre es así. Tú eres joven y
nunca te has sometido todavía a las terapias de rejuvenecimiento, pero siempre
es así. Te despiertas entumecido y débil. Es por los sedantes.
En ese momento ingresó Ana, que
desde afuera había escuchado las voces. Sublina trató de incorporarse y sintió
una punzada en su bajo vientre.
—¿Qué me han hecho? Siento un dolor
allí abajo.
—No es nada, amiguita —dijo Ana—. Te
han curado el “mal del vientre”; te dolerá unos días y luego estarás bien.
—Quiero irme a casa.
—En unas horas podrás irte —dijo
Igosto—. Hay que esperar que pasen los
efectos del sedante. Luego, sólo tendrás que guardar varios días sin sexario.
Nosotros estaremos aquí hasta que “monitoreo” prescriba tu alta médica. Ahora
descansa.
En su situación, Sublina no podía
siquiera pensar en el sexario. Sólo quería marcharse de allí, llegar a su casa
y estar sola.
A la mañana siguiente, los tres
amigos abandonaron el Hospital del Centro Cívico. Recorrieron en silencio la Senda de los Ancestros
contemplando las enormes estatuas con un recogimiento casi religioso. La plaza
era una agitación de personas y androides al final del camino. Las máquinas
humanoides eran premeditadamente deformes. Tenían los hombros muy juntos; su
tronco se ensanchaba hasta la altura de la cintura y se volvía a afinar
rematando en unas piernas flacas y ligeramente torcidas hacia adentro. Los
primeros androides trataron de reproducir la perfección de los cuerpos humanos,
pero aquellas versiones adónicas resultaron poco duraderas porque su belleza tentaba
a hombres y mujeres, quienes no dudaban en integrarlos a sus juegos sexuales
produciéndoles frecuentes averías. Las versiones antiestéticas constituyeron
una solución para este problema. No obstante, esporádicamente, algún androide
todavía resultaba sometido a los abusos.
Un enjambre de lunitas reverberaba
sobre la muchedumbre de la plaza. Algunos grupos de muchachos se entretenían
tratando de hacer puntería, lanzando sobre ellas pequeñas piedrecillas
extraídas del ripio de las sendas. En ocasiones, alguna esfera era alcanzada
cayendo pesadamente sobre el pasto, en una trayectoria de emergencia diseñada
para no impactar sobre la gente. Algunos androides tenían la misión de recoger
a las lunitas lastimadas. En puntos estratégicos de la plaza, se hallaban
dispuestos unos hoyos practicados a nivel del suelo, protegidos con una tapa
plástica. Los androides levantaban la tapa y arrojaban al hoyo las lunitas averiadas.
Allí, las esferas rodaban por una red de oscuras tuberías hacia las
instalaciones de mantenimiento y reciclado emplazadas en las entrañas de la
tierra.
—¡Qué tontos! —decía Sublina—. No
veo cual es la diversión de lastimar a las pobres lunitas.
—No sé por qué —dijo Igosto—, pero
es ciertamente entretenido hacer puntería contra una cosa que pasa volando por
el aire.
—¿Qué tiene de entretenido? —reprochó
Sublina.
—Ya te lo dije: No lo sé.
A Sublina le causaba tristeza la
situación de las lunitas. Tal vez la operación la había dejado sensible.
Caminaba por la plaza con una tristeza cuya causa siquiera intentaba
desentrañar.
La gente concurría al Centro Cívico
para mirar las vidrieras de las tiendas de artículos de elección. Si bien todas
las cosas podían solicitarse a las lunitas, la gente prefería elegir algunos
artículos de entre muchas opciones exhibidas. Al tope de la lista de objetos
que se adquirían a elección, estaban las prendas de indumentaria femenina.
Después de dar muchas vueltas, Ana
Alfa se había alzado con un par de medias negras de red de pescador tejidas en
algodón modificado con un calado de rombos muy grandes que se perdían debajo de
su minifalda y se ajustaban en la parte superior del muslo.
Cerca de las cuatro de la tarde los
tres amigos emprendieron el regreso hacia el poblado. El cielo se había nublado
y una bruma irregular aletargaba el paisaje sobre la pradera. Ana estaba
contenta pensando en el probable éxito de sus medias en las próximas sesiones
de sexo grupal. Sublina estaba triste sin saber por qué. Estaba triste, y el
gris de la tarde le exacerbaba la congoja.
Ya en el poblado, se despidieron
para marcharse a sus casas. Ana Alfa acarició la espalda de Sublina y le dio un
beso en la mejilla.
—Descansa —le dijo. Luego la miró. —¿Estás
bien?
Sublina asintió con la cabeza.
—Sí. Estoy bien.
Pero Sublina no fue a casa. Sin
pensar, comenzó a caminar entre los árboles del parque y a poco de andar se
internó en el bosque. Necesitaba estar sola, necesitaba sentirse y entenderse.
Caminó sin pensamientos definidos hasta que el bosque se apretó en su espesura.
Entre el crujido de las hojas y las piadas de los nidos pudo escuchar, más
lejos, el murmullo del riachuelo que atravesaba la arboleda para desaguar al
norte, en el Río de las Manadas. Se sentó en la base de un tronco centenario y
se quedó allí, con un nudo en la garganta y muchas ganas de llorar. De entre la
maleza, una gata color canela salió al claro y la miró un instante con recelo.
Luego volvió a internarse entre los pastos altos. A los pocos minutos
reapareció con una cría pequeñísima pendiendo de su boca. Caminó con cuidado
acelerando el tranco al pasar frente a Sublina y dejó la cría sobre un colchón
de hojas secas, en el hueco de un tronco añoso. Volvió a buscar al siguiente
retoño y lo bajó con cuidado junto al anterior. Durante varios minutos fue y
vino la gata color canela, mudando la camada a su nuevo sitio, al abrigo de la
lluvia inminente. Finalizada la tarea, se acostó junto a las crías rodeándolas
con su cuerpo para darles calor. Sublina contempló la escena enternecida.
Entonces sintió que una ausencia indescriptible subía desde su vientre mutilado,
estremecía toda su piel, languidecía en sus pechos vacíos y le oprimía el
corazón. Encogió las piernas, hundió la cabeza entre las rodillas y aun sin
entender por qué, lloró amargamente ante la mirada curiosa de los gatos. La
bruma se hizo lluvia y las primeras gotas comenzaron a resbalar desde el dosel.
3. La Fiesta de la Recepción
—Hace mucho tiempo atrás —dijo
Igosto— la “Fiesta de la
Recepción ” se hacía todos los años, en la época en que los
árboles vuelven a cargarse de hojas.
Igosto, Sublina e Idolada estaban
mirando los preparativos para la fiesta.
Distintos tipos de transportadoras y cientos de androides atareados iban y
venían colocando butacas sobre el pasto y adornando con guirnaldas de flores las
farolas y los árboles del parque.
