martes, 31 de enero de 2017

TRES HISTORIAS FEAS




Estos tres relatos fueron escritos para introducir el tema en un trabajo sobre ESI (Educación Sexual Integral) en las escuelas secundarias. Son historias fuertes, de allí su título.

1. Juana

Juana no es feliz, aunque no sabe bien porqué. Como todos los niños, está construyendo sus nociones de normalidad sobre la base de sus vivencias domésticas. Pero su vida en el hogar tiene esa permanente molestia, ese asunto secreto, esa cuestión que la asecha en todo momento y que, con mucha frecuencia, cae para asestar su golpe.

El papá de Juana es muy mimoso. El dice que es mimoso porque la quiere mucho. Y es mimoso porque le hace muchos mimos. Son unos mimos raros que lo acaban poniendo loco de placer. Son mimos que papá le hace y que ella debe hacerle a papá, porque ella también debe quererlo mucho, como todos los hijos quieren a sus padres.
Pero estos son, además, unos mimos secretos; no hay que contárselos a nadie. Y mucho menos a mamá, para que no se ponga celosa.

Al principio todo el asunto era como un juego raro que Juana y papá jugaban, pero con el tiempo, a Juana comenzaron a molestarle los mimos de papá. Cada vez se mostraba más reacia a realizar su parte y papá debía convencerla con un discurso más largo, un discurso plagado de promesas de premios y regalos maravillosos que nunca llegaban. 

Cierto día Juana se negó. Se negó por completo; se negó más allá de todas las promesas y de todas las palabras. Estaba harta de los mimos, harta del secreto; estaba harta de no poder negarse. Y se negó rotundamente.
Por dos días papá no le dirigió la palabra, pero al tercero provocó un acercamiento crucial, a partir del cual todo comenzó a ser diferente.

De ahora en más, Juana debe asistir a los mimos de su padre porque su padre lo ordena. Y si se niega será severamente castigada. Las promesas de premios se transformaron en promesas de castigos y guardar el secreto dejó de ser una treta para lidiar con los celos de mamá y pasó a ser una obligación absoluta. Contar el secreto es un pecado mortal, merecedor de todos los castigos imaginados. Si aún así Juana se niega, su padre la somete por la fuerza.

Juana tiene ahora 13 años y ya no recuerda cuándo comenzaron estos hechos; para ella, siempre estuvieron allí, y por lo tanto, son normales, algo malo con lo que se debe lidiar porque así es la vida. Ella no sabe que su comportamiento ya presenta rasgos anómalos. Cuando sus amigas hablan de chicos y de sexo, ella guarda silencio, se siente incómoda, intenta cambiar de tema o simplemente se va. ¿Quién va a venir a contarle los trazos gruesos de esa historia cuando ella ya conoce hasta el menor detalle? Si no puede evitar que su padre le robe el cuerpo ¿porqué habría de acceder a que lo haga un chico lindo de la clase? Juana no puede concebir que a alguien le guste el sexo.

Juana era una brizna que crecía derechito hacia el cielo hasta que alguien la torció con un dedo. Alguien que mantuvo el dedo allí durante un millón de años. Ahora la brizna es un tronquito torcido que ya no necesita la presión un dedo para estar así, que ya no busca el cielo porque ya no sabe lo que busca.

Juana no será jamás la chica que debió ser. La historia de Juana es una historia fea; no importa como termine; puede tener un final más o menos triste, pero nunca será un final feliz.
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2. Pablito

Pablo es el hijo de Pablo, quien lo bautizó así, en honor a sí mismo, porque los hijos deben seguir los pasos del padre. Y el chico se llama Pablo, como su padre, en honor a su padre, por decisión de su padre.
Para evitar todo tipo de engorros discursivos, a los dos minutos de nacer, Pablo ya era Pablito.

