viernes, 24 de noviembre de 2023

Acerca del Centauro







- I -


La más penetrante inteligencia puede resultar un desperdicio si se la utiliza por entero al estudio de la anatomía del fantasma. Pero existen ciertos hitos invisibles en la vida de un hombre que son capaces de impulsarlo a consagrar su intelecto en pos de un objetivo baladí. Vayan como ejemplo la obsesión, los traumas de la infancia y el amor. Cuando Manuel Uzandizaga conquistó el corazón de Graciela Hernández, hundido aún en los inquietos meandros de la adolescencia, no sabía que los gatillos de la conquista dispararían también su demencial carrera académica en pos de los centauros. Fue un evento leve y a la vez profundo, como todo lo que ocurre en la escuela secundaria, donde las chicas ven a los muchachos como imbéciles aunque están igualmente enamoradas de alguna versión corregida de éste o aquel; y los jóvenes las ignoran para jugar fútbol en los recreos con un bollito de papel. Lo cierto es que Manuel Uzandizaga amaba a Graciela Hernández y Graciela Hernández apenas lo distinguía del montón. Parco y retraído con las damas, el joven nunca daría una señal para ser visto, y nadie sabría jamás que se encerraba para llorar su amor. Y en la paz de la ignorancia, Graciela tan solo esperaría para elegir entre los candidatos que se fueran presentando y seguramente le daría el “sí” al primero o al segundo de una lista exigua.


Hacia finales de aquel cuarto año, entre las habituales piruetas del profesor de Historia para aumentar el número de aprobados, vio la luz un trabajo especial con tema libre y exposición oral. Usufructuando su moderada pasión por la mitología griega e ignorando despiadadamente que el profesor se había desgañitado para narrar los orígenes de la Segunda Guerra, la Década Infame y el advenimiento del Peronismo, Manuel eligió hablar de los centauros.


—Podía optar por las gorgonas o Los Trabajos de Hércules… o la Revolución del ’45 ¿No le parece, Uzandizaga? —dijo el docente entre irónico y fastidiado.



Manuel expuso un martes en la segunda hora. Su discurso fue brillante, más que por propio fulgor, por el contraste con la opacidad ajena. A diferencia de los otros, Manuel hablaba con la soltura y la convicción de quien se muestra interesado en lo que está diciendo. Alzado sobre la tosca maraña del pastizal, cual adusta espiga de nutrientes emergía una voz madura como la de un padre, hablando de temas intrincados con un vocabulario enrarecido por los nombres de los sitios, los hombres y las bestias. Fue entonces que Graciela lo vió ¿Cómo no distinguir un ser pensante intercalado en aquel revoltijo de carpetas anárquicas y primates en celo?


En el siguiente recreo, la joven buscó la forma de cruzarlo en un pasillo. Se detuvo a cinco centímetros de su nariz y con una sonrisa exultante procedió a calificar el trabajo.



—¡Me encantan los centauros! —dijo. Le dio un enérgico beso en la mejilla y se marchó corriendo.


Manuel se quedó paralizado mientras mascullaba, tarde y en voz baja, una respuesta ingeniosa que nadie escucharía.


—¿Qué parte?


Si bien es verdad que los enamorados suelen ver aquello que nadie más ve, también es cierto que el amor puede causar el efecto contrario. Así, mientras la más tosca anciana barredora matinal de vereda suburbana habría advertido sin esforzarse que, deslumbrada por Manuel, a Graciela los centauros le importaban un cuerno; la situación no estaba igual de clara para el incipiente mitólogo. En su mente positiva y analítica, “me encantan los centauros” solo podía significar “me encantan los centauros”. A su amor le encantaban los centauros, y entonces los centauros eran como los bombones o las flores. A Graciela le encantaban los centauros y Manuel centauros le daría. Aquel hecho menor, aquella frase y aquel beso, marcarían el comienzo de la desquiciada obsesión de Manuel por el híbrido de humano con caballo. El resto de la historia es simple. Dos cosas ocurrieron a la vez sin que nadie barruntara jamás la oculta relación de causa efecto: Manuel y Graciela se enamoraron, noviaron y se casaron y Manuel obtuvo su licenciatura en Historia especializándose en la mitología del centauro.


- II -


La tesis doctoral de Uzandizaga fue a la vez ingeniosa, original y polémica. Sobrepasando los prólogos de cuidada redacción y la enciclopédica retahíla de datos, historias y personajes; la tesis versaba, simplemente, sobre las patas delanteras del centauro.


Casi toda la mitología presenta al centauro como un ser híbrido con torso humano, cuerpo y cuatro patas de caballo, pero algunas representaciones más antiguas lo exhiben como un hombre completo de la cabeza a los pies, de cuya espalda emergen el cuerpo y las patas traseras del animal. Existe entonces una discrepancia respecto a la naturaleza humana o equina de sus patas delanteras. Innumerables mitologías son consistentes con la versión tardía del híbrido erguido sobre cuatro patas animales, reduciéndose la primera a una única serie de representaciones antiguas halladas en vasijas áticas. Hasta entonces, aquellos centauros áticos, con piernas delanteras humanas habían sido desdeñados por los académicos. El trabajo de Uzandizaga vendría a revitalizar esta variante.


En su tesis doctoral, Manuel demuestra que la existencia de estas dos versiones de centauro, una más antigua y esporádica, con piernas delanteras humanas, y otra posterior, más difundida, con las cuatro patas de caballo, solo puede coincidir con uno de los múltiples orígenes que se adjudican al centauro. Se trata de la historia que narra el poeta Píndaro acerca de Ixión, rey de los lapitas, quien halló el favor de Zeus logrando que éste lo invitara a compartir su mesa. Pero Ixión intentó furtivamente enamorar a Hera, esposa de Zeus, ignorando que nada permanece oculto a los ojos de los dioses. Así, el Señor del Olimpo dio a una nube la forma de Hera engañando a Ixión, quien se apareó con ella. De la cópula abyecta entre Ixión y la nube, nació Kentauros, una criatura salvaje, feroz y denostada por los dioses. Tiempo después, Kentauros se marchó a vivir con las yeguas de Magnesia apareándose con ellas y dando origen a la mentada raza de centauros. Hasta aquí, la historia de Píndaro.


Para explicar el curioso impulso de Kentauros de aparearse con las yeguas, Uzandizaga conjetura que Kentauros era ya un híbrido, un hombre completo, como su padre, Ixión, pero con cuartos traseros de caballo. A este espécimen único referirían las vasijas áticas. El centauro posterior, con cuatro patas de caballo, sería el resultado de la cruza entre Kentauros y las yeguas magnesias. Pero la osadía de Uzandizaga no terminaba allí. Dentro del mismo argumento se podía explicar otro hecho curioso en la mitología del centauro: su temperamento.