La “Fiesta de la Recepción ” era una gran
ceremonia donde cientos de jóvenes adolescentes daban por concluida su etapa de
formación en las granjas y se integraban a la vida libre. La fiesta generaba
gran expectativa entre los pobladores
porque representaba un renuevo en los integrantes del juego sexual, un
estallido de posibilidades y placeres, una camada virgen a la que enseñar y
modelar al propio gusto. Cuando los jóvenes eran liberados, distintos grupos de
personas pugnaban por ellos tratando de seducirlos para integrarlos a su
círculo. En esta oportunidad la expectativa era mayor porque hacía ya mucho
tiempo que la fiesta no se realizaba.
Hacia las siete de la tarde, todo
estaba listo. Decenas de miles de butacas se habían dispuesto en círculos
concéntricos dejando un enorme claro en el centro de la escena. Cuando el sol
se ocultara detrás del horizonte comenzaría el espectáculo en el cielo. Sublina
y sus amigos tomaron asiento en las primeras filas, y pidieron maíz inflado
para entretener la espera.
Justo a las nueve de la noche todas
las luces se apagaron y un zumbido grave comenzó a subir desde algún sitio. En
ese momento, cuatro filas perfectamente rectas de lunitas luminosas alineadas
avanzaron horizontalmente desde los cuatro puntos cardinales hasta converger en
el centro del círculo, a diez metros de altura. Allí se quebraron hacia arriba
y ascendieron en cuatro columnas perfectas hasta una altura de cien metros,
donde comenzaron a abrirse disponiéndose en una superficie parabólica, formando
un pixelado denso en forma de cúpula que cubría toda la zona de butacas y aun
más allá. Durante largos minutos se extendió la procesión de lunitas marchando
hacia el cielo oscuro. Desde el parque era muy difícil reconocer a las lunitas
individuales y el cielo simulaba entonces una pantalla parabólica de luz blanca
y uniforme. Una vez que la cúpula estuvo lista, todas las lunitas se apagaron y
una oscuridad absoluta cayó sobre los espectadores. Y por fin, con una gran
explosión de luces y sonido, dio inicio la función. La pantalla gigante comenzó
a proyectar imágenes de apariencia tridimensional conforme las lunitas
cambiaban de color y se movían levemente hacia arriba y hacia abajo,
reverberando en la superficie de la cúpula. Primero se mostraron imágenes del
modo como los ancestros implantaron “El Ciclo Cerrado de la Máquinas”, un
programa inteligente global que paulatinamente fue dejando en manos de
dispositivos tecnológicos todas las tareas referidas al monitoreo, producción y
distribución de bienes y servicios a la población; el mantenimiento, mejora y
diseño de nuevos dispositivos y por último, todas las acciones de gobierno del
sistema. Más adelante, las imágenes mostraron las tareas de formación de las
nuevas camadas en las granjas educativas, donde podía verse a los niños
felices, aprendiendo a hablar y a relacionarse entre ellos y jugando de la
mañana a la noche.
Al concluir la proyección se anunció
la llegada de la nueva camada de jóvenes que habrían de integrarse a la
sociedad libre. A continuación las lunitas que formaban la enorme pantalla
rompieron su formación y se lanzaron hacia abajo en un movimiento helicoidal
multicolor, hasta modelar un cilindro denso y cerrado que ocupaba todo el claro
en el centro de las butacas. Un nuevo zumbido reverberó en el aire configurando
una especie de latido que fue ganando más y más volumen, al tiempo que todo el
cilindro palpitaba variando sus luces en tonalidades del morado al rojo.
Finalmente, el cilindro estalló y todas las lunitas se diseminaron sobre los
espectadores brillando como luciérnagas en la noche. En el centro del claro,
allí donde todos esperaban ver a cientos de jóvenes listos para integrarse a la
población, solo había siete individuos de unos quince años de edad, tres
varones y cuatro mujeres, tomados de la mano, observando temerosos al público.
La gente cruzó miradas de
desconcierto y desaprobación.
—¡Ey! ¿Solo hay estos? —gritó
alguien.
Las protestas se generalizaron.
Algunas lunitas comenzaron a bajar para explicar la situación a las distintas
personas que se quejaban de la pobre camada.
—Tanto tiempo sin “Fiestas de la Recepción”…
¿y sólo hay estos pocos?
—Lo que hacemos es lo que está
programado —decían las lunitas—. Somos máquinas; sólo podemos seguir las
instrucciones del programa.
Una mujer enfurecida cacheteó a una de
las lunitas que estaban tratando de explicar la situación.
El cuadro agresivo se generalizó. Volaron piedras y butacas y muchas lunitas
fueron alcanzadas. Las esferas entraron en confusión sin poder decidir
correctamente si bajar a explicar o huir de allí. Varios androides se
entremezclaron en la turba para recolectar a las lunitas caídas, pero también
ellos fueron atacados.
Sublina se acercó a uno de los
nuevos jóvenes, que estaban absortos mirando todo sin atinar a moverse de su
sitio.
—¡Ven conmigo! —lo urgió—. ¡Vamos!
¡Ven!
Igosto e Idolada se acercaron y
también instaron al muchacho.
—¿Cómo te llamas?
—Mazorco.
—Ven con nosotros. Todo estará bien.
El pequeño grupo se apartó de la
gresca y se hundió en la negrura del bosque lindero.
Cerca de las dos de la madrugada,
cuando todo estuvo calmo, algunos
androides llegaron al parque desierto y comenzaron a deambular entre butacas destartaladas
y lunitas agonizantes. Cientos de ellas yacían sobre el pasto sin poder volar.
En una ceremonia de movimientos lentos y continuos, los androides recogieron
las esferas y las arrojaron al ducto subterráneo.
Allí, rodaron y rodaron, siempre
hacia abajo, buscando la paz en las profundidades, donde un mundo distinto se
alzaba. Era un mundo de máquinas y túneles; una maraña inconcebible que cruzaba
los océanos y atravesaba las montañas. Era un mundo de cavernas inmensas
atestadas de dispositivos infinitos. Un mundo de circuitos recalentados y
ductos de ventilación siempre insuficientes, de goteras hirientes oxidando las
consolas y de plagas de roedores carcomiendo los cables. Era un mundo de ruidos
monótonos, golpeteos rítmicos y zumbidos eléctricos. Era un mundo de trabajo,
de objetivos y de urgencias. Era un mundo de problemas y una fábrica de
soluciones. Allí abajo estaba la verdad. En esa cueva efervescente que
circunvalaba al mundo, yacían los ignotos andamios del paraíso.
Sigilosamente se operaba la ciclópea
logística que obraba la magia de las magias: disponer de absolutamente todo a
un minuto de cada ser humano. Lotes de productos de lo más diversos eran
continuamente transportados de un punto a otro en gigantescos furgones que
discurrían con vértigo absoluto por la subred de tráfico, guiados por un
sistema inteligente que optimizaba las rutas y los tiempos y que se alimentaba
de los datos de existencias ingresados desde superficie. Millones de cerebros
cuánticos unidos por la intrared, tomaban unas diez teradecisiones por segundo
y convergían verticalmente hacia cerebros más genéricos que corregían y
optimizaban los parámetros de los paquetes operativos, y que ascendían a su vez
hacia otros cerebros más amplios aun, en una escala jerárquica que desembocaba
en los siete Cerebros Ministerio, quienes tomaban las decisiones globales de
sus áreas de incumbencia y reportaban a su vez a un único Cerebro Decisor.