Alguien podría suponer que la mamá de Pablito tal vez pensara un nombre diferente para bautizarlo, pero hacía mucho tiempo que la mujer había dejado de producir ideas que contradijeran al hombre de la casa porque cada vez que lo hacía recibía una golpiza. Don Pablo era muy estricto con sus normas y en su casa se hacía lo que él decía.

Así fue como Pablito creció viendo al padre imponiendo respeto a fuerza de golpes.

—A la mujer hay que pegarle —solía decirle— Aprendelo muy bien porque te va a servir toda la vida. Si no les pegás, no te respetan. Son unas yeguas; todas. Y a las yeguas hay que pegarles para que vayan por donde vos querés.

En ese entonces Pablito no comprendía del todo la “importancia” del discurso de su padre porque tenía solo cuatro o cinco años. Solo sabía que él también cobraba al menor intento de berrinche.

Don Pablo golpeaba a su esposa a diario y por cualquier razón. Cuando Pablito creció, empezó a percibir que muchas veces la golpeaba también sin ninguna razón. Llegaba a la tardecita caminando raro y con cara de enojado. Inmediatamente empezaba a discutir por cualquier cosa hasta que lanzaba el primer puñetazo. Entonces el rostro de la mujer se hinchaba como un sapo y muchas veces llegaba a sangrar. A Pablito le daba un poco de lástima su madre pero ¿Qué va a hacer? A la mujer hay que pegarle. Es así.

De tanto ver como su  padre golpeaba a su madre, Pablito comenzó a castigar a su hermana. La golpeaba ante cualquier discusión de niños; la golpeaba y la nena corría a los brazos de su madre buscando protección.

De alguna forma sutil y silenciosa, don Pablo mostraba beneplácito con esta incipiente agresividad de su hijo ante el sexo opuesto, y luego de reprenderlo de mentiritas, solía vanagloriarse:

—Es hijo de su padre ¿Qué querés? ¡Hijo e’tigre! ¡Ja! —y le hacía una caricia bruta en la cabeza.

Ya entrado en la adolescencia, Pablito era el chico malo de la clase. Todo el mundo sabía que no había que pelearse con Pablito porque era bravo. Y muchos se acercaban como amigos solo para no tenerlo como enemigo.
A los quince años Pablito inició una relación con Macarena, una chica sonriente, linda y algo sumisa. De entrada el muchacho quiso dejar claro que se hacía lo que él decía y a Macarena no le importaba, porque estaba con Pablito, el más malo de la clase y el que más protección podría brindarle.

La relación entre Pablo y Macarena estaba plagada de tirones de pelo y empujones, y era frecuente ver como Pablo la encerraba contra la pared y la increpada en voz alta con su rostro muy cerca del de ella. Una y otra vez la chica trataba de zafar, pero él volvía a empujarla contra la pared.

A los cuatro meses a Pablito le llegaron rumores de infidelidad. Estuvo un día entero bufando en su casa y dándole patadas a la pared. Al día siguiente se vieron en el colegio. Ciertamente ella estaba rara, distante. El no tardó en achicar la distancia hasta tenerla a tiro de cañón. La encerró en el baño del colegio, la arrinconó contra una pared y comenzó a increparla insultándola de la peor manera. Ella balbuceaba, y cada balbuceo era una excusa para que Pablo la insultara más, la zamarreara más y comenzara a pegarle la cabeza contra la pared.
Los golpes de nuca se hicieron más violentos y más frecuentes hasta que Macarena perdió la conciencia. Enceguecido, Pablo siguió taladrando esa testa contra los azulejos del baño hasta que la sangre comenzó a manar de la boca de la chica. Entonces volvió en sí, abrió los ojos bien grande, soltó el cuerpo de la muchacha muerta y se fue corriendo de allí.