Todos los textos asignan al centauro un carácter salvaje, instintivo, abandonado a las más bajas pasiones, irracional, iracundo, promiscuo y poco hospitalario, atributos estos exacerbados por su inclinación a la bebida. Existen, no obstante, dos excepciones a la regla: Folo y Quirón, centauros nobles y sabios. En la tesis de Uzandizaga, estas excepciones encuentran una explicación natural. Asumido el caso de que el tal Kentauros era un humano completo con cuerpo y cuartos traseros de caballo, resulta evidente que el personaje debía contar con una doble dotación de genitales, una humana, al frente, y otra equina, atrás. Uzandizaga señala entonces que resulta ineludible esclarecer con qué dotación se habría cruzado la bestia con las yeguas de Magnesia engendrando a los centauros de cuatro patas equinas. Propone entonces que, en su salvaje desconcierto, Kentauros habría utilizado ora un miembro, ora el otro, dando a luz centauros salvajes y centauros sabios, siendo los primeros inmensa mayoría debido a las ventajas anatómicas de abordar a las yeguas por montura. Las variantes sabías y nobles como Folo y Quirón quedarían entonces explicadas como centauros engendrados por el humano pene de Kentauros, hijo de Ixión, rey de los lapitas.


La tesis de Uzandizaga recibió gruesas críticas por parte de los examinadores, quienes ponderaron, empero, los aspectos formales de la presentación y el ingenio de la idea. La crítica era, en esencia, que el trabajo trataba a los centauros como seres reales cuyos detalles e historia debían explicarse racionalmente. La ponencia de Uzandizaga era la ponencia de un científico tratando de explicar los hechos; pero los hechos explicados eran los cuentos narrados por la mitología y no los reales acontecimientos culturales que pudieron originar esas historias.


Las críticas eran prolijas y despiadadas.


—La existencia de un continente hundido en medio del atlántico hace 10.000 o 20.000 años, Lic. Uzandizaga, o bien es cierta o bien es falsa, pero nunca ambas cosas a la vez, porque la realidad no puede ser contradictoria. En cambio, los hechos ficticios que conforman la mitología no tienen que ser ni consistentes ni racionales porque son un engendro de la imaginación. Lo mejor que podemos hacer allí es encontrar los elementos reales que pudieron alimentar esas invenciones fantásticas y sus ulteriores modificaciones. Su trabajo, Uzandizaga, se ve motivado por una falsa necesidad de explicar racionalmente los hechos ficticios del relato mitológico, lo que resulta tan absurdo como explicar el vuelo de Superman o la bipedestación la Pantera Rosa.


Uzandizaga había completado las formas prologando, admitiendo y aprobando enfáticamente la naturaleza ficticia del centauro, pero lo había hecho como mera retórica, del mismo modo como Descartes o Galileo intercalaban entre sus herejías racionales, múltiples y farragosas apologías al Altísimo. En el fondo, sentía que la historia no cerraba, unas veces por incompleta y otras veces por inconsistente, y que no era tarea menor reescribir una versión de mayor robustez lógica, respetando a rajatabla los elementos existentes.


Con una decisión dividida, la tesis de Manuel fue reprobada, pero detrás de bambalinas, el Decano se acercó a conversar con él.


—No todos estamos de acuerdo con la decisión de la mesa examinadora, Licenciado. Espero que logre superar el escollo y seguir adelante. Tiene usted especiales condiciones para la investigación teórica, y sobre todo, una gran imaginación; algo que ya le está faltando a estos saberes muertos que nos apasionan.


El Decano guardó silencio un instante, digiriendo cierta melancolía y luego retomó la palabra.


—Si usted me autoriza, puedo recomendar muy enfáticamente la publicación de su artículo. Conozco varias revistas especializadas que estarían gustosas de publicar un trabajo tan… —el Decano se interrumpió sin saber como terminar la frase. Finalmente la dejó allí e inició otra, en tono confidente.


—Verá usted, Manuel, a veces, en este ámbito, la polémica es más necesaria que la excelencia académica. Y yo le diría a usted que en este momento, es imperiosamente necesaria.

>> La mitología es una ciencia muerta. Es la historia de los cuentos pergeñados por nuestros antepasados, en muchos casos como mero adelanto literario a la explicación de los hechos por parte de la ciencia.

>> Nada hará que la mitología cambie. Su mutación es más lenta que la deriva de los continentes. Dependemos de nuevos hallazgos arqueológicos, de la aparición de objetos y documentos que nos permitan inferir que algo de lo que sabemos está incompleto o equivocado. Pero los hallazgos arqueológicos son cada vez más infrecuentes. Y también lo son las excavaciones en procura de ellos.

>> Así las cosas, la mitología griega languidece. Solo se transmiten las historias de los viejos a los jóvenes, a quienes cada vez cuesta más interesar.

>> Por eso, Manuel, su trabajo le hará bien a este velorio; más allá de los aciertos o errores que pudiera contener, generará un gran revuelo entre los especialistas y eso es precisamente lo que necesitamos.


El decano no se equivocaba. Meses después, una publicación española incluyó el artículo titulando en la portada: “Investigador argentino reescribe la génesis de los centauros”. Antes del año, el artículo había sido traducido a cinco idiomas y publicado en sendas revistas especializadas.


Tal como estaba previsto, las reacciones se ubicaron en un ancho abanico de tenores, desde la discrepancia moderada hasta la crítica feroz y despiadada, una crítica cuyo destinatario oscilaba de manera difusa entre la teoría de Uzandizaga, y Uzandizaga.


—Quien defiende con tanta pasión la racionalidad del mito, en su fuero íntimo, cree en el mito; y su credo, como toda fe, se antepone a la evidencia. Es en vano discutir con Uzandizaga porque Uzandizaga cree en los centauros.


Y en clave más conciliadora:


—No se aflija, Licenciado. No es para tanto. Verdaderos científicos han concebido en el pasado teorías más absurdas que la suya.


Lejos de amedrentarse, Manuel comenzó a desarrollar un duro cuero para batirse en la arena del debate mordaz. No solo se defendió sino que dio un nuevo y audaz paso hacia delante. Un año y medio después publicó “La completitud racional del mito”, un ensayo donde predicaba no solo la posibilidad sino la necesidad de completar la historia mítica de manera que todos los elementos que le eran propios encajaran en un todo mayor completamente lógico y razonable. Su idea era cubrir los agujeros argumentales toda vez que se pudiera sostener que existía una única manera de cubrirlos; entonces la historia se completaba con ese único agregado posible sin obstar que dicho aditamento jamás haya sido imaginado por los antiguos.