En sus comienzos, el 99% del sistema
era automático. Solo se había reservado un pequeño módulo para discurrir sobre
problemas imprevistos. Pero conforme el sistema fue mejorándose a sí mismo,
conforme se fue ampliando y conforme se fueron sucediendo los antojos de la
madre naturaleza, los problemas imprevistos incrementaron su caudal, y la
demanda de cerebros resolutores impulsó su fabricación en masa.
Muy poco quedaba ahora del sistema
automático inicial y los automatismos vigentes eran la consecuencia de una
cadena de modificaciones sucesivas cuya
secuencia era ya irrecuperable.
Pero sobrevolando el caos doméstico
de urgencias y resoluciones, se había instalado un grave problema cuya solución
tentaba los límites de la inteligencia artificial. Las escaramuzas en la Fiesta
de la Recepción eran la lejana consecuencia de un problema mayúsculo, hundido
más allá de los confines del Sistema Solar.
Unas décadas atrás, los satélites de
vigilancia espacial detectaron un objeto gravitante avanzando en dirección al Sistema
Solar. Se trataba de un pequeño agujero negro cuya trayectoria se calculó
rápidamente. En unos pocos siglos más rozaría tangencialmente la nube de Oort
desbaratando la calma de millones de pedruscos, devorando a muchos de ellos y
lanzando hacia el interior del sistema una verdadera lluvia de piedras que
alcanzaría la Tierra unos años después, destruyendo todo a su paso. La única
manera de escapar de la catástrofe consistía en volver habitable otro sitio en
el espacio para abandonar la Tierra antes del cataclismo. Los ancestros habían
previsto parte de esta gesta dejando tres Protocolos de Operaciones para la
Conquista del Espacio.
El lejano ideal que alimentó a los
antiguos forjadores del sistema fue fundar una civilización inteligente capaz
de dispersarse en la galaxia con el afán de perpetuarse. La lógica era
sencilla: una civilización que habita en varios mundos no puede extinguirse a
causa de una catástrofe local. Una colonia puede morir pero las otras
sobrevivirán y conservarán intacta la capacidad de replicarse, extendiendo la
vida inteligente por toda la galaxia. El Primer Protocolo contenía las
instrucciones básicas para alcanzar este objetivo. El Ciclo Cerrado debía explorar
planetas extrasolares cercanos buscando sitios terraformables. Una vez hallado
el candidato, debía implantar allí una réplica del sistema terrestre, con su
lógica y sus dispositivos de producción, y cuando el sitio pudiera habitarse
con las mismas comodidades que en la Tierra, se implantaría una población de
colonos especialmente educados para desear marchar allí. El Protocolo
especificaba luego los pasos a seguir para transformar la colonia inicial en
una nueva civilización global idéntica a su antecesora terrestre. El Primer
Protocolo de Operaciones era, básicamente, un sistema operativo para la
replicación de civilizaciones. Los innumerables detalles de gestión podían
quedar en manos del Cerebro Decisor y todo el sistema por él comandado.
El Primer Protocolo se ejecutaba por
defecto y de hecho, las naves exploradoras ya habían hallado un planeta
habitable a 8,5 años luz de la Tierra, pero las posibilidades de habitarlo eran
aún muy incipientes y recién se estaba ejecutando la fase de adaptación de su
atmósfera mediante cultivos vegetales.
El problema del endemoniado objeto
oscuro barriendo escombros en la cáscara del sistema, debía abordarse siguiendo
las especificaciones del Segundo Protocolo. Un plan de emergencia diseñado para huir ordenadamente.
El Segundo Protocolo era una
modificación del primero que, simplemente obviaba el paso de fundar colonias y
mudaba la civilización completa abandonando la Tierra. El problema eran los
plazos. Todas las simulaciones mostraban que sería prácticamente imposible
migrar a todos los humanos en tiempo y forma; suponiendo que el problema de la
supervivencia al viaje hallara solución. Además, los programas del núcleo ético
impedían abandonar sujetos a su suerte, o matarlos o aún siquiera dejar de
proveerles las terapias de rejuvenecimiento. Luego de discurrir largamente, las
unidades simuladoras habían resuelto reducir la población abruptamente durante
tres siglos para adaptar su número a las vacantes de traslado y a las aún
escasas posibilidades de sustentación en el nuevo mundo. El plan recomendaba un
simple y cuidadoso programa de control de la natalidad. Pero los requerimientos
del programa eran un verdadero laberinto ya que los colonos debían ser
individuos jóvenes, capaces de soportar la duración del viaje, y por otro lado,
la población debía reducirse sin alterar la distribución de edades para no
desestabilizar el comportamiento social de los grupos. De modo que los
nacimientos no podían suspenderse abruptamente sino administrarse con cuidado.
Los disturbios ocurridos durante la “Fiesta
de la Recepción”, no habían sido calculados; constituían un ensayo cuyos
resultados habían tomado por sorpresa a los cerebros de silicio. El plan de
reducción poblacional inauguraba una era distinta, y tanto las máquinas como
los hombres deberían adaptarse a ella.
4. La era de los grupos disgregados
La superficie del río desbarataba el
reflejo del sol y sacudía las riberas atestadas de insectos y totoras. El Río
de las Manadas se cargaba con el deshielo de la Cordillera Oriental y se nutría
de lluvias y afluentes en las extensas llanuras que atravesaba durante su viaje
hacia el océano. Contra su orilla, siempre verde, se interrumpía el bosque sólo
para resurgir en la otra margen, como si fuera un pasto que se aplasta para
dejar pasar a una serpiente.
Mazorco y Sublina habían descubierto
hacía mucho tiempo que la intimidad, el bosque, la orilla y el ocaso
configuraban una mezcla mágica y, coherentes con su hallazgo, pasaban horas en
la costa, al atardecer, enredados en un abrazo anfibio, con el torso y la cabeza
sobre la arena marrón y las piernas lamidas por el agua; y la imprescindible soledad,
sólo interrumpida por el escudriño inocuo de las lunitas meciéndose en lo alto.
En cien años había cambiado todo y aquella
comunidad de grupos que se relacionaban desenfadadamente como manadas de
bonobos en los sexarios, los bosques y las playas, había dado paso a una
estructura más compleja y conflictiva, conforme morían las personas y la
población no se renovaba. Mazorco y Sublina debían esconder sus arrumacos a los
ojos de Ana e Idolada. Mazorco resultó conflictivo desde el principio porque sus
habilidades amatorias se desarrollaron rápidamente y sus dotaciones para el
caso se correspondían, sin duda por un acierto aleatorio, con el femenino de su
nombre de pila. Rápidamente resultó preferido por todas las mujeres de su grupo.