Es difícil escapar de un homicida cuando uno es el homicida, pero Pablo escapó. No escapó corriendo sino justificando su propio accionar del único modo que le resultaba posible hacerlo: repitiendo el dogma enquistado en su mente desde la más temprana niñez, un dogma que lo tranquilizaba y lo fortalecía hasta sanar su ego malherido:

—A la mujer hay que pegarle… si ya se sabe. Hay que tenerla con el tiro corto como a las yeguas. Porque son yeguas. Son todas yeguas. Todas. Y hay que pegarles… y si se mueren, se mueren ¿Qué va a hacer? Que se jodan, por yeguas.
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3. La gorda Raquel

Raquel era una niña normal que jugaba con muñecas y con otras niñas de su edad. Su gordura era un detalle como lo es ser alto, flaco o narigón. Un detalle que se le había pegado al nombre con suele ocurrir con otros motes: El negro Ledesma, el gallego González, la gorda Raquel. Nada parecía fuera de lugar y Raquel había asimilado sin problemas la ausencia de un padre a quien nunca conoció.

Cuando llegaron los tiempos de la adolescencia, a Raquel comenzó a molestarle la gordura. Las hormonas la volcaban inevitablemente a buscar chicos, a tener novio y a todo lo demás. Pero a los chicos no les gustan las gordas, como todo el mundo sabe. Las mujeres atractivas son flacas, bien flacas; lo dice la tele. Para ser atractiva Raquel debía ser flaca. Y era gorda.

Intentó bajar de peso con rutinas gimnásticas y dietas frugales, pero fracasó. La gimnasia le era muy ajena y la comida, muy propia. Así las cosas, Raquel no pudo ser constante en sus intentos.

Pero muy poco demoró la chica en darse cuenta que al problema se le podía encontrar la vuelta por otro lado. Ella buscaba atraer a los varones y los varones buscaban chicas lindas y sexo maravilloso; y la inmensa mayoría de las veces les resultaba imposible dar con ambas cosas a la vez.

A los 14 años Raquel comenzó a comprarse calzas de un número menos que su talla y a utilizar polleras arriba de las rodillas. A los 15 ya usaba polleritas apenas unos centímetros debajo de la cola y remeras ajustadas con escotes anchos, sin sostén.

El colegio aprendió rápido quién era la gorda Raquel. El colegio y el barrio. Y a ella le encantaba su fama de chica veloz porque obtenía lo que quería sin mayor esfuerzo muchas veces al mes, con personas diferentes, sin tener que hacer gimnasia ni parar de comer.

A los 16 años, Raquel quedó embarazada.

—¿Embarazada?

— De tres meses.

—¡¿Cómo puede ser, si yo me cuido?! Yo tomo unas pastillas que tienen una efectividad de 99%. Y ellos siempre usan preservativo. Si no, no hago nada yo. No puede ser que esté embarazada. Los preservativos también tienen una efectividad bárbara. Yo averigüé; yo investigué; una efectividad como del 99%, también.

—¿Y cuantas veces tuvo sexo en el ultimo año?

—Mmm… unas doscientas.

Raquel guardó en secreto su problema, pero no fue muy efectiva en su propósito. El barrio y el colegio tardaron dos días en enterarse. Y su madre, tres.
Y cuando su madre se enteró, ya no fue libre de resolver su problema consiguiendo el dinero para un aborto.

—¿Abortar? ¡Ni se te ocurra!

La madre la fue convenciendo para que tuviera a su hijo; que los hijos son maravillosos, una bendición de Dios; que traen un pan bajo el brazo; que ella la ayudaría, que ya era una chica grande y que si había quedado embarazada es porque ya puede asumir la tarea de ser mamá; porque la naturaleza es sabia. Y siguió hablando hasta que los ojos de mamá se cargaron de lágrimas y mamá empezó a narrar su propia historia; una historia secreta; una historia parecida. Parecida pero peor.
Y llorando, abrazadas las dos, sobre la cama del cuarto grande, se decidió que el niño nacería.

Al siguiente año, Raquel ya no fue al colegio. Desde entonces nadie sabe qué habrá sido de ella. Se rumorea que trabaja en casas de familia que ya no mira a nadie ni se arregla y que ya no es más la gorda Raquel sino, simplemente, la Raquel.
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