Su teoría era además, una arenga apasionada que alentaba a todo joven investigador a entregarse a la tarea de reinterpretar esos fósiles culturales con la vocación de “armar el dinosaurio”.


—Nuestra labor —decía— debe ser análoga a la del director de cine que toma una novela y la lleva a la pantalla. No están en el texto ni las grietas de los edificios ni la mugre de las ropas ni el pasto que crece entre las baldosas. No describe el escritor los papeles en el suelo ni las bolsas de basura ni los postes de luz. No menciona a la muchedumbre que transita las veredas, a cada anciana, a cada chico. El escritor no necesita que el lector vea, pero el director sí, porque está haciendo una película, una entrega cuya carga sensorial es cualitativamente superior al texto. Allí debe estar la imagen completa, en todo su detalle, y las voces, los ladridos, los ruidos de los motores y las toses de invierno. Es impensado que el director obvie estos detalles. Del mismo modo es tarea del mitólogo reconstruir el mito con una presentación cualitativa diferente, completándola para que cobre consistencia y verosimilitud.


La prédica de Uzandizaga no logró convencer a los especialistas consagrados pero sí caló en la comunidad de estudiantes y de jóvenes investigadores. Muy pronto comenzaron a doctorarse postulantes con ponencias que aventuraban la completitud racional de tal o cual historia. El mismo artículo con el que Uzandizaga reprobó en su juventud era citado ahora en la bibliografía para apoyar trabajos que sí aprobaban.


- III -


La vida privada de Manuel había quedado muy lejos de sus triunfos académicos. La relación con Graciela estaba muerta sin que lo supiera ninguno de los dos. Desde sus inicios pasionales la pareja había experimentado en la alcoba un periplo minado por la más absoluta ausencia de química en el deseo de los cuerpos. Resulta desagradable ahondar en los detalles del fracaso; baste saber que el fracaso fue, precisamente, una suma de detalles. Durante los primeros cinco años, los encuentros exitosos podían contarse con los dedos de una mano. Con el tiempo y sin explicitarlo, ambos comenzaron a rehuir el sexo. Lo hicieron progresivamente hasta desaguar en la planicie estable y desabrida de la convivencia casta.

Los dos se adaptaron sin decir palabra. Él se refugió en ese amor idílico que prescinde de los cuerpos. La amaba, pero su amor se contentaba con saber que la tenía, saber que estaba a su lado, saber que era su esposa. Un amor sustentado en la posesión del ser amado, y que no necesitaba nada más. Manuel no sentía que le faltara nada.
Por su parte, Graciela estaba cómoda; tenía su casa grande, sus amigas, su parque, su jardinero, sus vacaciones y todo cuanto quisiera. Pero, a diferencia de Manuel, la mujer percibía que su vida se estaba perdiendo algo. Su esposo viajaba permanentemente dando charlas en diferentes sitios mientras ella se quedaba sola en la casa la mayor parte del tiempo.


Ya entrada en los cuarenta, Graciela resolvió tomar clases de guitarra. Siempre había admirado esos dedos hábiles que arrancaban melodías de aquel objeto mágico, y ahora se encontraba con el tiempo y las ganas de ir en pos de un aprendizaje tardío. Así fue como una tarde Rubén tocó el timbre del caserón, con su estuche en la mano, para dar una hora semanal de clases de guitarra a cambio de una buena paga. El barrio escuchó durante dos semanas los intentos fallidos de Graciela y su guitarra. A la tercera semana, Rubén comenzó a venir todos los días aunque la guitarra ya no se escuchaba. A la cuarta semana las clases duraban más de dos horas.


Graciela jamás aprendió a tocar pero sí aprendió a disfrutar de la forma más apasionada el modo como esos dedos hábiles arrancaban melodías de su cuerpo ardiente. Primero fue un poco de Rubén; después, todo Rubén y todo ella. Pero Graciela no daba señales de conocer la saciedad. La pasión de los cuerpos se había retrasado veinte años en su vida y ahora sentía una pulsión frenética por recuperar el tiempo perdido. Así fue como una tarde se vio entrar junto a Rubén y su guitarra, a un mulato grandote que cargaba un tamboril. Y transcurrió la tarde, silenciosa, sin exhalar un solo acorde de guitarra ni propalar un solo golpe de tambor. Otra tarde fue Rubén con dos grandotes. Otra tarde fueron cuatro, luego seis y luego ocho: Rubén, un cuarteto de vientos, un panderetista y dos morochos más, sin estuche, en musculosa y con cara de atorrantes. Nada era suficiente para ella y siempre resultaba un desafío incrementar la cantidad de músicos de la comparsa y el tamaño de sus miembros. Para la pandilla de Rubén, Graciela era la ninfómana del palacete.


Uzandizaga estaba poco en la casa y, como siempre sucede mientras sucede, no se daba cuenta de nada. Iba y venía con sus cosas y siquiera percibía el dejo de condolencia que trasuntaba el saludo de los vecinos.


—Cómo anda, Raúl.


—Bien, Manuelito, bien… qué se le va a hacer.


Enredado en la absoluta ignorancia de los hechos, Manuel consintió rápidamente cuando Graciela le comentó sus deseos de hacer una escapadita a las Termas de Río Hondo con cuatro amigas de la adolescencia.


—No sabía que todavía frecuentabas a María Eugenia y las chicas —dijo él.


—Nos vemos de tanto en tanto —respondió la mujer—. Imaginate, todo el día sola…


Pero ya sabía el vecindario entero que no eran chicas las “chicas” ni ríos los hondos ni aguas las termales.


Paulatinamente, las escapaditas se hicieron más frecuentes, prolongadas y numerosas hasta que se transformaron en grandes escapadas; escapadas mayúsculas, apoteóticas, inolvidables. Sumido en la ignorancia, Manuel veía todo bien y estaba feliz de que su amada pudiera disfrutar un poco paseando con sus amigas mientras él progresaba y progresaba.


Al regresar de un congreso en Valencia, el pobre hombre se vio cara a cara con los hechos. Graciela no estaba. Su correo, su teléfono y todas sus cuentas de contacto habían sido cancelados y una nota de su puño y letra descansaba sobre la mesa de la cocina.


“Querido Manuel.