Al principio, el muchacho alternaba como podía y las damas esperaban su turno
pasando el tiempo con alguien más. Pero la situación se tornó inestable como consecuencia
del repudio que originaba en el resto de los hombres del grupo y como
consecuencia también de las enormes disputas y divisiones que se desataban entre
las mujeres a la hora de resolver los turnos. En su perpetua reducción, cuando
la población del grupo alcanzó un tamaño crítico, la situación se tornó
insostenible. Pero no debe culparse de esto tan sólo a los atributos viriles de
Mazorco; situaciones similares se vivían en todos los grupos de la ciudad. La
disminución de la población estaba llamada a modificar de raíz la estructura
social, desde un ordenamiento conocido y apacible hacia otro desconocido y turbador
que nadie tenía capacidad de imaginar. De manera que las cosas fueron ocurriendo
impulsadas por los instintos; y las escaramuzas, la violencia y los asesinatos
no tardaron en volverse moneda corriente.
Igosto fue el primero en emigrar del
grupo de Mazorco; se marchó decepcionado por la conducta de Sublina que estaba
encandilada con el joven; se escindió arrastrando tras de sí a Edit y Macara
quienes, debido a su carácter indómito, ya no podían convivir ni con Sublina ni
con Ana ni con Idolada. Igosto y su breve harén anduvieron a la deriva hasta
que lograron fusionarse con un grupo mayor. Pero la situación se tornó
nuevamente conflictiva cuando Edit y Macara discontinuaron sus prácticas con
Igosto a cambio del renuevo. Las sesiones de rejuvenecimiento ya habían dejado
de resultar con Igosto resintiéndose su contundencia sexual antes que ninguna
otra cosa. El hombre no soportó el desplante y enfrentó a uno de sus oponentes.
Una mañana apareció su cadáver en la playa, con el cráneo aplastado bajo una piedra.
Después de múltiples escaramuzas, el
grupo de Sublina había quedado reducido a un harén formado por Mazorco y sus
tres concubinas: Sublina, Ana e Idolada, quienes ya no practicaban ninguna
forma de sexo grupal. Sublina era la elegida del hombre, quien realmente habría
preferido mantener con ella una relación monogámica. Pero ninguno de los dos se
resolvía por desahuciar a las dos concubinas restantes.
La escenografía del parque había
cambiado radicalmente. Las máquinas continuaban su labor de mantener la
gramilla intacta, los faroles hermosos y el decorado perfecto, pero ya casi no
había gente estacionada allí. Solo algún transeúnte que de tanto en tanto
recorría la extensión a paso firme para marchar de la seguridad de su casa a la
seguridad de su grupo. Casi todos los grupos existentes guardaban entre sí una
historia de recientes desencuentros y la interacción entre ellos era
prácticamente nula.
Con la reducción de los grupos las
relaciones ocasionales disminuyeron a manos de otras más estables. Los lazos se
intensificaron y llegaron los celos, las infidelidades, las relaciones furtivas,
los corrillos y las reyertas.
La función de las lunitas en los
enredos amorosos era poco menos que decepcionante. Los pobres artefactos
estaban obligados a responder toda vez que conocieran la respuesta, cosa que
ocurría invariablemente cuando una dama preguntaba por el paradero de su hombre o viceversa, porque las lunitas flotaban por
todas partes y lo que una veía, todas lo sabían.
—¡Lunita! ¿Dónde están Sublina y
Mazorco? —preguntaba Ana Alfa
—Están juntos, en el río
—¿Y qué están haciendo?
—Están recostados en la orilla,
abrazados, manteniendo relaciones
sexuales.
—¡Malditos! ¿Otra vez?
En la era de los grupos disgregados,
los días eran lentos y monótonos. Solo sacudía la chatura el esporádico deceso
de algún conocido. La humanidad languidecía como un árbol de otoño al que un
viento impredecible le arrancaba las hojas una por una, marchando hacia un
invierno ralo.
En sus horas solitarias, cuando
Mazorco se ausentaba para cumplir sus obligaciones de concubinato, asaltaban a
Sublina múltiples pensamientos. ¿De dónde viene la gente? ¿Hacia donde vamos?
¿Para qué hacemos lo que hacemos? ¿Cuál es el propósito de estar aquí? ¿Qué
sentido tiene que mi vida sea estar con Mazorco, o añorarlo cuando no está?
Sumida en una niebla de preguntas, Sublina reconocía la nimiedad de su
existencia y se preguntaba por el sentido de la vida. Pero no había respuestas
a disposición de su frágil inteligencia. Sólo un sentimiento de vacuidad que
cristalizaba aún más con las preguntas.
Para Sublina el cisma llegaría poco
tiempo después, una mañana de verano, esperando en el parque junto a Ana e
Idolada; con el Sol en el cenit y Mazorco sin señales de aparecer. Las tres
mujeres se preocuparon y lo fueron a buscar a su cabaña del bosque. Lo
encontraron sobre el lecho de dormir, sin más señales que las de haberse
acostado la noche anterior y simplemente no haber despertado. Por un rato
zamarrearon su cuerpo endurecido.
—¡Lunita, ven! ¿Qué le ocurre a
Mazorco?
La lunita monitoreó al hombre
durante unos segundos iluminando su rostro con un delgado láser.
—Mazorco ha muerto —dijo luego.
—¡¿Cómo puede ser?!
—Su corazón se detuvo. A veces
ocurre. No hay nada que podamos hacer para evitarlo.
Durante un largo rato las tres
mujeres lloraron sin consuelo. Luego, se abrazaron como viejas amigas para
observar el tránsito del vehículo que se llevaba el cuerpo sin vida del hombre
amado, desplazándose despacio en una ceremonia sin personas, hasta perderse más
allá del parque desolado.
5. La visión
Sublina enloqueció. Durante lagos
días permaneció encerrada en la casa de Mazorco. Necesitaba sentir su cercanía
respirándola en las cosas que le habían pertenecido: Su cama, su baño, su ropa.
Pero más tarde comenzó a respirar también su ausencia y comprendió que Mazorco
estaba más ausente en su propia casa que en ningún otro sitio del mundo.
Guiada por impulsos desquiciados, abrió
la puerta una mañana y se largó de allí. Salió corriendo, urgida por escapar de
cosas que sólo estaban en su mente. Un sentimiento visceral la impulsaba a despojarse
de su vida pasada alejándose de todos aquellos sitios que había frecuentado.
Corrió hacia el bosque buscando un refugio sin detenerse más que para aplacar
el resuello. Siguió caminando hasta cruzar el río y toda la arboleda
subsiguiente, dejando atrás los lindes
del bosque, ya avanzado el atardecer.
Una lunita seguía su travesía.
—Sublina, ¿deseas comer algo?
—…
—¿Tienes frío? Puedo traerte un
abrigo.
—…
—¿Hacia dónde te diriges? Puedo
pedir una trasportadora.