Durante todo este tiempo hiciste lo posible para hacerme feliz, pero la cosa no ha funcionado. No es tu culpa ni la mía; tan solo no ha funcionado. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de eso, pero ahora que lo sé, mi vida no puede continuar de este modo.

Después de buscar y buscar, he dado con el lugar y la compañía que necesito. Estaré muy bien en un lejano rincón del mundo y quisiera que no intentes buscarme, aunque sospecho que igualmente lo harás…

Sin duda será muy duro para vos, pero esta carta significa, simplemente, que te estoy dejando, Manuel.

Espero que puedas encontrar nueva compañía y ser feliz.

Un abrazo.

Graciela.”


Manuel bajó la carta y se quedó cinco segundos mirando la mesa. Luego la volvió a leer para convencerse de estar entendiendo lo que había entendido. La leyó una vez más para entresacar información y una vez más para deleitarse con los párrafos floridos y enfurecerse con todos los demás. Muchas veces leyó Manuel la carta de su amada que lo abandonaba. De tanto en tanto la dejaba sobre la mesa y la volvía a tomar para contestar en voz alta este párrafo o aquel. Eran respuestas en tono de furia, en tono de reproche y en tono de disculpas; y el mismo párrafo le arrancaba a veces unos tonos y a veces otros; y conforme pasaban los minutos, los matices de todos sus comentarios a todos los párrafos convergían en una desgarradora súplica que, entre llantos, le imploraba que regrese.



- IV -


Graciela nunca regresó y Manuel nunca pudo olvidarla, pero desde entonces, la vida en esa casa se hizo muy difícil. La historia libertina de su esposa comenzaba a filtrarse discretamente desde un vecindario que lo iba tanteando antes de hablar. Desde un primer momento quedó claro que Manuel no estaba dispuesto a reconocer nada de nada.


Cierta tarde, en la peluquería, suponiendo erróneamente que ya estaba todo claro, el peluquero hizo un comentario de más.


—Cuando nos suceden estas cosas donde aparece un tercero en discordia, algunos odiamos a la mujer que nos traiciona y otros odiamos al hombre que se la lleva —dijo el peluquero.


—Mhú.


—Pero tu caso es raro, Manuel, porque seguís amando a Graciela pero no tenés hombre a quien odiar; porque que se conoce que eran varios; y no siempre los mismos.


Manuel se levantó violentamente del sillón, se dio vuelta y le propinó un puñetazo en la nariz.


—¡Lavate la boca antes de hablar de mi mujer! Vos no sabés nada. Graciela es una santa ¡y vos sos un hijo de puta!


Se arrancó la bata y se marchó con media cabellera peinada y media no.


Después de este episodio, el historiador decidió cerrar su casa en Buenos Aires y mudarse a Madrid, en el seno de esa Europa que lo reclamaba.


Es difícil saber si fue a causa de su traumática separación, pero en los años siguientes Uzandizaga radicalizó sus teorías hasta el punto de la impertinencia. Mejoró su antigua completitud del mito del centauro sobrecargándolo de detalles lógicos hasta que toda la historia pareciera evidente. Llegado hasta allí, y como corolario obligado de sus teorías, el hombre comenzó a pensar que, ciertamente, corretearon tropillas de centauros en las planicies del Peloponeso durante algún lejano recoveco de la historia. Sus investigaciones viraron de la arqueología a la paleontología y Uzandizaga se lanzó descaradamente en busca de evidencia fósil que pudiera sustentar sus especulaciones. Su trabajo “A la caza del centauro” ponía de manifiesto estas ideas y mostraba algunos elementos que a su autor le parecían relevantes. Prologaba con el relato minucioso de su teoría de la historia completada y concluía que la exuberante consistencia de la historia solo podía corresponder con la efectiva existencia de centauros en el pasado. Luego, en una acto fingido de conciencia científica, proclamaba la imperiosa necesidad de apoyar esta hipótesis con evidencia concreta, evidencia que indudablemente consistiría en el hallazgo de algún fósil incuestionable.


Muñido de una pandilla de científicos jóvenes y ambiciosos, Uzandizaga llevó adelante un trabajo completo y ordenado. Sobre una exigua base de representaciones antiguas, su equipo de biólogos reconstruyó en detalle la hipotética estructura ósea de la criatura y tejió especulaciones sobre su eventual inserción dentro el árbol evolutivo general. Además, logró financiación para que su equipo de paleontólogos (un joven profesional y dos de sus alumnos) realizara excavaciones en puntos que se consideraban relevantes.
Lo cierto es que, rápidamente, el equipo proclamó el hallazgo de fósiles plausibles, encontrados en Turquía, a orillas del Mármara, en un estrato correspondiente al 770 AC. Allí desenterraron los restos de un fémur delantero izquierdo y un cráneo completo, dispuestos sobre el terreno casi exactamente como un centauro que se hubiera recostado para morir.


Su trabajo volvió a causar revuelo entre los especialistas, muchos de los cuales hacían denodados esfuerzos para opinar en términos científicos sin decir abiertamente que toda la idea era descabellada. Sostenían que los restos hallados provenían, ni más ni menos, de una cabeza humana y de una de pata de caballo, correspondientes, sin ninguna duda, a un jinete muerto allí hace 2800 años; que la impericia del equipo de paleontólogos les hacía dudar de la disposición de los restos en el campo (y hacían notar que el fémur había sido quebrado en varias partes durante el proceso de extracción y vuelto a pegar en el laboratorio con una burda masilla de endurecimiento rápido). Replicaban con dureza que, en el hipotético caso de que algún centauro hubiera pisado la faz de la tierra, solo el hallazgo de tres o cuatro vértebras cruciales podría sostener la hipótesis con un mínimo de seriedad. Sostenían que una criatura de extinción tan reciente habría dejado profusa evidencia fósil y que el caso ya estaría resuelto. Y por último replicaban que la inserción de un centauro en el árbol evolutivo resultaba sencillamente absurda porque la eventual cruza de humanos con equinos jamás habría dado un embrión habida cuenta de que el material genético humano aporta 23 cromosomas y el del caballo 32. Muchos otros especialistas se negaban lisa y llanamente a comentar el asunto argumentando que no podían concebir que en pleno siglo XXI la ciencia estuviera discutiendo semejante estupidez.



Fiel a su estilo, Uzandizaga respondía a todo: que la desafortunada rotura del fémur durante la extracción no implicaba que su ubicación en el terreno hubiera sido equívocamente reportada; que el centauro era una especie de extinción reciente y que, en efecto, la evidencia fósil era profusa, solo que la inmensa mayoría de ella había sido apresuradamente interpretada como hombres montados a caballo; que si bien sería maravilloso hallar las vértebras de transición que unen el torso humano con la columna del equino, la ausencia de esta prueba no inhibía el análisis de la evidencia existente; que la cruza entre hombres y equinos no podía descartarse por una simple incompatibilidad en el número de cromosomas porque la naturaleza ya estaba mostrando que la contaminación de material genético de una especie con elementos de otra era mucho más compleja y profusa de lo que se pensaba.


Después de la publicación de “A la caza del centauro”, muchos profesionales jóvenes que habían abrazado las teorías de Uzandizaga sobre la necesidad de completar el mito, lo abandonaban ahora sintiéndose intelectualmente impedidos de seguirlo en esta idea tan arriesgada. Algunos artículos sociológicos comenzaron a relatar el derrumbe de Uzandizaga, comparando su dislate con los artículos donde Georg Cantor intentara relacionar a Dios con el infinito absoluto.


“No es cierto que los científicos razonen hasta encontrar verdades inesperadas; por el contrario, el científico intuye la idea y luego utiliza la razón como herramienta para llegar a ella. Pero algunas ideas se resisten, bien porque el sendero de la razón que las sustenta es demasiado arduo, bien porque la evidencia empírica es insuficiente o bien porque, simplemente, son ideas erróneas. Aquí se debe decidir si persistir en el intento racional o abandonar a la intuición. Pero en su afán de perseguir la idea, algunos científicos desbarrancan de manera inadvertida por el ancho y grosero camino de la falacia. Tal es el caso de Uzandizaga, como lo fue el de Cantor y el de tantos otros. Padeciendo la más cruel de las cegueras, pergeñan, abrazan y defienden teorías descabelladas”



El mitólogo de los centauros no podía ignorar ya cierta sensación de decadencia en torno de su figura, pero en lugar de abandonar la idea, intentaba retomar el camino ascendente hallando finalmente la evidencia. Durante los años siguientes, su equipo agujereó la tierra buscando las condenadas vértebras de transición en decenas de lugares diseminados en Grecia, Turquía, Macedonia y las islas del Egeo. Los sitios eran seleccionados siguiendo criterios laxos y justificaciones enrevesadas. Cualquier referencia a los centauros en algún relato antiguo era razón suficiente para que Uzandizaga decidiera excavar. Sus detractores ironizaban por lo bajo y la prensa lo hacía en forma pública. Una viñeta cómica de un fanzine inglés lo mostraba en el centro de Londres con un sombrero “Indiana Jones” y una pala de punta preguntando el paradero de los bosques que rodeaban a un tal Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.



- V -


En sus momentos calmos, Manuel se quedaba en Madrid, con sus clases y sus libros. Solía recalar frecuentemente en un barcito de la calle Malasaña donde se podía escuchar un poco de buen jazz, tomar un trago, comer unas tapas y conversar con algún colega. Pero la mayoría de las veces Manuel estaba solo y, simplemente, pensaba. Una y otra vez, su mente traía el recuerdo de Graciela. Graciela, cuando estaba; Graciela, cuando se marchó; la carta de Graciela; la nueva vida de Graciela, su nuevo lugar, su nueva compañía. Y luego imaginaba que el desgraciado traidor la maltrataba; que Graciela sufría; que Graciela quería volver; que Graciela volvería. También urdía su mente que finalmente la hallaba en un sórdido lugar, con una vida insoportable, impedida de marcharse por las circunstancias, presa de un salvaje que la retenía por la fuerza. Entonces Manuel imaginaba que ingresaba a la casa, asesinaba al maldito villano y rescataba a su princesa para volverla al paraíso del que nunca debió haber salido. En su recuerdo febril, Graciela era una santa en un altar que, tal vez, había equivocado el rumbo frente a la inesperada dureza de la soledad.


Cierta tarde, un desconocido interrumpió su desvarío. Ingresó al local, lo ubicó con la vista y se dirigió directo hacia su mesa.


—¿Licenciado Uzandizaga? ¿Manuel Uzandizaga?


—Sí, soy yo.


—¿Puedo hablar un minuto con usted?


El sujeto tenía un acento extranjero, pero hablaba perfectamente el español. Manuel lo invitó a sentarse y el hombre se ubicó frente a él.


—Bueno, hable, hombre, que ya estoy intrigado.


—Y hace bien. Lo que tengo que decir le va a cambiar la vida.


Uzandizaga se quedó mirándolo con ojos de profunda expectación y el visitante retomó el discurso.


—Sé que usted está buscando fósiles de centauros para probar que alguna vez existieron.


—Así es.


—Pero se equivoca Licenciado, se equivoca mucho.


Manuel ya había escuchado esto muchas veces y no veía que ahora fuera a cambiarle la vida.

—No habrá venido hasta aquí para decirme lo que me dice todo el mundo ¿verdad?


El visitante miró por la ventana mientras jugaba con una servilleta de papel entre sus dedos. Luego miró la servilleta y antes de volver su vista a Manuel, retomó la palabra.


—Es un error buscar fósiles de centauros —levantó la vista y lo miró— cuando existen ahora mismo centauros vivos galopando en las montañas de Tesalia.


Uzandizaga titubeó desorientado, espió hacia los costados y volvió a mirarlo fijamente.


—¿Quién es usted? ¿De qué habla? ¡Hicimos tres excavaciones en Tesalia!


—Le repito, es un error buscar fósiles existiendo centauros vivos. No los encontrará haciendo pozos en la tierra.


—Pero… ¿Quién es usted?


—Verá, en mi pueblo de origen, todo el mundo sabe de los centauros porque de tanto en tanto se presenta algún avistamiento. La gente no nos cree porque somos simples campesinos. Es como si dijéramos que vimos un fantasma ¿me comprende? Nunca llevamos cámaras para fotografiarlos y realmente no sabemos dónde se reúnen, dónde duermen, dónde comen. Solo le digo que de tanto en tanto vemos uno. Y no hablo por lo que cuentan otros; yo mismo los he visto.


Uzandizaga ya estaba sentado en la punta de la silla, con el cuerpo inclinado hacia delante presto a extraer toda la información que pudiera de este individuo caído del cielo. Le hizo muchas preguntas sobre sitios y detalles y anotó todo en un cuaderno.

El hombre no quiso dejar su nombre ni dato alguno de contacto.


—He venido a decirle estas cosas. Nada más. Usted haga lo que quiera —le dijo antes de marcharse.