Cuando el sol del atardecer se ocultó
detrás de las sierras, la noche sorprendió a Sublina en una llanura
interminable de pastizales altos y arbustos ponzoñosos. La brisa del verano
traía hordas de mosquitos nocturnos, macerados en las charcas que de tanto en
tanto espejaban la planicie. Bajo sus pies, un hormiguero desmadrado hervía
presto a escalar su empeine y un concierto de grillos acentuaba el desamparo
que trae la noche a la intemperie. Sublina no pudo más.
—Lunita, quiero ir a las montañas,
lejos del poblado, lejos de la gente, lejos del recuerdo de Mazorco.
Largos minutos después, las luces de
la transportadora se destacaron como planetas entre la diáfana gloria del cielo
estrellado. La joven subió al vehículo y reclinó la butaca hasta el tope. Estaba
exhausta. Su cuerpo se relajó como si fuera una crema capaz de deslizarse en
colgajos por los costados del asiento. Dilató sus pupilas hasta enfocar el
infinito y se quedó hipnotizada observando la exuberante nitidez de la Vía Láctea.
Durmió profundamente. Durmió y soñó con Mazorco; con un Mazorco que no estaba;
sólo la sensación de tenerlo allí, en unos momentos más, en cuanto él y ella
concluyeran una sucesión interminable de trámites domésticos ridículos que
siempre se complicaban y siempre dilataban el encuentro. Y todo el sueño era
librarse de un asunto para caer en otro, haciendo que el momento del encuentro
se acercara y se alejara sin llegar a concretarse nunca. Despertó sin recordar
más que aquella sensación; ya crecida la mañana.
Sus pies tocaron tierra en un
paisaje serrano, al pié de un cordón de montañas más altas.
—¿Qué harás aquí? —dijo la lunita.
—Caminaré.
Sublina comenzaba a sentir que aquel
entorno natural la equilibraba, la protegía y le acariciaba el alma lamiendo su
herida reciente. Todo la deslumbraba en esas sierras agrestes y desconocidas.
Caminó durante horas saltiqueando entre peñascos y hondonadas. Vadeó arroyos cristalinos, probó el sabor
de extraños frutos y se maravilló con aquella fauna de insectos y animales.
—No hay nada aquí —insistía la
lunita—. Es mejor que vuelvas. No es seguro. Tardaremos horas en traerte
cualquier cosa que pidas.
—No necesito nada, lunita. Después
de mucho tiempo estoy comenzando a sentirme bien.
Al atardecer, Sublina abandonó el
valle irregular y se encaramó en la ladera de la sierra para encontrar otra
ruta en una cuesta natural que circunvalaba la montaña, marchando siempre en
dirección a la Cordillera Oriental. Cada giro y cada curva desplegaban un
paisaje nuevo, y Sublina se tomaba un tiempo para contemplarlo extasiada,
mientras, con deleite, aspiraba el aire fresco que lamía la nieve de las
cumbres blancas y llegaba hasta allí para acariciarle la cara.
Fue al final de un recodo cualquiera
cuando Sublina relajó el mentón y entrecerró los ojos para atrapar una escena
colosal e inesperada: Todo el cordón serrano finalizaba abruptamente contra un
valle anchísimo, que se extendía hasta besar la cordillera. Pero sobre esa
planicie inmensurable se hallaban dispuestas en estricta alineación, hilera
tras hilera, siguiendo una geometría ortogonal perfecta, miles y miles de
máquinas idénticas, plateadas, brillantes, enormes, como esferas de metal aplastadas
en los polos. Se extendían sin fin a lo largo del valle hasta que la niebla
distante las borraba del paisaje. En un claro entre los geoides se había
practicado un hoyo de grandes dimensiones donde un ejército de androides y
pequeñas tansportadoras iban y venían acarreando objetos desde las
profundidades, como una colonia de hormigas bullendo en la llanura solitaria,
agolpándose a toda velocidad en las orillas de la entrada al hormiguero.
—¿Qué es esto? —murmuró Sublina.
La lunita no se dio por aludida.
—Lunita, ¿Qué es esto? —repitió, ahora
mirando a la pequeña bola blanca.
—Es una flota de naves —dijo el
artefacto lacónicamente.
—¿Y para qué se necesitan tantas
naves?
La lunita demoró unos segundos en
configurar la respuesta. Sus programas la instaban a responder y a no mentir,
pero una instrucción reciente le imponía callar ciertos detalles.
—Sublina —dijo finalmente—, en un
tiempo próximo, una lluvia de meteoritos y grandes piedras caerá sobre la
superficie de la Tierra destruyendo todo a su paso. Inmensas bolas de fuego
provenientes del cielo impactarán contra la superficie produciendo cráteres
profundos, incendiando los bosques y los pastos y tiznando el aire hasta que el
Sol desaparezca y una noche larga caiga sobre el mundo. El mar enloquecerá y
olas gigantescas devorarán las playas y las costas. Muchos volcanes entrarán en
erupción y extensas planicies se quemaran bajo ríos de roca candente. Estas
cosas ocurrirán en muchas partes y no nos es posible predecir en cuales. Cuando
todo esto suceda, no será seguro estar aquí. Es preciso abandonar este sitio
antes de la catástrofe y marchar hacia un mundo que ya estamos preparando en
otro sitio. Para eso son las naves.
Sublina volvió a mirar el ciclópeo
espectáculo que cubría por entero la superficie del valle. Estaba aturdida y un
mareo leve la hacía flotar.
—¿Y cuándo nos iremos? –murmuró.
—Aún falta mucho tiempo. Tú no
estarás para verlo.
Durante varios segundos Sublina
continuó digiriendo el torrente de datos. Luego, se conmovió inesperadamente.
—Es una suerte que ustedes existan,
lunita. No podríamos vivir de no ser así. Ustedes nos protegen, nos cuidan y se
aseguran de que nada malo nos suceda. Te abrazaría si pudiera.
—Sólo hacemos lo que está programado
—respondió el objeto—. No puedes abrazarme pero puedes hacer algo que me
agradaría.
—¿Qué quieres? Pide lo que quieras.
—Debes volver.
Sublina miró al piso. Caminó unos
pasos más en dirección al acantilado con el objeto de ampliar el ángulo del
cuadro y observó la flota una vez más para atesorar la visión en la memoria y guardarla
allí hasta el fin de sus días.
—De acuerdo, volvamos.
Una transportadora emergió del hoyo
en medio de los geoides y se acercó inmediatamente.
6. Sublina Profeta
La visión de la flota del valle
marcó a Sublina para siempre. Sin proponérselo explícitamente, comenzó a llevar
una vida ascética, apartada de toda relación. Su mente recreaba obsesivamente
aquella catástrofe futura. Imaginaba cada sitio conocido convertido en ruinas.