Manuel se quedó en su mesa, sobresaltado, emocionado, eufórico. Su vida cambiaba en 10 minutos. No eran comentarios vagos, sin valor; era un griego venido de Grecia que decía haber visto centauros cerca de su pueblo, que mencionaba el lugar exacto, en las sierras de Tesalia, al norte, cerca de la frontera con Macedonia. Demasiados detalles. Demasiados como para no ir hasta allí a echar un vistazo. Por supuesto que podía ser una mentira, un simple engaño de sus detractores para reírse de él; pero era una mentira bien urdida, con muchos datos; una mentira que parecía verdad. Y si era verdad, entonces los centauros existían; no solo “habrían existido”, ¡existían! Y si existían podrían avistarse; y si los veía, podría fotografiarlos y filmarlos. ¡Se podría capturar un ejemplar para mostrárselo a la humanidad! ¿Por qué no? “He aquí un centauro vivo, esa estupidez que pregonaba el orate Uzandizaga. ¿Qué me dicen ahora? ¿eh? ¿qué me dicen?”


En cuatro días el historiador aterrizaba en Atenas y de allí, un autobús lo conducía hacia Larisa, en el centro del país. Tesalia ya casi no existía como tal y la antigua región estaba enterrada bajo un nuevo mapa con otros nombres y otros distritos. Pero un sitio es un sitio, independientemente del nombre que lo bautiza; y Uzandizaga conocía ese sitio.


Desde la revelación del griego del bar, el historiador había guardado el máximo secreto; nadie sabía bien a dónde iba ni para qué. No llevó colaboradores a la aventura. Simplemente debía pernoctar en el bosque, buscar centauros y registrarlos con su cámara. Tenía provisiones para sobrevivir quince días sin contacto con la civilización, aunque, realmente, la zona estaba ya bastante poblada. En caso de avistarlos, planeaba seguirlos hasta descubrir sus paradas naturales. Luego, volvería con más gente y más equipo para capturar alguno. Y si todo era una mentira, prefería estar solo para comprobarlo.


Hacia la tarde del día siguiente, abandonaba su auto de alquiler al costado de un camino apenas trazado en el terreno. Con la espalda atiborrada de equipaje y una brújula en la mano emprendió la caminata por una suave pendiente ascendente, en un terreno boscoso. Dos veces hizo noche en el bosque. Al tercer día montó su pequeño campamento en un claro reducido, ya muy cerca de su destino prefijado.


A las tres horas de explorar, ya había encontrado pisadas frescas de caballos. Siguió las huellas que serpenteaban al costado de un arroyo. Eran huellas de varios ejemplares que habían medrado allí solo unas cuantas horas antes. Y siguiendo las pisadas de los cascos, Manuel se internó en el bosque profundo con el atardecer de la montaña pisándole los talones.


- VI -


Dos días después, por la mañana, despertó en una cama de hospital. Pasó una hora más para que una enfermera lo espiara desde la puerta y al verlo despierto, ingresara al cuarto.


—Por fin despertó… Manuel— dijo en griego, leyendo su nombre en una etiqueta que pendía de la cama.


—Hace un rato ya que estoy despierto.


—Qué susto que nos ha dado. Cuando lo trajeron pensamos que ya no estaba en este mundo. Ahora podrá contarnos qué fue lo que ocurrió.


Manuel zozobró un instante y luego respondió con resolución.


—Sinceramente no recuerdo nada, señorita; solo que estaba yo en una expedición de estudio en la sierra y… y nada más.


—¡Vaya expedición! Tiene usted una lluvia de trompadas en la cara y varias pisadas de caballo en todo el cuerpo, tres costillas rotas, solo para empezar… ¿No recuerda nada?


—Nada de nada.


—Bien, veré si el médico le autoriza un desayuno moderado. ¡No se vaya! —bromeó mientras se retiraba.


El hombre se quedó con la vista perdida en una ventanita que daba a un pozo de aire por el que reptaban todo tipo de cables, caños y tuberías. Tenía triste la mirada y angustiado el corazón.


Manuel Uzandizaga recordaba todo hasta el preciso momento en que perdiera la conciencia. En el mero instante que dura una visión, se le había revelado la burlesca trama de su vida en pos de los centauros. Evocaba, sobre todo, aquella imagen recurrente, absurda, demencial… justo antes de su arremetida furibunda. Una visión peor que todos los infiernos, que nunca jamás revelaría y que sería un tormento por el resto de su vida.


El arroyo se abría en brazos bajos y sus riveras formaban una explanada extensa de pedregullo y arena. Sobre la playa marchaba una tropilla de centauros salvajes. Eran siete machos formidables avanzando a paso lento sobre el ripio y el agua. Sobresalían sus enormes falos desplegados en señal de cópula inminente. Delante marchaba el más dotado, mirando al frente con paso regio. El cabello castaño se enredaba con su barba y caía en bucles hasta dos palmos debajo del mentón. Su cuerpo equino era tostado oscuro. Llevaba en la mano un odre que empinaba con frecuencia, mirando al cielo, bebiendo un vino rojo que inundaba su boca y desbordaba. Sobre el pelaje crudo de su lomo iba montada una mujer. Galopaba inclinada hacia delante, completamente desnuda. Llevaba las piernas hacia atrás acariciándole el vientre con los pies, rozando su miembro agigantado. Marchaba abrazada al torso de la bestia con una mano amasando su recio pectoral y los senos aplastados contra el vello profuso de su espalda. Unas veces le susurraba cosas al oído y otras veces lamía de sus comisuras el vino derramado. Uzandizaga se frotó los ojos, tragó una saliva espesa y reconoció su infierno. Montando aquellas bestias de rostros humanos y dotes equinas, cabalgaba su amada Graciela, riendo a carcajadas.

sábado, 6 de mayo de 2023

La niña sin sueños

(Este cuento fue publicado en 2014 por Revista Axxón y traducido luego al francés y al italiano)



A Mechita le encantaba mirar el lago sentada en la piedra grande con los pies descalzos acariciando el agua. Jugaba a salpicar a los patos que se deslizaban como por arte de magia, remando con sus patitas invisibles hundidas en el agua. De pronto alguno sumergía la cabeza, luego otro, más allá. Y la niña sonreía. Siempre sonreía.

A su lado, Canica había traído un hueso y rascaba la tierra con sus uñas embarradas. Más atrás, Capota lo miraba con ganas de jugar. Los perros siempre estaban jugando. Se trenzaban en una lucha falsa de morderse trompa contra trompa. Mechita sabía que era falsa porque jugaban sonriendo; y muchas veces se sumaba a revolcarse con ellos.

Mamá Samanta miraba la escena con una sonrisa triste desde la ventana de la cocina.

Amarrados a un pequeño muelle, un par de botecitos despintados bailoteaban con el oleaje de la orilla. Hacia la derecha, el lago se afinaba hasta llegar a su afluente que se perdía entre un bosque de olivos silvestres; hacia la izquierda, desaguaba por un cauce empinado que el agua había excavado en la ladera, para seguir su curso hasta el valle. Sobre el desagüe empinado cruzaba un puentecito de madera y unos metros más abajo funcionaba una vieja turbina hidráulica que generaba algo de electricidad para el consumo doméstico.

Mechita había dejado de jugar y avanzaba hacia la casa con un perro bajo el brazo.

—Mamá, se apagó Capota.

La madre se secó las manos en el delantal.

—Ay, Mechi, no puedes tener a los animales encendidos todo el día.

—Los patos nunca se apagan —dijo la niña.

—Los patos se recargan solos, hija. Se estacionan en la correntada y se recargan con una ruedita que tienen en la panza.

La niña se dio vuelta y se quedó perpleja, mirando los patos a lo lejos, con la boca entreabierta.

Samanta abrió un puertita disimulada en el peludo lomo de Capota y extrajo un cable fino y largo que enchufó al tomacorriente de la pared.

—Vamos a darle una recarga y con un poco de suerte, quizá nos aparezca también una actualización.

—¿Puedo llevarme a Pimpi? —preguntó la niña.

—Sí. Llámalo fuerte para que se encienda y venga.

—¡Pimpi! ¡Pimpi! ¡Vamos a jugar!

El gato gordo y gris salió de la habitación de la niña con un andar pesado y somnoliento. Canica movió la cola y los tres salieron al parque.

—No te acerques al puentecito —le gritó la madre desde la puerta.

Mechita hizo un gesto con la mano, sin darse vuelta, y salió al trote con su perro, su gato y su vestidito rosa de jugar.

La casa del lago era simple y bella. Tenía un grueso techo de paja vinílica sobre el que afloraban las antenas. Dos dormitorios con amplios ventanales que daban al frente, y una gran sala de estar que se prolongaba en la cocina. Un alero ancho cobijaba la salida al parque, bajo cuya sombra se habían dispuesto unos silloncitos de madera rústica y una mesa baja en el mismo estilo.

Caía la tarde mansamente cuando Pedro emergió entre los olivos, zigzagueando a gran velocidad con su deslizador vertical, parado sobre la tabla flotante, firmemente sujetado al manubrio, y con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante como un esquiador.

Cortó camino levitando a ras del lago, esquivando a los patos y marcando una suave estela sobre la superficie del agua. Dejó el vehículo bajo el alero, apoyado contra la pared, y saludó a la niña con un beso.

—¿Qué llevas allí? —preguntó Mechita al ver la enorme caja que Pedro estaba desatando del portaobjetos.

—Es para ti, pero debes abrirla después.

—¿Por qué?

—Porque primero debemos enchufarla un rato.

—¿Pero qué es?

—No te lo diré.

Pedro entró a la casa con la niña revoloteando alrededor.

—Dime con qué letra empieza.

—Solo te daré una pista: «deja de revolotearme como… un montón de mariposas».

La pista no sirvió y costó un poco de trabajo conseguir que Mechita volviera al parque.

Mamá Samanta saludó a Pedro con una sonrisa y un reproche.

—¿De nuevo por aquí?

—Es lo único que se me ocurre hacer cada vez que comienzo a extrañarte —dijo él.

Ella lo ignoró con alguna incomodidad.

—Vamos, enchufa ya esas mariposas —dijo.

Pedro colocó la caja sobre la mesa, extrajo un cable del costado sin romper más que una porción del envoltorio y lo enchufó al tomacorriente de la pared. Luego se sentó y cruzó las piernas. Samanta se hundió en la mesada de la cocina previendo el interrogatorio.

—¿Cómo estás? —dijo él después de un silencio largo.

—Bien. ¿Quieres un café?

—Sí, por favor; si con eso logro que podamos estar un rato sentados conversando.

—No quiero hablar de eso. Ya lo sabes.

—Yo no he hablado de nada, solo te pregunté —Pedro enfatizó la pregunta para volver a instalarla—: ¿Cómo estás?

Ella hizo un silencio y aceleró sus quehaceres en la cocina. Hizo ruido con las tazas, abrió puertitas, sacó la azucarera, dispuso las cucharitas. Luego se detuvo un instante, se secó las lágrimas con los nudillos, resopló una espiración rápida, tomó la bandeja y, ya recompuesta, llevó todo a la mesa.

—Bien —dijo—. Estoy bien.

Hablaron un rato laxamente, fingiendo un entusiasmo por los temas que ninguno de los dos sentía. Él, mordiéndose la lengua. Ella, deseando que no la soltara.

Un aleteo creciente dentro de la caja interrumpió la farsa. Pedro desenvolvió el paquete y pudo verse un recipiente cúbico de vidrio repleto de mariposas de todos los colores que se agitaban y entrechocaban a causa de la estrechez.

—Con este botón se abre la puertita y salen —explicó Pedro—. Con este otro botón, vuelven a la caja. Si se descargan, vuelven solas. Una vez en la caja, la enchufas y se cargan todas. Y con esta red, la niña jugará a cazarlas.

—¡Qué bonitas! —dijo Samanta— ¿Cuántas hay?

—Noventa y siete.

Samanta lo miró incrédula. Pedro giró la caja y leyó mientras subrayaba con el dedo:

—»Contiene noventa y siete mariposas». Supongo que así parecen más naturales.

En las últimas tres décadas, un furor llamado Tecnorenacentismo pugnaba por reproducir la naturaleza tal como era, en todos sus detalles. Cien o cincuenta eran números andrógenos, y debían aparecer con la misma frecuencia que cualquier otro en los sistemas naturales reproducidos. Así, noventa y siete mariposas estaba bien.

—Ya estoy viendo a Mechita corriendo por el parque, todo el día cazando mariposas —dijo Samanta, que se había acercado a la ventana y observaba cómo la niña, arrodillada a la orilla del lago y sosteniendo una larga rama que apenas controlaba, hostigaba a un pato atrapado entre los postes del muelle para ponerlo patas para arriba.

Pedro se acercó a Samanta y ambos observaron en silencio las peripecias de Mechita.

—¿Cómo estás con la niña?

Ella hizo un largo silencio y los ojos se le volvieron a cargar de lágrimas.