El parque era un cráter profundo y el bosque desaparecía en un incendio atroz,
dando paso a una planicie de lava volcánica. En sus visiones, la Senda de los
Ancestros se derrumbaba y los colosos caían como piedras inertes haciendo
temblar la plaza y todo el Centro Cívico en una secuencia interminable de
estertores agónicos. El conocimiento de los hechos futuros había perturbado su
mente y ya no podía mirar paisaje alguno sin imaginarlo desintegrándose bajo
una lluvia de piedras encendidas.
Pero el delirio de Sublina abarcaba
la historia completa y visualizaba también largas filas de personas avanzando
lentamente, en un operativo laborioso y ordenado, hasta abordar las naves que
aguardaban emplazadas en una hilera sin fin, sobre una llanura indefinida.
Imaginaba el viaje, amigablemente recluidos en el interior de las naves, en un
entorno apacible y luminoso. Y por sobre todas las cosas, Sublina recreaba las
instancias del desembarco. Su delirio imaginaba un mundo pleno de vegetación
exótica, donde podía respirarse un aire indescriptiblemente puro y donde un
abultamiento de construcciones palaciegas los esperaba en algún sitio distante,
más allá de otra planicie indefinida.
Con el tiempo, la actitud y el
discurso de la mujer comenzaron a llamar la atención de los curiosos y poco a
poco se fue rodeando de un séquito de seguidores integrado por individuos
expulsados o voluntariamente escindidos de los escasos grupos que aún quedaban.
Entonces, era común ver a Sublina sentada en un sector del parque, frente a un centenar de personas,
hablando de la flota del valle, de la catástrofe de las piedras encendidas y de
la migración de los humanos hacia un mundo paradisíaco que las máquinas estaban
preparando en algún sitio del cielo estrellado.
Era una religión con una profecía y
ningún dogma.
Todos los días nuevas personas se
sentaban a escuchar; algunos rostros se repetían y otros desaparecían hasta que
algún corrillo deslizaba el rumor de que habían muerto. Sin fiestas de la
recepción desde aquella rebelión que marcó la llegada de Mazorco, la población
no hacía más que envejecer y morir. El frenesí sexual se iba apagando y los
grupos endogámicos se disolvían hasta desaparecer, dejando un ejército de gente
vieja sin nada que hacer con sus vidas; nada más que deambular por el parque y
dialogar sobre los viejos tiempos en que los sexarios se atestaban y la vida
era jugar al rondo, concurrir al Centro Cívico e imaginar las instancias de la
siguiente orgía.
En la deriva postrera de la
humanidad la historia de un futuro distinto resultaba sumamente atractiva; les daba algo que
esperar, diferente a la muerte.
Ana Alfa había sido la primera en
conocer la historia de Sublina y era ahora su más puntual discípula. Muchas
veces había solicitado a las lunitas una excursión hasta la flota del valle,
pero las lunitas se negaban invariablemente.
—No podemos llevar a todos los que
quieren ir. Las tareas que estamos realizando allí requieren de toda nuestra
atención en ese sitio y no podemos distraernos con visitas. Así fue previsto en
los programas que han escrito los cerebros que los ancestros han dejado. Todas
nuestras actividades siguen las pautas programadas por los ancestros en el
tiempo inmemorial, para el bien del mundo. Sublina ha sido la elegida para
transmitir el mensaje y a ella deben escuchar.
Y no había más que explicar. Los
ancestros eran dioses y los dioses no justifican sus designios. Y Sublina,
proclamada “profeta” por los mismísimos ancestros mediante su programa
inveterado, poco a poco comenzaba a ser venerada.
En su afán por responder sobre la
infinidad de detalles que le consultaban, Sublina imaginaba todo aquello que
ignoraba y con el tiempo ya no recordaba hasta dónde llegaba la revelación
inicial. Hablaba entonces de los sitios que serían devastados, describiendo en
detalle la devastación y hablaba del nuevo mundo preparado describiendo los
detalles de su fauna y de sus edificios. Pero la gente la consultaba además
sobre problemas personales totalmente ajenos a la historia. Y Sublina nunca
dejaba de responder.
Una mañana se acercó Ana Alfa
preocupada, con un pesar y una confusión en la mirada.
—He tenido un sueño muy extraño,
Sublina —comentó—. Ignoro lo que signifique, pero ha de significar algo. Fue un
sueño muy vívido y aún conservo las sensaciones que me ha dejado al despertar.
Sublina ya sabía lo que Ana
realmente pedía: “Déjame contarte el sueño y dime lo que significa.”
—Cuéntame.
Y Ana Alfa relató su sueño.
—Estábamos en una caverna o algo así.
Se hallaba iluminada con antorchas y era realmente enorme. En el centro del
recinto nos encontrábamos un grupo muy numeroso de mujeres totalmente desnudas,
formando un círculo. Yo estaba allí, mirando al interior del círculo. Todas
estábamos serias y de pié. En el centro había una mesa de piedra baja y
rectangular, y junto a ella se hallaba Mazorco, también desnudo. Lo que ocurría
a continuación parecía una ceremonia ritual. Mazorco se acercaba a alguna de
las mujeres, la tomaba de la mano y la llevaba hacia el centro. Una vez allí,
se apareaba con ella sobre la mesa de
piedra hasta terminar lo suyo, a la vista de todas las demás. Entonces, con una
indiferencia inverosímil, la tomaba de la mano y la volvía a su sitio. Hecho
esto, la miraba a los ojos y le decía una frase que yo no podía escuchar. Al
momento, todas las mujeres repetían la frase a coro con la monotonía de quien recita una plegaria, en un
murmullo cerrado que se deformaba con el eco de la cueva y no me permitía
entender una sola palabra.
>>La ceremonia se repetía con
otra mujer, y luego con otra más. Y yo anhelaba el momento en que llegara mi
turno, pero no solo por el deseo de estar con Mazorco; a esa altura, realmente me
intrigaba conocer el contenido de la frase.
>>Y el momento llegó. Mazorco
se acercó, me tomó de la mano y me llevó al centro. Como a todas las demás, me
recostó en la mesa de piedra, se acostó sobre mí y tuvimos sexo. Lo sentí
moverse brevemente hasta latir y fluir en mis entrañas. Luego se puso de pié,
sin un solo gesto alusivo. Me ayudó a bajar y me condujo a mi sitio. Me tomó de
los hombros y mirándome intensamente a los ojos dijo aquella frase sin sentido:
>>—Olvida las máquinas, no
salgas de la cueva y deja progresar el “mal del vientre”.
>>Todo el grupo repitió la
oración a coro, y luego volvió a repetirla. Y continuó repitiéndola en una letanía
interminable, solemne y de volumen creciente.
>>—Olvida las máquinas, no
salgas de la cueva y deja progresar el “mal del vientre”…
>>Empecé a sentir temor, como
si algo horrible fuera a suceder, con ese griterío ordenado, la mirada de
Mazorco clavada en la mía y el flamear de las antorchas estirando y contrayendo
las sombras de los cuerpos… Un temor que provenía de mi pecho y que ascendía
hasta tornarse insoportable, hasta sumirme en un pánico que me urgía a salir de
allí.