—Es maravillosa —balbuceó con una voz quebrada. Y rompió en un llanto franco que ya no pudo contener.

Pedro la abrazó. Ella se tapó el rostro con ambas manos y se apoyó sobre el pecho del muchacho.

El joven la acarició un largo rato. Luego rompió el silencio.

—No sigas con esto, mi amor. No te hace bien.

Ella no respondió.

—Quiero volver —continuó él—. Esto ya no puedo soportarlo. Te extraño todo el tiempo ¿Crees que ha sido fácil para mí? Quiero volver.

Samanta negó con la cabeza sin saber cómo justificar la negativa.

—No estoy preparada.

—Ya pasaron seis meses, mi amor.

—Al mundo le han pasado seis meses. Yo estoy detenida en el minuto cero. He sobrevivido gracias a la niña.

—Déjame ayudarte. Yo también quiero ayudarte. Déjame volver.

Samanta se desprendió suavemente de Pedro, caminó unos pasos y volvió a hundirse en la mesada de la cocina.

—Tengo que preparar la cena.

—¿Me invitarás a cenar?

—Había pensado que no.

Él se acercó, la sujetó de los hombros y la giró suavemente.

—Te amo —le dijo, con una mirada intensa y húmeda.

Samanta no respondió.

El hombre le acarició la mejilla y, sin decir palabra, dio la vuelta y partió hacia la puerta. Una vez allí, hizo un gesto de payaso recordando algo, con los dos índices señalando al techo.

—Casi me olvido.

Volvió hacia la mesa, presionó el botón de la caja de vidrio y liberó a las mariposas.

Súbitamente, la cocina se llenó de vida y color.

—¡Mariposas! ¡Mariposas! —Gritó él saltando como un niño— ¡A cazar mariposas!

La mujer destrabó el nudo en su garganta con una risita entrecortada.

Uno a uno, los diminutos ingenios fueron encontrando la salida hacia el parque y detrás salió Pedro con su red.

—¡A cazar mariposas! ¡A cazar mariposas!

Poco tardó en pasarle la posta a Mechita, que salió correteando detrás de los bichitos. Luego se subió al deslizador y partió.

—¡Pedrito! —gritó Samanta desde la puerta— Mañana prepararé unos buñuelos…

El hombre levantó un pulgar a la distancia y se perdió detrás del olivar.

Las últimas luces del día ya plateaban el paisaje. Con la noche incipiente, la casa del lago comenzaba a exudar una melancolía vestida de lilas y violáceos. Los faroles del parque ya se habían encendido convocando hordas diminutas de insectos voladores. Ajena a la tristeza de fondo y a los hechos del pasado reciente, Mechita seguía corriendo tras las mariposas. De tanto en tanto entraba a la casa para guardar su captura en la caja de vidrio. Pero hacía largo rato que Mechita no entraba, y mamá Samanta salió al parque para ver en qué andaba la niña.

Con espanto, Samanta la vio subida al puentecito, apoyada sobre la baranda, con el torso colgando en el vacío, tratando de atrapar su mariposa.

—¡Mechi! ¡No! —gritó la madre.

La niña se quedó petrificada con el grito, parada en medio del puente con la red en su mano. Samanta salió corriendo a su encuentro.

—Quédate quietita que ya va mamá.

Llegó a su encuentro y la abrazó fuertemente.

—Mechita, nunca vuelvas a este puente. Nunca.

Y allí, con la brisa batiendo su cabello, y con el embate hostil de la noche oscura, Samanta cerró lo ojos y volvió a revivir toda la tragedia. Su amada hija desapareciendo detrás de la baranda, cayendo de cabeza al arroyo torrentoso. La desesperada carrera en su auxilio, y el horror de hallarla en ese estado, enredada entre las aspas de la turbina con su cuerpecito casi partido a la mitad y esa savia bermellón manando de sus vísceras, desbaratándose en el torbellino de los rápidos. Y sus ojos, gélidos y abiertos, mirando el cielo para siempre desde el fondo del agua.

Mamá Samanta lloró amargamente aquella noche, en medio del puente, abrazada al cuerpo de Mechita, recordando la absurda muerte de su hijita en las fauces del generador. La niña contaba entonces con seis años de edad y su vida no pudo seguir más allá. Y detenida en ese mismo punto, había quedado también la vida de Samanta.

Mamá Samanta apagó la luz del comedor. En su habitación, Mechita jugaba con muñecos.

—¿Te has lavado las manos? —preguntó la madre.

—¿Las manos y la cara y los dientes? —precisó la niña.

—Sí.

—No.

—Pues ve. Ya es tarde, hijita.

Por unos minutos, mamá Samanta sintió el agua correr en el baño. Luego salió la niña con una mancha de pasta dental en la mejilla.

—Listo —dijo.

Mamá Samanta sonrió y le limpió la cara. La llevó a su habitación, le quitó la ropa y los zapatos, le puso un camisón blanco con florcitas rojas que costó pasar por su cabeza. La metió en la cama y la tapó. Encendió el velador, apagó la luz grande y corrió la cortina para que entrara la luz de la luna.

—¿Ahora voy a dormir?

—Sí, mi amor.

—¿Y voy a soñar?

— Sí, mi amor.

—¿Y con qué quieres que sueñe?

Mamá Samanta se arrodilló junto a la cama y le acarició los bucles.

—Quiero que sueñes con los angelitos.

Mechita sonrió, giró la cabeza y miró por la ventana.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, mi amor.

Mechita cerró los ojos y se quedó dormida. Mamá Samanta la miró con ternura durante unos segundos. Luego, como volviendo de un ensueño, hundió su mano debajo de las mantas, hurgó en el cuerpo de la niña y desde algún lugar de su espalda extrajo un cable fino color carmín que enchufó rápidamente.

Samanta imaginaba que algún día, algo mágico traerían esos cables, y la niña podría también soñar. Entonces ya no habría diferencias, y todo sería como antes. Y juntos los tres volverían a ser una familia, y jugarían con los perros, y pasearían en bote por el lago, y hablarían de la simple vida, y jugarían a imaginar el futuro. Y los aciagos sucesos del pasado reciente ya no serían recordados. Si tan solo pudiera soñar…

Mamá Samanta apagó el velador, apoyó su mejilla contra el rostro inerte de la muñeca y se quedó allí, como todas las noches, acariciando su pelito amarillo, mirando los dibujos de la luna contra la pared de los muñecos, y repitiendo en voz baja su inútil letanía.

—Sí, mi amor… sueña. Por favor… sueña.