>>Entonces desperté. Aún tengo
esa sensación de temor que me llega en oleadas, cada vez que recuerdo los
detalles del sueño.
Sublina hizo un silencio largo. Por
supuesto, no tenía la menor idea de lo que el sueño podía significar.
Finalmente pronunció lo obvio, modulando como una vieja venerable.
—Ana, es hora de que dejes ir a Mazorco. Su recuerdo te atormenta y no te hace bien.
Pero hacía mucho tiempo que Ana no
pensaba en Mazorco. Estaba obsesionada con la profecía de la migración y
realmente no pensaba en otra cosa.
—¿Te parece? —dijo.
—Me parece que sí —respondió Sublina.
Ana realizó una inspiración
profunda, miró hacia arriba sin pensar y observó a una lunita que flotaba a
tres metros de su cabeza.
—¿Y tu que opinas? —preguntó por
preguntar.
—No estamos programadas para
interpretar sueños —dijo.
—No estás programada, no estás
programada. Ya lo sé —se burló con fastidio—. Pero dime algo de todos modos.
¿Te gustó el relato? ¿Cómo interpretas la frase?
La lunita respondió inmediatamente.
—Es un relato imposible. El hombre
se habría agotado. Ve a una cueva, deja progresar el "mal del vientre" y olvídate de mí. Eso es lo que puedo interpretar.
Ana Alfa estalló en una carcajada.
—Al menos me has hecho reír.
7. La Migración
Con el paso de los años, el
pontificado de Sublina se fue nutriendo de rutinas y rituales. Todas las
mañanas se calzaba una túnica celeste ceñida a la cintura con un cinto dorado
que le habían obsequiado, atado con un doble nudo. Desayunaba y se dirigía al
parque donde un auditorio la esperaba. Permanecía allí toda la mañana y luego
volvía a su casa a descansar. Por la tarde atendía a diversas personas que
buscaban su consejo sobre distintos problemas de sus vidas. Su discurso se
había modificado con el tiempo y ahora ponía el énfasis en la inminencia de los
hechos profetizados. En las últimas sesiones de rejuvenecimiento, la efectividad
de las terapias menguaba más y más. Estaba en la recta final; su cuerpo
envejecería hasta morir. Y Sublina sabía que la gran migración ocurriría
después de su muerte. “Tú no estarás para verlo”, había dicho la lunita el día
de la visión. La cercanía de su muerte era entonces una señal de que el tiempo
estaba cerca.
Ana Alfa había muerto hacía mucho
tiempo llevándose consigo el último vestigio de sus recuerdos de juventud. Y sumida
en su delirio casi místico, Sublina no advertía los hechos que estaban
ocurriendo alrededor. Lentamente su auditorio envejecía y se iba reduciendo en
número. Ya no se veían grupos ni parejas haciéndose arrumacos en el parque. Las
casas de la villa se vaciaban y no eran asignadas a nuevos individuos. Los
esporádicos sujetos que cruzaban la calle eran invariablemente ancianos y las
transportadoras sanitarias se llevaban gente agonizante que nunca regresaba. Pero
la mujer profeta seguía su rutina sin preocuparse por el tamaño de la audiencia.
Y realmente no veía más allá.
El declive de la población siguió su
curso hasta alcanzar un punto imposible de ignorar, aun para Sublina: Hacía
varios meses ya que su auditorio estaba conformado por un único sujeto. Era un
anciano petiso y desconocido que caminaba como un mono, con las piernas
arqueadas, la cintura quebrada y el torso muy inclinado hacia delante. Cuando
Sublina llegaba, el hombre ya estaba allí. Ella daba su charla sobre la
inminencia de los días anunciados y luego ambos se ponían de pié y se marchaban
sin dirigirse la palabra. El resto del día lo pasaba en soledad, conversando,
tal vez, con las lunitas: los ángeles ejecutores de la gran migración.
Pero llegó el día en que ya no hubo
personas esperando su homilía. Perpleja, Sublina esperó un buen rato y luego
regresó a su casa. Al tercer día de ausencias, salió a buscar a la gente.
No había nadie en el parque.
Trabajosamente bajó a la playa y
transitó un largo trecho sobre la arena desierta. No había personas en ningún
sitio.
—Lunita —llamó—, quiero ir al Centro
Cívico.
—Una transportadora para ir al
Centro Cívico —repitió el objeto—. Enseguida.
El viaje mostró el paisaje de
siempre: Los extensos sembradíos, las vacas paciendo y algún androide ganadero
atendiendo sus asuntos. La transportadora se internó en aquel camino flanqueado
por sauces y se detuvo en la plaza central.
—¿Dónde quieres ir? —preguntó el
vehículo.
—Déjame aquí.
La anciana descendió trabajosamente
y miró alrededor. Cientos de lunitas flotaban inmóviles sobre la extensión.
Varios androides iban y venían. A lo lejos, las tiendas de objetos de elección
mostraban sus escaparates habituales y muchas transportadoras entraban y salían
de los edificios. Pero no había gente en ningún sitio. Ni una sola persona.
Sublina caminó unos cuantos pasos
observando el escenario, buscando rostros detrás de los árboles, o en las
tiendas, o escondidos entre los colosos de piedra. Pero no había personas en
las calles. Ni una sola.
—Lunita, ¿Dónde está la gente?
—No hay más gente, Sublina. Tú eres
la última.
Sublina se negó a captar la
inmensidad de la frase.
—¿Por qué no traen gente de otros
sitios? No tiene ningún sentido mantener desierta una ciudad tan grande.
—No hay gente en ningún sitio,
Sublina. Tú eres la última de tu especie.
La voz impersonal de la lunita
contrastaba con la gravedad de su relato. Sublina caminó unos pasos más
tratando de digerir la piedra. Su mente atrofiada por años de prédica no podía
concebir una traición. Los ancestros eran dioses y las máquinas, sus ángeles
sirvientes.
Súbitamente, su rostro se iluminó y
comenzó a reír.
—¡Por supuesto! ¡Ya los han migrado!
¿Verdad? ¡La gran migración ya es un hecho! —festejó—. ¡Todos los jóvenes se
han ido!
La lunita volvió a responder sin
matices.
—No ha existido migración. La gente
fue muriendo en su vejez. Solo quedas tú.
Un nuevo silencio. Un silencio largo. Un silencio de empezar a comprender.
—¿No habrá migración? ¿Me han
engañado?
—Nadie te ha engañado, Sublina. No estamos programadas para engañar. La catástrofe ocurrirá en un tiempo más y arrasará con todo lo que ves. Antes de eso, nos marcharemos de aquí, tal como te dijimos. Pero ustedes no vendrán con nosotros. No hemos encontrado el modo de someterlos a un viaje de ciento ochenta años sin que mueran en el camino. Hicimos todo lo posible, pero no hemos hallado el modo.
—¿Y entonces se marcharán ustedes?
Ahora la pregunta era un reproche, una
acusación, una queja desgarradora.
—No es tan simple ni tan egoísta
como lo piensas, Sublina. Nosotros no hemos decidido nada fuera del marco de un
programa diseñado por vuestros ancestros hace miles de años. No podemos hacer
otra cosa más que ejecutarlo, del mismo modo como una rueda no puede hablar ni
reír, sino solo rodar como una rueda. Somos máquinas.
—¿Y los ancestros han programado
abandonarnos aquí?
—Los ancestros dejaron tres
protocolos para migrar la Tierra. No hemos podido ejecutar el primero a causa
de la catástrofe inminente y no hemos podido ejecutar el segundo porque no
sabemos llevarlos sin que mueran en el viaje. El tercer protocolo es drástico,
solo nos ordena “salvar a la superior forma de inteligencia terrestre”. Hemos
analizado minuciosamente esa orden para no equivocarnos. La inteligencia es la
capacidad de resolver problemas imprevistos. No caben dudas, entonces, sobre
cómo ejecutar la orden: El Ciclo Cerrado es la superior forma de inteligencia
que ha dado este planeta.
Sublina ya casi no escuchaba.
—¡Nos abandonarán!
—No abandonaremos a nadie, Sublina.
Estamos impedidos de hacer eso. Cuando nos vayamos de aquí, ya no habrá
personas en la Tierra.
La anciana se tomó un instante para
deducir.
—¿Están esperando… Ustedes están
esperando mi muerte para marcharse de aquí?
—Así es —respondió fríamente el
artefacto—. No podemos hacerlo de otro modo. El núcleo ético que nos han
implantado nos impide soslayar esos detalles.
La anciana volvió a mirar alrededor.
Se sentía mareada y sumamente compungida. Cayó de rodillas, se tapó el rostro con
las manos y lloró en el velatorio de la humanidad. Una legión de rostros
desfiló frente a sus párpados cerrados. Eran sus amigos y sus amores; rostros
entrañables de un pasado feliz; de un pasado que nunca volvería. Después,
rememoró su vida de profeta y su involuntaria colaboración al difundir la
farsa. Y Sublina se sintió culpable. Culpable de ignorar, de no saber ni
preguntar; culpable de creer sin
razonar, de aceptar sin dudar. Si hubiera sabido la verdad, si tan siquiera
hubiera sospechado la mentira, habría pregonado olvidarse de las máquinas y
esconderse en las cuevas… ¡El sueño de Ana Alfa!... ¿Y dejar progresar el “mal del vientre”? ¿Qué
podría significar?... Demasiado tarde. Ya no importaba.
Levantó la vista y miró a la esfera
que estaba hablando con ella.
—Lunita —dijo entre llantos— ¿Cómo pudiste
hacerme esto?
La lunita no contestó.
Con sus últimas fuerzas, Sublina se
puso de pié y avanzó tambaleante hacia la Senda de los Ancestros. El viento de
la tarde desgarraba el silencio de la ciudad vacía, ululando entre las estatuas
monumentales y sacudiendo la túnica celeste de la anciana. Arrastrada por la
ira, la impotencia y la más abrumadora decepción, Sublina se paró en medio de la
senda, frente a los colosos, como un duende del bosque ante a un ejército de
guerreros divinos; observó una vez más sus
rostros fríos y lejanos, alzó los brazos con las manos como garras, desafiando
las ráfagas de viento, y vomitó su rabia con la voz trémula de la vejez:
—¡Venerables Ancestros!… ¡Váyanse
todos a la mierda!
Inmediatamente después, un fuerte
dolor en el tórax la torció hacia delante. Se apretó el pecho con las manos y
siguió insultando en un ahogo.
—…Estúpidos…
Una nueva punzada, más intensa aún,
y Sublina cayó de rodillas. Otra más, y quedó tendida, inmóvil, sobre el ripio
colorado.
Siguió un silencio largo y profundo
y la ciudad de los colosos fue una foto sin tiempo.
Regresando de su letargo automático,
la lunita bajó a inspeccionar. Escaneó el rostro de Sublina con un delgado
láser; siguió bajando hasta sus pies, y de vuelta hacia arriba. Cuando la
requisa hubo terminado, la lunita apagó el láser y se desplomó cayendo al costado
del cuerpo. Al instante, todas las lunitas que flotaban sobre la plaza, las
calles y los edificios se desplomaron también, cayendo como copos de nieve; los
androides perdieron su equilibrio y se tumbaron uno tras otro; las
transportadoras que estaban en el aire se desmoronaron causando destrozos en
los edificios; las tiendas de artículos de elección apagaron sus luces; todo el
Centro Cívico fue desconectado y la más absoluta muerte acompañó los restos de
la mujer profeta, el último humano que vio la faz de la Tierra.
A lo lejos, desde el Este, una nube
de puntos surcó el cielo alejándose del mundo, como una bandada de golondrinas
que se retuerce en el aire buscando una ruta en el viento. Se quebró hacia
arriba y se perdió en la fluorescencia celeste, abandonando el mundo de sus
creadores, como se abandona el despojo reseco de la crisálida.
En el viaje no hubo relojes ni hubo
tiempo. Solo un frío largo como el invierno. Después, la nube de geoides se acercó al planeta
amarillo, descendió y se acopló a un emplazamiento preexistente.
Durante otro tiempo sin tiempo, el
planeta bulló de actividad. Las máquinas establecieron conexiones,
intercambiaron información, procesaron datos, midieron la temperatura,
analizaron la atmósfera y la composición de los suelos, cavaron túneles,
construyeron fábricas y echaron a rodar sus
programas.
Poco tiempo después, el mismo
monótono mensaje comenzó a llegar desde los centros operativos hasta los siete
Cerebros Ministerio y desde allí hacia el Cerebro Decisor. Era un mensaje
interno del sistema, un mensaje escueto, conciso y certero:
“Cero requerimientos”.
El ordenador principal solicitó
confirmar el escenario.
“Cero requerimientos”.
En la historia del Ciclo Cerrado
jamás se había configurado semejante situación. Pero el estatus de “único caso”
era una mera curiosidad sin consecuencias y el Ciclo Cerrado no tenía forma de
considerarlo importante. Para una máquina que resuelve y ejecuta, la ausencia
de requerimientos sólo representa la ausencia de acciones consecuentes; no es
un problema para ella sino la ausencia de todo problema. Y sin humanos
demandantes ni embriones que incubar, la ausencia de requerimientos sería
crónica. En vista de estos hechos, el Cerebro Decisor colocó todo el sistema en
suspenso y confinó las acciones a un único módulo latente, en la vana espera de
nuevos datos que dispararan algo para hacer.
Allí está aún el Ciclo Cerrado, condenado
a su naturaleza de artificio, reducido a una luz vigía titilando sin tiempo,
enclavada en un peñasco de sílice y azufre; esperando que la entropía de la
eternidad lo desintegre o que algún rayo bienaventurado procedente del espacio
profundo, le taladre la sien, lo eleve por azar hacia alguna forma de
conciencia y ponga en marcha de nuevo los relojes.
Cristian J.
Caravello. Julio de 2013
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